Catorce

Una gran parte del condado californiano de Marin es bastante accidentada. La propia Santa Mira se erige sobre una serie de colinas, que obligan a que las calles de la ciudad serpenteen a través de ellas o las circunvalen. Yo las conocía todas. Cada centímetro de cada calle y de cada colina. Sabía que a unas tres manzanas de la dirección en que vivía Budlong había un pequeño callejón sin salida, y dirigí mi coche hacia allí. El callejón terminaba en una cuesta demasiado empinada como para edificar nada en ella, poblada de rastrojos, maleza y matojos de eucalipto. Aparcamos junto a un pequeño macizo de árboles, lo más lejos que pudimos del alcance de la vista. Solo dos casas tenían una visión directa del coche, pero cabía pensar que quienes las habitaban no nos habrían visto. Salimos, no sin antes dejar la llave en el contacto y el motor encendido. Ya no necesitaríamos el coche: lo que pretendía era que quien lo encontrase con el motor en marcha se detuviese a perder un poco de tiempo esperando a que regresáramos por él. Por otra parte, advertí que no había modo de llevar la pistola de Nick sin mostrarla, así que, al cabo de un rato, la arrojé a los rastrojos.

Subimos la colina, cruzando por un sendero que de niño había atravesado más de una vez para tirar a pequeñas piezas con un rifle del 22. En el sendero, nadie que estuviese a más de cuatro metros podría vernos, y yo conocía la forma de seguir tanto aquel camino como otros, sin tener que pasar por la cima de esa colina y la que la precedía, para alcanzar el patio trasero de Budlong.

Su casa quedaba algo más abajo, en la falda de la colina en la que estábamos. A tres o cuatro metros del sendero encontré un lugar desde el que se nos ofrecía una buena perspectiva, por entre los árboles y la maleza, tanto de la casa de Budlong como del patio que había tras ella. Nos detuvimos a mirarla con detenimiento: se trataba de una casa de dos pisos, recubierta de madera pintada en un marrón oscuro, con un patio bastante amplio al que cercaba, tanto por la parte trasera como por uno de los laterales, un alto cerco rústico compuesto de listas verticales, al tiempo que un macizo de arbustos rodeaba el otro lateral. En California, la «vida al aire libre» es algo muy serio, y todo el que puede dispone en su propiedad de un espacio donde practicarla, protegido de todas las miradas; ahora agradecía que fuera así. Nada se movía, no había nadie a la vista en la casa ni en el patio trasero, así que descendimos silenciosamente la colina, abrimos la puerta de la valla y cruzamos el patio, para después rodear la casa, sin ser vistos —sentía que así era— por nadie.

Había una puerta de entrada en un lado de la casa. Llamé, y mientras esperábamos allí se me ocurrió por vez primera que bien pudiera ser —incluso muy probablemente era así— que Budlong no estuviera en casa. Pero si estaba allí; ocho o diez segundos después de mi llamada, un hombre de unos treinta y cinco o cuarenta años aparcó al otro lado de la puerta; miré a través del cristal, descorrió el pestillo y nos abrió. Me miraba con expresión interrogativa, preguntándose —suponía yo— porqué habíamos empleado la puerta lateral.

—Nos confundimos —dije, con una pequeña risa educada—. Creo que hemos utilizado la puerta equivocada. ¿El profesor Budlong?

—Sí —respondió, y ensanchó una sonrisa complaciente. Llevaba unos lentes con armazón de acero, y tenía el cabello de color castaño, ligeramente ondulado, y esa suerte de expresión curiosa, inteligente y juvenil que los profesores poseen a menudo.

—Mi nombre es Miles Bennell, el médico de Santa Mira, y…

—Oh, sí —asintió, sonriendo—. Le he visto alguna vez por el pueblo…

—Yo también —repliqué—. Sabía que trabajaba en el colegio, pero no conocía su nombre. Esta es la señorita Becky Driscoll.

—Encantado —abrió la puerta un poco más, y se hizo a un lado—. Pero pasen, ¿quieren?

