Un sábado por la tarde del mes de septiembre, a la caída del sol, Scialoja y Patrizia se encontraron en el Tre Scalini de la plaza Navona.
—Me alegro de verte —dijo ella, sonriendo y besándole en la mejilla.
—Yo también.
—¡Estás estupendo!
—Tú también.
Las palomas volaban. Los turistas los rozaban indiferentes. El disco agonizante del sol teñía de rojo las fuentes. Él lucía una chaqueta cruzada oscura. Ella llevaba un abrigo gris antracita de Armani y pocas joyas de exquisito gusto. Una tranquila pareja de profesionales al final de una jornada laboral. Ella jugueteaba con un tartuffo al chocolate. Él bebía distraído un zumo de naranja. Ella le dijo que había empezado a estudiar. Leía libros. Ya no trabajaba. Ahora tenía un gimnasio en el centro. Un sitio exclusivo y con una clientela selecta.
—Me alegro —aprobó él.
Ella ostentaba las marcas de un bronceado perenne bajo una melena cuadrada recién cortada. Se había vuelto a teñir de rubio. La piel, de una tersura artificial, hacía sospechar la intervención de un hábil cirujano. Aunque tal vez, pensaba Scialoja, tal vez ni siquiera hubiese necesitado el bisturí. Quizá todo hubiese resbalado por ella sin dejar huella. Pensamiento fugaz. Patrizia hablaba por los codos. Había recuperado su antiguo nombre. El pasado estaba enterrado. Su tono alegre, excitado, delataba la felicidad que le producía aquel encuentro. Él no tenía mucho que decirle. Ella permitió que la acompañase un rato. Cuando llegaron junto al Jaguar aparcado en la calle del Anima, él reconoció el modelo y la matrícula. Era una de las joyas del parque automovilístico del Seco. En un par de meses, el tribunal se pronunciaría sobre la solicitud de secuestro.
—¡Así que estás con el Seco!
Ella giró los ojos, con una expresión de niña traviesa.
—Tiene pocas pretensiones y resuelve muchos problemas. Y, además… la vida sigue adelante, ¿no?
—Eso parece —comentó escuetamente él.
—¡La puerta siempre estará abierta para ti, madero!
Ella había buscado sus labios. Él la había besado sin entusiasmo. Ella le había entregado un manojo de llaves. Como aquella vez, en el funeral del Rana.
—Pero llámame una media hora antes —había añadido, pragmática.
Mientras la veía alejarse, se había dado cuenta que ya no reconocía su olor. Se confundía con el de las decenas de mujeres que le gustaba coleccionar. Con la misma maníaca dedicación con la que el Viejo se había consagrado a sus autómatas. Pero el Viejo era fiel a sus amores, en tanto que él se desembarazaba de ellas después de una noche. Una sola noche: ésa era la regla. Se deshizo de las llaves tirándolas a una papelera. Más tarde, mientras se cambiaba para cenar con el ministro del Interior, recordó los viejos tiempos, y se preguntó cómo había podido desear perder su alma por Patrizia. Agua pasada, en cualquier caso. Diez meses atrás, el tercer infarto había quitado al Viejo de la circulación. Poco tiempo después, Scialoja había recibido un paquete anónimo. Contenía los diarios del Viejo. La nota que los acompañaba rezaba: «¡Buen juego!». ¡Buen juego! Sí, el Viejo tenía razón. El juego era mucho más excitante que cualquier otra aventura. Le había bastado dejar caer alguna que otra alusión, una broma casual, un guiño oportuno… y aquellos que debían entender habían entendido. ¡Él tenía en su poder los diarios del Viejo! ¡Era el depositario de la historia secreta de la República! Podía hacer saltar ministros, asar en la parrilla a hombres de negocios de apariencia intachable, provocar escándalos inauditos. Podía hacer casi todo. Tenía el poder. Era el poder. Se había difundido el pánico. Scialoja había hecho un vago llamamiento a la calma. Se realizaría una limpieza, sí, pero sensata. Había casos que era imposible resolver. Otros que sólo podían resistir una verdad a medias. La continuidad en las intenciones quedaba fuera de toda discusión, al igual que la lealtad a las instituciones. Le habían creído o, al menos, habían fingido creerle. No tenían alternativa. Él tenía el poder. Él era el poder.
Mientras se anudaba la corbata, se preguntó si era mejor aceptar la oferta del ministro —director de los Servicios, o jefe de la policía, como usted prefiera— o reservarse para las próximas elecciones políticas, en las que la oposición esperaba arrasar. Los jueces de Milán se estaban agitando. Él fingía no darle importancia. Se vislumbraba un terremoto en las altas esferas. Pero, tal y como había dicho el Viejo, se produciría algún cambio y luego todo volvería a ser como antes. Seguiría la línea del Viejo. Permanecer en la sombra. En un despacho periférico, protegido por una sigla anodina, con un puñado de criminales dispuestos a saltar al menor parpadeo. ¡Ah el juego, el juego! ¡Estrujarlos con sus manos, ser el anónimo, indiferente árbitro de sus destinos!
Pero mientras entraba en el ascensor, después de controlar por última vez el nudo de la corbata, experimentó una pequeña y dolorosa punzada en lo más profundo de su corazón. El pinchazo de un alfiler, nada más. Qué extraño. En el momento de la victoria, ¿de qué oscuros recovecos del pasado emergía aquel incomparable sentimiento de derrota?