Reconozco que no tengo demasiada experiencia consolando a mujeres, pero en los libros que he leído, el hombre siempre abraza a la chica y la deja llorar. Y eso parece la cosa más sensata y comprensiva que puede hacerse; nunca he oído de un solo caso auténtico donde la cosa más sensata y comprensiva fuese distraer a la chica con juegos de cartas, contándole chistes o haciéndole cosquillas en los pies. Así que fui sensato y comprensivo. Abracé a Becky y la dejé llorar, porque no sabía que otra cosa podía hacer o decir. Después de lo que habíamos visto en el sótano de Jack Belicec esa noche, si Becky creía que su padre era un impostor que se parecía en todo a su verdadero padre yo no tenía argumentos para discutírselo.
De todos modos, me gustó abrazar a Becky. No era una chica grande, exactamente, pero tampoco era menuda, y su anatomía era tan generosa como bien acabada. Allí, en el interior del coche, detenidos frente a su casa y rodeados de silencio, sentía lo bien que Becky se acomodaba en mis brazos, abrazada a mi, con una mejilla contra mi solapa. Estaba preocupado y asustado, incluso al borde del pánico, pero aún había lugar para disfrutar de la cálida y vivida sensación que me comunicaba su cuerpo apretado contra el mío.
Cuando el llanto se diluyó en un último gimoteo, dije:
—¿Por qué no pasas la noche en mi casa? —La idea me pareció repentina y sorprendentemente atractiva—. Yo dormiré abajo, en el sofá y todo eso, y tú podrás disponer de una habitación…
—No. —Becky se irguió, aún con la cabeza baja, de manera que no podía verle la cara. Empezó a revolver en su bolso—. No tengo miedo, Miles —susurré—. Solo estoy preocupada. —Abrió una polvera, e inclinándose hacia la débil luz del salpicadero, sacó una borla de algodón y se retocó con cuidado el rastro de las lágrimas—. Es como si papa estuviera enfermo —prosiguió—. No exactamente él, y… —se detuvo, se aplicó un pintalabios, frunció los labios hacia adentro un segundo y se observó la cara en el espejo de la polvera—. Bueno, no es el momento de marcharme de casa —concluyó. Cerró la polvera y me miró, sonriendo. Entonces se inclinó hacia mí y me besó en la boca, muy firme y cálidamente. Después abrió la puerta y salió a la calle—. Buenas noches, Miles. Llámame por la mañana —caminó aprisa por el sendero de ladrillo, hacia las sombras que envolvían el porche de su casa.
La miré marchar. Y permanecí allí, siguiendo con la vista su agradable figura tan Llena de curvas, oyendo el suave taconeo de sus zapatos en el tosco ladrillo del camino, escuchando sus ligeros pasos subiendo aprisa los escalones, hasta que la vi desaparecer en la penumbra del porche. Hubo una pausa, y la puerta se abrió para enseguida cerrarse tras ella. Y todo ese intervalo lo pasé sacudiendo la cabeza, recordándome los pensamientos que sobre Becky había formulado aquella misma tarde. Después de todo, Becky no era alguien que se estuviera convirtiendo en un buen amigo que curiosamente llevase faldas. Pon una bonita chica que te atraiga en tus brazos —empezaba a entender—, déjala llorar un poquito y es pan comido que acabes por sentirte tierno y protector. Entonces el sentimiento comenzará a confundirse con el sexo, y, si no tienes cuidado, habrás dado el primer paso para empezar a enamorarte. Sonreí entonces, y arranqué el coche. Así que me andaría con cuidado, eso era todo. Aún rodeado por los escombros de mi matrimonio, no era cuestión de iniciar algo igual, precisamente ahora. Cuando llegaba ya a la esquina que había al final de la calle, sonreí hacia la casa de Becky, tan grande y blanca a la tenue luz de las estrellas, sabiendo que aunque me gustase bastante, y aunque fuera atractiva, podría apartarla de mis pensamientos sin demasiados problemas. Y eso fue lo que hice. Conduje por aquella ciudad en calma pensando en los Belicec, allá en su casa de la colina.