Entramos, y Budlong nos condujo por un vestíbulo hasta una especie de estudio. Tenía allí una mesa anticuada, con tapa corrediza, algunos libros dispuestos en una repisa colgada de una pared, fotografías y diplomas enmarcados dispersos por el muro, una alfombrilla extendida en el suelo y un diván maltrecho junto a una de las paredes. Era una sala pequeña, con una sola ventana, y bastante oscura. Pero la lámpara de la mesa estaba encendida, y la habitación comunicaba una agradable sensación de refugio; imaginé que el profesor Budlong pasaría buena parte de su tiempo trabajando allí. Becky y yo nos sentamos en el diván, Budlong tomó el sillón giratorio que había frente a la mesa y lo giró hasta la mitad para encararnos. De nuevo sonrió; era la suya una suerte de amistosa sonrisa infantil.

—¿Qué puedo hacer por ustedes?

Le respondí. Por razones demasiado largas y complicadas de explicar, le dije, estábamos muy interesados en lo que pudiera decirnos acerca de un articulo de periódico en el cual se le mencionaba, aunque no habíamos podido leer el articulo, solo una referencia que a este se hizo en el Tribune.

Budlong sonreía para cuando hube terminado de hablar, y sacudía la cabeza en una especie de atribulado regocijo interior.

—Ah, eso —dijo—. Supongo que nunca escucharé el final de esa historia. En fin —se arrellanó en la silla, repantigándose para apoyar el cuello en el respaldo—, fue culpa mía, así que no debería quejarme. ¿Qué es lo que quieren saber? ¿Lo que el articulo decía?

—Si —respondí—. Y todo lo que pueda añadir a él.

—Bueno —encogió un hombro—, el articulo decía algunas cosas que no debería haber dicho —sonrió otra vez, para si mismo—. Periodistas —espetó, en un tono arrepentido—. Supongo que he vivido una vida bastante protegida; nunca conocí a un solo periodista. Pero este, este joven, Beekey, un chico inteligente, me telefoneó una mañana. Yo era profesor de botánica y biología, ¿verdad?, respondí que si, y me preguntó si podía acudir a la granja Parnell; me indicó dónde estaba, y vi que no quedaba lejos de aquí. Había algo que debía ver, dijo, y describió lo que era con suficiente detalle como para despertar mi curiosidad.

El profesor Budlong juntó las manos sobre su pecho, tocando las yemas de una de ellas con las yemas de la otra, y se me ocurrió que los profesores acaban actuando inconscientemente de la forma en que la gente piensa que deben actuar; y me pregunté si con los médicos pasaría igual.

