Roma, hoy en día
Agazapado entre dos coches aparcados, esperaba el próximo golpe tratando de taparse la cara. Eran cuatro. El peor era el más pequeño, el del costurón en la mejilla. Entre un asalto y otro bromeaba por el móvil con su chica: la crónica de la paliza. Por suerte, pegaban a ciegas. Para ellos era pura diversión. Pensó que podrían ser sus hijos. Quitando al negro, claro está. Jóvenes macarras. Pensó que algunos años atrás, les hubiera bastado oír su nombre para dispararse a sí mismos con tal de no tener que enfrentarse a la venganza. Hace algunos años. Cuando las cosas todavía no habían cambiado. Un instante fatídico de distracción. La bota claveteada le dio de lleno en la sien. Se hundió en la oscuridad.
—Vamos —les ordenó el pequeño—, ¡éste no se vuelve a levantar!
Pero, en cambio, se levantó. Se levantó después del anochecer, con el tórax inflamado y la cabeza confusa. A pocos pasos de él había una fuente. Se lavó la sangre coagulada y bebió un buen trago de agua ferrosa. Estaba de pie. Podía andar. Por la calle, coches con la radio a todo volumen y grupos de jóvenes que jugueteaban con sus móviles y se mofaban de su paso tambaleante. La luz azulada de mil televisores atravesaba las ventanas. Un poco más allá, un escaparate iluminado. Estudió su reflejo en el cristal: un hombre encorvado, con el abrigo desgarrado y manchado de sangre, una cabellera rala y grasienta, y los dientes podridos. Un viejo. En eso se había convertido. Pasó una sirena. Se pegó a la pared por instinto. Pero no lo buscaban a él. Nadie lo buscaba ya.
—¡Yo estaba con el Libanés! —murmuró casi incrédulo, como si acabase de apropiarse de la memoria de otro.
Le habían quitado el dinero, pero aquellos muchachos no habían notado el pasaporte y el billete. Y tampoco el Rolex, cosido en un bolsillo interno. ¡Estaban demasiado entretenidos como para registrarle a fondo! Se le escapó una sonrisa. ¡Todavía les quedaban muchos mendrugos por comer!
Aún faltaban tres horas para el embarque. Tenía todo el tiempo del mundo. El campo de gitanos distaba menos de un kilómetro.
El negro fue el primero que lo divisó. Se dirigió al pequeño, que se estaba besuqueando con su chica, y le dijo que el abuelo había vuelto.
—Pero ¿no se había muerto?
—¿Y yo qué sé? ¡Ahí lo tienes!
El hombre cruzaba sin prisa la plaza, mirando a su alrededor con una sonrisa bobalicona, como si quisiese disculparse por la intrusión. El resto de los muchachos, después de lanzarle una mirada distraída, volvieron a concentrarse en sus asuntos.
El pequeño ordenó a su chica que fuese a dar una vuelta y lo esperó con los brazos cruzados. El negro y dos más, uno altísimo, con la cara picada, y otro gordo y tatuado, lo flanqueaban.
—Buenas tardes —dijo—, tenéis algo que me pertenece. ¡Quiero que me lo devolváis!
El pequeño se volvió a sus compañeros.
—¡Por lo visto no ha tenido bastante!
Todos se echaron a reír. Él sacudió la cabeza y sacó la pistola.
—¡Todos al suelo! —dijo tajante.
El negro se agitó. El pequeño escupió en el suelo, impávido.
—Pero bueno, ¿qué pretendes? ¿Que nos echemos una siesta? ¿A quién pretendes asustar con ese juguete?
El hombre observó con aire contrito la pequeña semiautomática calibre 22 que el gitano le había dado a cambio del Rolex.
—Es verdad, es pequeña… pero sabiéndola usar…
Disparó sin apuntar previamente y sin apartar los ojos del pequeño. El negro cayó al suelo con un grito, sujetándose la rodilla. De repente se había hecho un gran silencio.
—¡Fuera de aquí todos! —ordenó sin girarse—. ¡Todos, menos estos cuatro!
El pequeño agitó las manos, como si quisiese tranquilizarlo.
—Está bien, está bien, ahora lo arreglamos todo… pero tú tranquilo, ¿de acuerdo?
—He dicho que todos al suelo —repitió lentamente.
El pequeño y los demás se arrodillaron. El negro rodaba por el suelo sin dejar de lamentarse.
—Le he dado el dinero a mi novia —lloriqueó el pequeño—. Ahora la llamo al móvil y le pido que te lo traiga, ¿eh?
—Silencio. Estoy pensando…
¿Cuánto podía faltar para embarcar? ¿Una hora? ¿Algo más? La chica llegaría en unos minutos. Podría recuperar su dinero. Venezuela lo esperaba. Le iba a costar un poco ambientarse pero… por allí no debía de ser tan difícil… sí. Llegados a ese punto, lo más sensato habría sido retirarse. Pero ¿había sido sensato alguna vez? ¿Alguno de ellos lo había sido en alguna ocasión? Además, el miedo del pequeño… el olor de la calle… ¿acaso no habían vivido todos ellos para momentos como ése?
Se inclinó sobre el pequeño y le susurró su nombre al oído. El tipo se echó a temblar.
—¿Has oído hablar de mí? —le preguntó con dulzura.
El pequeño asintió. Él sonrió. Le apoyó con delicadeza el cañón en la frente y le disparó en el entrecejo. Indiferente al llanto, al ruido de pasos, a las sirenas que se aproximaban, le dio la espalda y, apuntando a la luna bastarda con el arma gritó con todo el aliento que tenía en el cuerpo:
—¡Yo estaba con el Libanés!