Estaba seguro de que Jack ya se habría dormido, y Theodora se hallaría seguramente en el salón, mirando hacia la ciudad. Muy probablemente su mirada seguiría las luces de mi coche en aquel preciso instante, ignorando que el conductor era yo. La imaginé bebiendo café, quizás fumando un cigarro, luchando contra el horror que le suscitaría lo que había justo bajo sus pies, en la sala de billar… y, armándose de valor para bajar en poco tiempo al sótano, tantear allí en busca de la luz y, al fin, descender la vista hacia aquella cosa, blanca como la cera, que reposaba sobre el tapete verde de la mesa, con los ojos abiertos.
Más o menos un par de horas después, cuando sonó el teléfono, la lámpara de mi mesilla aún estaba encendida; había estado leyendo, y aunque no creí que pudiera quedarme dormido, el sueño me venció enseguida. Eran las tres; cuando me dispuse a coger el teléfono, me fijé en la hora automáticamente.
—Hola —dije, y al hablar oí el estrépito que hacia el teléfono en el otro lado al ser colgado violentamente en su horquilla. Sabía que había contestado al primer timbrazo; al margen de lo cansado que esté por las noches, siempre oigo y respondo al teléfono instantáneamente—. ¡Hola! —dije de nuevo, un poco más alto, agitando el auricular, como suele hacerse en esos casos, pero la línea se había cortado, y colgué. Si esto hubiera sucedido un año atrás, la operadora nocturna, cuyo nombre yo habría sabido, podría haberme dicho quién había llamado. Probablemente, a esa hora de la noche aquella habría sido la única luz que se hubiera encendido en su panel, y ella habría recordado cuál era, porque la llamada era para el doctor. Pero ahora disponemos de teléfonos con dial, maravillosamente eficientes, que permiten ahorrarte todo un segundo o más en cada llamada, inhumanamente perfectos y totalmente estúpidos; pues ninguno de ellos podrá decir jamás dónde puede encontrarse al doctor durante la noche, cuando un niño enfermo lo necesita. A veces pienso que estamos refinando tanto nuestras vidas que suprimimos todo rastro de humanidad en ellas.
Sentado en el borde de la cama, me puse a maldecir fatigosamente. Estaba hasta la coronilla de teléfonos, de acontecimientos y misterios, de que me interrumpiesen el sueño, de mujeres que me molestaban cuando yo solo quería estar solo, a solas con mis pensamientos; en una palabra, de todo. Encendí un cigarrillo, imaginando lo mal que sabría, y así fue, y quise tirarlo, pero seguí fumándolo hasta el filtro. Después, cuando lo hube terminado, apagué la luz y empezaba otra vez a quedarme dormido, oí unos pasos alborotados subiendo a toda prisa los peldaños del porche, y, tras ellos, el rápido y liquido repique de la campanilla, siempre tan inesperadamente fuerte por la noche, seguido al instante de un frenético y agitado golpeteo en el cristal de la puerta de entrada.
Eran los Belicec: Theodora miraba con ojos despavoridos, su rostro estaba muy pálido y parecía incapaz de articular palabra; Jack tenía los ojos feroces, fijos en una suerte de serena determinación. Intercambiamos solo las palabras necesarias para que Theodora, casi llevada por nosotros, subiera las escaleras. La metimos en la cama de la habitación de invitados, la cubrimos con una manta y le inyecté un poco de amital sódico.
Jack se sentó al borde de la cama y la observé durante un buen rato, veinte minutos tal vez, sosteniéndole una mano entre sus dos palmas sin dejar de mirarle el rostro. Me había sentado, aún vestido con mi pijama, en un gran diván que había en el otro extremo de la habitación, y fumé hasta que Jack alzó su vista hacia mí. Señalé a Theodora con el mentón, y hablé en un tono de voz intencionadamente natural:
—Dormirá durante algunas horas al menos, Jack; quizá incluso hasta las nueve o las diez de la mañana. Entonces se levantará con hambre y se encontrará bien.