—Así que me dirigí a la granja, y en un montón de basura que había junto al granero, Parnell me mostró unas enormes cáscaras, o vainas de alguna clase, aparentemente de origen vegetal. Beekey quiso saber que eran, y le dije la verdad: que no lo sabía. Pues bien —Budlong sonrió—, al oír eso alzó las cejas, como si estuviera sorprendido, y puesto que uno tiene su orgullo profesional, su actitud me incité a añadir que ningún botánico del mundo podría identificar todas y cada una de las especies que le fueran mostradas. «Botánico», repitió el joven Beekey. ¿Significaba eso que, en mi opinión, aquellas vainas tenían un origen vegetal?, respondí que si, que probablemente lo tendrían —Budlong sacudió la cabeza, en un gesto de admiración—. Vaya si son listos estos periodistas; te tienen haciendo un comentario antes incluso de que te des cuenta de ello. ¿Fuman? —llevándose una mano a la chaqueta, sacó un paquete del bolsillo de la pechera y nos ofreció a Becky y a mí. Cogimos un cigarro cada uno, él cogió otro y yo encendí una cerilla para prender los cigarrillos—. Aquellas cosas que me mostró —el profesor exhaló una bocanada de humo— me recordaron a unas enormes vainas, como se lo habrían recordado a cualquiera que las hubiera visto, estoy seguro de ello. Parnell, el dueño de la granja, me dijo que habían descendido del cielo, erráticas, algo que yo no dudaba (¿de que otra parte hubieran podido llegar?), aunque él se mostraba atónito. Aquellas cosas no me parecían nada extraordinarias, salvo, posiblemente, por su tamaño. Todo lo que podía decir es que su aspecto era el de alguna clase de vaina, aunque admitía que la sustancia de que estaban rellenas no se asemejaba a lo que por lo común entendemos como semillas. Beekey trató de suscitar mi interés en la circunstancia de que ciertos objetos que había en el montón de desperdicios en los que las vainas habían caído tenían mucha semejanza entre si, y atribuyó ese hecho a las propias vainas. Recuerdo que señaló dos latas vacías de guisantes Del Monte que resultaban idénticas. Había también un mango de hacha roto, y otro similar a su lado. Pero. por mi parte, no era capaz de ver nada sorprendente en ello. Entonces probó a enfocar aquello de otra forma; aquel chico quería una historia, ¿comprenden?, una historia que causase sensación, a ser posible, y estaba decidido a obtenerla. —Budlong dio una calada a su cigarrillo, y nos sonreía—. ¿Podían haber venido aquellas cosas (era lo que ahora quería saber) del «espacio exterior»? Esa fue su expresión. Y bueno —Budlong se encogió de hombros—, a eso solo podía responder que sí, que podía ser; simplemente no sabía de dónde procedían. ¿Entienden? —El profesor Budlong se irguió en su silla y se inclinó hacia nosotros, con los antebrazos sobre las rodillas—. Ahí es donde ese joven Beekey me cazó. La teoría, la idea, como quieran llamarlo, de que la vida vegetal que hay en nuestro planeta vino del espacio, es muy antigua. Es una teoría perfectamente respetable y reputada, y no hay nada sensacional o siquiera sorprendente en ella. Lord Kelvin (sin duda usted conocerá la historia, doctor), uno de los más grandes científicos de la era moderna, fue uno de los muchos partidarios de esta teoría, o (llamémoslo así) posibilidad. Quizá ninguna clase de vida empezó en este planeta, decía, sino que arribó aquí desde las profundidades del espacio. Algunas esporas, señalé, tienen una gran resistencia a las temperaturas más extremadamente bajas; y bien pudiera ser que se hubieran visto impulsadas a la órbita terrestre por las presiones lumínicas. Cualquier estudioso del tema esta familiarizado con la teoría, y hay tantos argumentas a favor de ella como en su contra.

»Así, pues, respondí al periodista: si, podrían tratarse de esporas del «espacio exterior», ¿por qué no? Simplemente, no lo sabía. Claro, esto le pareció al amigo Beekey una noticia increíble, y cogió tres de las palabras que hube pronunciado como si se tratase de una sola frase. “Esporas del espacio”, repitió en un tono enormemente complacido, y escribió la frase en un pedacito de papel que llevaba consigo: casi podía ver los titulares mientras la escribía —Budlong se arrellanó otra vez en su silla—. Debí haber tenido más juicio, pero soy humano; me resultaba gracioso ser objeto de una entrevista, y en mi regocijo me extendí en mis pensamientos, sin otra razón que la de dar al joven Beekey lo que parecía anhelar. —El profesor alzó al punto una mano—. Pero entiendan que no estaba diciendo la estricta verdad. Para unas “esporas espaciales”, si quieren emplear una expresión tan espectacular, es perfectamente posible surcar el vacío hasta la superficie de la Tierra. Opino que es incluso probable que, de hecho, ya haya ocurrido antes, aunque personalmente dudo que toda la vida de este planeta se originase de esa forma. Quienes defienden esta teoría señalan, no obstante, que nuestro planeta formaba en el pasado una bullente masa de gas inconcebiblemente ardiente. Cuando al fin se enfrió hasta el punto en el cual se hizo posible la vida, ¿de dónde podría haber salido esta, preguntan, sino del espacio exterior?