Jack asintió, en señal de aprobación, y siguió mirando a Theodora durante varios segundos más. Después se levantó, caminó hacia la puerta y yo marché tras él.
El salón de mi casa es espacioso. Hay en él una alfombra gris claro que va de pared a pared; la madera se halla pintada de blanco, y la habitación esta aún decorada con el mobiliario de mimbre estilo años veinte que mis padres adquirieron para ella. Es, sí, una vasta y agradable habitación que aún conserva, creo, algo de la sensibilidad más simple y pacifica de la generación anterior. Nos sentamos allí, Jack y yo, con toda la habitación entre ambos y unas copas en nuestras manos; tras dar unos sorbos a la suya, sin dejar de mirar al suelo, Jack comenzó a hablar:
—Theodora me despertó, sacudiéndome por la pechera de la camisa. Dormí con la ropa puesta. Y me abofeteó tan fuerte que mis dientes castañetearon. La oí —Jack me miró a los ojos, ceñudo; por lo general elige sus palabras con mucho cuidado— no llamándome, exactamente, sino diciendo mi nombre en una suerte de apagado y desesperado gemido: «Jack… Jack… Jack…» —sacudió la cabeza al recordarlo, y se mordió el labio inferior un par de veces. Tomó un largo trago de su copa—. Desperté, y vi que Theodora estaba histérica. No decía nada. Solo me miró un instante, desaforada y casi frenética, luego se dio la vuelta y cruzó como una flecha la habitación hacia el teléfono. Lo cogió, te telefoneó, se quedó esperando durante un segundo y ya no pudo aguantar más; colgó el auricular con violencia y empezó a gritarme (muy blandamente, como si alguien pudiera oírla) que la sacase de allí —de nuevo Jack meneó la cabeza, con una mejilla contraída por la irritación que sentía hacia si mismo—. Sin pensarlo, la así por una muñeca y la intenté llevar hacia las escaleras del sótano, para bajar al garaje y coger el coche, pero ella se puso a luchar contra mí, tirando con fuerza de su brazo para soltarse y sacudiendo mi hombro con una expresión simplemente salvaje. Miles, creo que me hubiera arañado la cara con las unas si no la llego a soltar. Salimos a la calle y bajamos los peldaños del porche. Incluso entonces no se hubiera atrevido a acercarse al garaje o al sótano; se quedó en el camino, lejos de la casa, mientras yo sacaba el coche —Jack dio un trago a su copa, y miró por una ventana del salón que la noche ennegrecía con un brillo oscuro—. No estoy seguro de lo que vio, Miles —echó una mirada hacia mí—, aunque puedo imaginarlo tan bien como tú. Pero no tuve tiempo para mirar por mí mismo; sabía que tenía que salir de allí. Y Theodora no me dijo nada mientras veníamos hacia aquí. Estaba muy quieta, en el asiento, toda acurrucada y temblorosa, apretada contra mí (yo la había rodeado con un brazo), diciendo: «Jack… Oh, Jack, Jack, Jack». —Durante un segundo me dirigió una mirada sombría—. Hemos demostrado algo, de acuerdo, Miles —añadió entonces con un temblor de acritud en la voz—. El experimento ha funcionado, supongo. ¿Y ahora que? Lo ignoraba, o hice como que lo ignoraba. Solo negué con la cabeza.
—Quiero ir a echar un vistazo a esa cosa —murmuré.
—Sí, yo también. Pero no voy a dejar a Theodora sola precisamente ahora. Si despierta y me llama, y yo no respondo… si encuentra la casa vacía… se volverá loca.