»En cualquier caso, me dejé llevar —en la expresión aniñada del profesor se iluminó una ancha sonrisa—. Es un rasgo característico de la mente académica desarrollar una teoría hasta proporciones enormes, y, bastante a menudo, demasiado aburridas; eso es lo que me ocurrió en la granja Parnell, y así es como le di al muchacho su historia. Si, podían ser esporas del espacio, dije; e igualmente podían no serlo. De hecho, le aseguré, me sentía bastante convencido de que podían ser identificadas, si uno se tomaba la molestia de ponerse a ello, como algo acaso extraño, pero perfectamente conocido, originado en la mismísima Tierra y de la forma más corriente. De cualquier modo, el daño ya estaba hecho. El chico eligió imprimir la primera porción de mis comentarios y omitir la segunda, y, así, dos o tres extravagantes y (eso me parecía) engañosos artículos que me mencionaban aparecieron en el periódico local, por los cuales protesté. Y esa es la historia, doctor Bennell; mucho ruido y pocas nueces, me temo.

Sonreí, tratando de corresponder a su humor.

—Ha dicho «presión lumínica», profesor Budlong. Que esas vainas podían haber sido impulsadas por presión lumínica. Eso me interesa.

—Bueno —sonrió—, también interesó al joven Beekey. Y me tenía cogido; una vez que le hube dado parte de la teoría, no tuve más remedio que darle el resto. No hay nada misterioso en ello, doctor. La luz es energía, como usted no ignora, y cualquier objeto que surque el espacio, nos refiramos a vainas o a cualquier otra cosa, será empujado (y esto es algo que no admite discusión) por la fuerza de la luz. La luz tiene una fuerza que puede medirse, una fuerza muy definida; incluso tiene peso. La luz del sol proyectada sobre una hectárea de terreno pesa varias toneladas, lo crean o no. Y si por ejemplo unas vainas flotando a la deriva, en el espacio, entran en contacto con la senda de luz que finalmente alcanzará la Tierra (la luz procedente de alguna estrella distante, o de cualquier otra fuente), se verán arrastradas hacia ella, poco a poco y a un ritmo constante, por el empuje de la corriente lumínica.

—Eso iría muy lento, ¿no es así? —Le sonreí.

—Infinitamente lento —asintió—, tan lento que apenas podría ser medido. Pero ¿qué significa la infinita lentitud para un tiempo infinito? Una vez asumida la idea de que esas esporas han venido del espacio, tendremos que aceptar como igualmente verosímil que hayan podido estar ahí durante millones de años. Cientos de millones, que más da. Una botella cerrada que fuese arrojada al océano podría dar la vuelta al mundo, con solo concederle tiempo. Desplace la mota que es nuestro planeta por las inmensas distancias del espacio y seguirá siendo verosímil que, tras equis tiempo, cualquiera de esas distancias habrá sido recorrida. De modo que si estas o cualesquiera otras esporas han aterrizado en nuestro planeta, bien pudiera ser que hubiesen iniciado su viaje muchas eras antes incluso de que la propia Tierra existiese. —Se echó hacia adelante para darme un golpecito en la rodilla, mientras sonreía a Becky—. Pero usted no es periodista, doctor Bennell. Las vainas de la granja Parnell, si eso es lo que eran, probablemente llegaron allí arrastradas por el viento, de no muy lejos, y sin duda se trataba de especímenes absolutamente conocidos y clasificados, con los cuales sucede, simplemente, que no estoy familiarizado. Y estoy seguro de que podía haberme evitado más de una broma por parte de mis colegas del instituto si hubiera contestado exactamente eso al joven Beekey, en lugar de permitirle coger mis teorías y tirarme con ellas de la lengua. —Nos sonrió de nuevo; era un tipo ciertamente simpático.

Me quedé pensando acerca de lo que había dicho, y, al cabo de un rato, inquirió en tono educado:

—¿Por qué le interesa todo esto, doctor Bennell?

—Bueno —vacilé, preguntándome cuánto podía o debía decirle—. Profesor Budlong —dije—, ¿ha oído algo acerca de… una suerte de delirio que ha estado afectando a Santa Mira?

—Sí, algo —me miró sorprendido, y señaló con el mentón hacia el montón de papeles que se extendían sobre la mesa, ante él—. He estado trabajando mucho durante estas vacaciones en lo que presiento, o espero, que será un importante articulo técnico, cuya publicación esta prevista para el otoño; significará mucho para mí, a nivel profesional. Y trabajar en ello me ha puesto un tanto fuera de circulación. Pero un profesor de Psicología del instituto me comentó algo acerca de un aparente delirio, aunque, por lo visto, temporal, que había afectado a mucha gente en el pueblo. Un delirio sobre suplantación de personalidad, o algo así. ¿Cree que existe alguna conexión entre eso y —sonrió— nuestras «esporas del espacio»?

Eché una mirada a mi reloj y me incorporé; en unos tres minutos, Jack Belicec debía aparecer en su coche por aquella calle, y quería que estuviésemos para entonces al otro lado de la cerca, ante la casa, preparados para metemos en él.

—Posiblemente —respondí al profesor Budlong—. Dígame una cosa: ¿Podrían esas esporas ser, de alguna manera, una especie de extraño organismo alienígena dotado con la habilidad de imitar, o, mejor, duplicar, el cuerpo humano? ¿De tornarse, para todos los propósitos prácticos, en una especie de ser humano, sin que pudiera apreciarse nada de su forma original?

La expresión agradable y juvenil del profesor Budlong se trocó en un rictus de curiosidad, y por un momento observé atentamente mi rostro. Cuando habló, aparentemente tras considerar mi pregunta, su voz tenía un timbre de respetuosa cortesía; se disponía a tratar una cuestión completamente absurda, en nombre de la buena educación, con una seriedad que no la merecía.

—Me temo que no, doctor Bennell. No hay muchas cosas —me sonrió— que puedan asegurarse con absoluta certeza, pero una de ellas es esta. Ninguna sustancia en todo el universo puede en forma alguna reconstruirse hasta adquirir la increíble estructura de los huesos, de la sangre y de la infinitamente compleja organización celular que conforman un ser humano. O cualquier otro animal. Es imposible; absurdo, me temo. Sea lo que sea que le parezca haber observado, doctor, tal observación le ha llevado por el camino equivocado. Sé por propia experiencia lo fácil que es a veces dejarse arrastrar por una teoría. Pero usted es médico, y cuando piense en ello, verá que tengo razón.

Lo sabía. Noté que mis mejillas ardían de confusión, y me sentí incapaz de pensar; solo alcanzaba a embargarme la sensación de que había hecho el ridículo más espantoso, pues si de alguien cabía esperar un mayor juicio era precisamente de alguien como yo: un médico. Quise que me tragase la tierra, o volatilizarme en el aire. Aprisa, casi abruptamente, di las gracias a Budlong, y le estreché la mano; todo lo que quería era alejarme de aquel hombre de mirada agradable e inteligente, cuya expresión se guardaba tan cuidadosamente de mostrar el desdén que debía de sentir. Unos instantes después nos acompañaba con plácida cortesía hasta la puerta principal, y tras descender los peldaños hacia el portón de madera que se abría frente al jardín, entre los arbustos, agradecí escuchar que el doctor cerraba la puerta a nuestra espalda.

No podía pensar; en mi mente Todavía me hallaba en aquel estudio, sintiéndome como un niño que se ha humillado a si mismo, y, de hecho, tenía mi mano en el pasador del portón y luchaba torpemente por abrirlo. Entonces me detuve; a pocos metros a nuestra derecha oí un coche que se desplazaba a gran velocidad y giraba la esquina hacia la calle en que estaba la casa de Budlong, haciendo chirriar los neumáticos sobre el asfalto como si no fuera a detenerse nunca. Un instante después, a través de la celosía del portón, vi el coche de Jack Belicec pasar como un rayo, y pude distinguir a Jack encorvado sobre el volante, con los ojos fijos en la carretera, y a Theodora agachada a su lado, ambos envueltos en el rugido del motor. Escuché el chirrido de otras ruedas que doblaban la esquina de la derecha, imposible de ver a causa de los setos; entonces, una milésima de segundo después, sonó un disparo —el agudo e inconfundible estampido de una pistola—, y hasta percibimos el débil susurro de una bala rasgando el aire, al otro lado de la puerta. Un coche marrón de la policía de Santa Mira, con su estrella dorada en una puerta, pasé como un relámpago ante el portón; y, en increíblemente escasos momentos, el rumor unánime de los motores disminuyó, se desvaneció a lo lejos, luego sonó de nuevo, muy débilmente, hasta que, por último, se extinguió.