No respondí. Es posible —de hecho es algo que nos ocurre a todos— pensar un montón de cosas al mismo tiempo, y eso era lo que me pasaba ahora. Pensaba en dejar la casa de inmediato y conducir solo hasta la de Jack. Me imaginaba deteniendo mi coche junto a la casa vacía, saliendo del coche en la oscuridad y quedándome allí un momento, sin moverme, escuchando los grillos y el silencio. Luego me vi caminando hacia el garaje abierto, muy despacio, arrastrando los pies por el sótano, a oscuras, tanteando a lo largo de la pared en busca de un interruptor de luz que no sabía dónde estaba. Incluso me figuré caminando en la absoluta negrura de la sala de billar, buscando a tientas el camino hacia la mesa, sabiendo que era lo que había allí, acercándome cada vez más, con las manos extendidas para alcanzarla, esperando que tocasen la mesa y no aquella fría piel sin vida tendida en la oscuridad. Pensé que me tropezaba con la mesa, y que al fin hallaba la lámpara que colgaba sobre ella; entonces la encendía y bajaba los ojos para mirar a… lo que fuese que había dejado postrada a Theodora en aquel shock histérico. Y sentí vergüenza. No quería hacer lo que había dejado hacer a Theodora; no podía ir de noche a aquella casa, y solo.
Estaba enfadado conmigo mismo. En aquel segundo de rápidos pensamientos había estado buscando excusas, convenciéndome de que ahora no había tiempo para ir hasta allí; que teníamos que actuar, hacer algo. Y toda mi ira y mi vergüenza la volqué sobre Jack.
—¡Escucha! —Me había puesto en pie, mirando furiosamente a donde estaba él, en el otro lado de la habitación—. ¡Sea lo que sea que vayamos a hacer con respecto a esto, hemos de hacerlo ahora! Así que, ¿qué dices? ¿Tienes alguna idea? ¿Qué vamos a hacer, por amor de Dios? —estaba incluso cerca de la histeria, y lo sabía.
—No lo sé —dijo Jack, lentamente—. Pero hemos de actuar con cuidado, asegurándonos de que hacemos lo correcto…
—¡Eso ya lo dijiste! ¡Lo has dicho esta misma tarde, y estoy de acuerdo, lo estoy! Pero. ¿qué? ¡No podemos quedarnos parados para siempre, hasta que el movimiento correcto se nos revele por fin! —Fulminé a Jack con la mirada, y me esforcé en recuperar la calma. Entonces se me ocurrió algo. Crucé la habitación con premura, guiñándole un ojo a Jack para hacerle saber que ahora estaba bien. Luego cogí el teléfono del piso de abajo y marqué un número.
Oí la señal de llamada, y tuve que sonreír; obtenía un malvado placer en ello. Cuando un médico de cabecera abre una consulta, sabe que quizá durante el resto de su vida va a recibir llamadas que lo sacarán de la cama. De algún modo se acostumbra a ello; y de algún modo nunca lo hace. Porque muy a menudo las llamadas nocturnas son algo serio; al otro lado habrá gente asustada a la que atender y todo lo que habitualmente haces se vuelve el doble de duro, tenga ello que ver con farmacéuticos a los que arrancarás de sus camas o con hospitales que habrá que poner en acción. Pero bajo todo eso coexiste algo que uno debe ocultar al paciente y a sus familiares: los temores y dudas nocturnas sobre uno mismo que hay que vencer, porque ahora todo depende de ti y de nadie más; tú eres el médico. No, un teléfono que suena por la noche no tiene nada de divertido, y, por eso, muchas veces es imposible no sentirse molesto con esas otras ramas de la medicina que nunca, o raramente, reciben llamadas de emergencia.
Así que cuando la señal de llamada fue al fin interrumpida en el otro lado de la línea yo sonreía, embriagado por la imagen mental del doctor Manfred Kaufman, con el pelo negro revuelto y los ojos apenas abiertos, preguntándose quién podía llamarle:
—Hola. ¿Mannie? —dije, cuando respondió.
—Si.
—Oye —hice que mi voz sonase exageradamente solicita—, ¿te he despertado?
Eso le hizo recuperar la conciencia, y maldijo como un bárbaro.
—Eh, doctor —le espeté—, ¿quién le ha enseñado ese lenguaje? El sucio y pegajoso subconsciente de sus pacientes, supongo. Ya me gustaría a mi también ser uno de esos matasanos que ganan veinticinco de los grandes por paciente, solo por sentarme a escuchar y mejorar mi vocabulario. ¡Nada de fatigosas llamadas nocturnas! ¡Nada de lúgubres operaciones! ¡Nada de fastidiosas prescripciones!
—Miles, ¿qué demonios quieres? Te advierto que colgaré, y dejaré el maldito teléfono descol…
—Vale, vale, Mannie, escucha. —Aún estaba sonriendo, pero el tono de mi voz aseguraba que no habría más chistes sin gracia—. Algo ha ocurrido, Mannie, y tengo que verte. Tan pronto como puedas, y debe ser aquí, en mi casa. Ven, Mannie, tan aprisa como te sea posible; es importante.
Mannie es un hombre de pensamiento rápido; coge las cosas al vuelo, de modo que no debes repetirle o explicarle lo que le has dicho. Por un instante, al otro lado de la línea, Mannie permaneció en silencio. Al cabo dijo: «De acuerdo», y colgó.
Me sentí enormemente aliviado, mientras regresaba a mi silla y a mi copa de nuevo. Para cualquier llamada de emergencia que requiera devanarse los sesos, o casi para cualquier otra cosa, Mannie es el primer tipo que querría a mi lado. Ahora venía a mi casa, y yo sentía que adelantábamos bastante. Cogí mi copa, preparado para sentarme —de hecho tenía la boca abierta para dirigirme a Jack—, cuando de pronto algo sucedió algo que a menudo lees pero rara vez experimentas. En un momento sentí que me bañaba un sudor frío, y me quedé inmóvil durante algunos segundos, petrificado, temblando por dentro de miedo.
Lo que había ocurrido era muy simple; de pronto se me había pasado algo por la cabeza, la idea de un peligro tan obvio y terrible que sabía que debía haber pensado en ello mucho antes, y, sin embargo, no lo había hecho. Ahora, con la mente anegada de terror, sabía que no tenla ni un solo segundo que perder, y que, con todo, nunca actuaria lo bastante deprisa. Llevaba puestas unas zapatillas de andar por casa, así que corrí al salón y cogí mi chaqueta de una silla, y según me abalanzaba hacia la puerta metí mis brazos por el interior de las mangas. Me ocupaba un solo pensamiento, un pensamiento terrible, y no podía hacer otra cosa que actuar, moverme, correr. Me olvidé completamente de Jack, me olvidé de Mannie, mientras abría la puerta de un tirón y corría afuera, y descendía los peldaños para ingresar en la noche, y atravesaba el césped y la acera. Había alcanzado el bordillo; tenía ya mi mano en la puerta del coche cuando recordé que las llaves estaban en mi casa, en el piso de arriba. Pero ya era imposible girar y volver sobre mis pasos. Comencé a correr, tanto como pude, pero por alguna razón inexplicable la acera parecía llenarse de obstáculos que frenaban mi carrera, así que crucé como una flecha por la franja de césped, hacia el bordillo, y, calzada arriba, seguí corriendo, presa del frenesí, por las oscuras y desiertas calles de Santa Mira.
Durante un par de manzanas no vi nada que se moviera. Las casas, alineadas en la calle, se erguían silenciosas e impávidas, y los únicos sonidos que oía eran el rápido soniquete de mis zapatillas contra el pavimento y los secos jadeos de mi aliento, que parecían llenar la calle. Justo por delante, en la intersección del bulevar Washington, el pavimento se veía más iluminado; luego, de repente, resplandeció, mostrando cada diminuto guijarro y cada imperfección que había sobre su superficie. Eran las luces de un coche que se aproximaba. No podía siquiera pensar, no podía hacer otra cosa que seguir corriendo, directo a aquella luz deslumbrante: los frenos aullaron y los neumáticos chirriaron sobre el asfalto, y los hierros de un parachoques rozaron el vuelo de mi chaqueta. «¡Hijo de puta!», me chilló una voz de hombre, crispada de miedo e ira. «¡Maldito loco, imbécil!». Las palabras se perdieron en un barboteo frustrado, mientras mis piernas me llevaban velozmente a la oscuridad.