A nuestra espalda, la puerta principal se abrió, y al fin descorrí el pestillo del portón. Aferrando a Becky por un codo, caminé con ella —aprisa, pero sin correr— a lo largo de la acera, hasta dejar atrás dos casas. Giramos hacia una calle que desembocaba en una casita blanca, de dos pisos, hecha con listones de madera, en la que yo había jugado de niño. Recorrimos uno de sus lados y cruzamos el patio trasero; por detrás de nosotros, en la calle que acabábamos de abandonar, oí la llamada de una voz, luego otra voz que la respondía, y después un portazo. Un momento más tarde, Becky y yo nos hallábamos de nuevo subiendo la cuesta que se levantaba tras la hilera de casas de la avenida Corte Madera, y, una vez más, corríamos por un camino, abriéndonos paso entre matojos, eucaliptos que aparecían aquí y allá, viejos robles y árboles jóvenes y ralos, como los de un sotobosque.

Había tenido tiempo para pensar; sabía que había ocurrido, y estaba asombrado de la sangre fría y de la lúcida y serena inteligencia que Jack Belicec había demostrado. Ignoraba por cuánto tiempo lo habían perseguido; sólo tenía claro que no podía haber sido mucho. Pero no era ajeno al hecho de que debía de haber conducido a través de las calles de Santa Mira con un ojo en la carretera y otro en su reloj, mientras un coche de la policía trataba de darle caza, y le disparaba. Dejando pasar tantas oportunidades como le hubieran surgido de escapar, de salir del pueblo hacia ese mundo de seguridades que había más allá de él, Jack había tratado de acercarse cada vez más a la calle y a la casa donde sabía que nosotros le esperábamos, hasta que el minutero de su reloj le señaló que veríamos, justamente, aquello que habíamos visto. Era la única forma en que podía advertirnos, y, por increíble que parezca, eso fue lo que hizo, a una hora en que el horror y el pánico lucharían en su interior para apoderarse de su mente. Y todo lo que yo podía hacer ahora por él y por su mujer era desear que hallaran la manera de escapar, pero estaba seguro de que no sería así, de que aquella carretera casi impracticable que acaso le garantizaría la huida estaría en aquel preciso momento bloqueada por otros coches de policía, preparados, aguardándole. Supe así del terrible error que habíamos cometido al regresar a Santa Mira, lo indefensos que estábamos para luchar contra lo que fuese que estaba dominando la ciudad; y pensaba en cuánto tiempo pasaría —quizá sería tras el paso siguiente, a la próxima vuelta del camino— antes de que nos atrapasen, y qué nos ocurriría entonces.

El miedo, estimulante al principio, cuando la adrenalina se bombea en la sangre, resulta, al final, extenuante. Becky estaba aferrada a mi brazo, ignorante del peso que me estaba obligando a arrastrar: tenía el rostro lívido, los ojos semicerrados, los labios separados para absorber el aire por la boca. No podríamos seguir vagando y subiendo por aquellas colinas durante mucho más tiempo. Los movimientos de mis piernas, lo advertí, ya no respondían al instante; los músculos solo se tensaban y destensaban mediante un esfuerzo de la voluntad. En alguna parte debíamos encontrar un refugio, pero sabíamos que no lo había: ni un hogar en el que nos atreviéramos a aparecer, ni un rostro, siquiera el de un amigo de toda la vida, ante el que osáramos asumir el riesgo de pedir ayuda.