V

El Frío dejó caer el auricular y se pasó una mano por la frente. Sentía unas enormes ganas de llorar. Pero no podía hacerlo. Allí, delante de aquellos sudamericanos acaudalados y de los turistas europeos que abarrotaban el Paloma Blanca y saboreaban las lasañas regadas con robusto vino chileno, no. Delante de Roberta, que seleccionaba sonriendo las notas mientras bromeaba con los clientes habituales, no. El Cerilla alzó la cabeza de los libros de contabilidad y le dirigió una silenciosa pregunta.

—Me voy a casa —explicó—, nos vemos mañana.

Su madre había gritado al teléfono sin perder el aliento. A Gigio lo habían encontrado medio carbonizado en la carcasa de un Alfetta, bajo el puente Mammolo. El Negro decía que había sido visto en compañía de Carlo Bufones. Pero no lo repetiría jamás bajo juramento. Su madre lo había maldecido. El Frío caminaba en la noche templada evitando las bandas de borrachos que berreaban canciones haciendo tintinear las botellas contra los muros resquebrajados de Managua. El Frío se imaginaba la escena. Gigio le habría suplicado piedad mientras Carlo alzaba el cuchillo y lo hundía en su tierna juventud de cordero. Porque el Frío no había tenido piedad de Aldo, y por eso le pagaban ahora con la misma moneda. ¡Hermano, hermano, ni siquiera me despedí de ti!

Alcanzó tambaleándose la cama presidida por una gran mosquitera, y se hizo un ovillo entre las sábanas frescas de lavanda. Los domésticos debían haberse olido la tormenta, porque no los oía ir y venir como solía ser habitual, y acallaban sus voces siempre alteradas. Empezaron los temblores. El sudor frío. El médico decía que no había por qué preocuparse. Por el momento no, al menos. En cualquier caso, había que vigilarlo. Pero el Frío sentía aumentar los nódulos día a día. Crecían, y un día reventarían. La sangre infectada que se había inyectado para escapar de la cárcel circulaba por sus venas. Hacía un año que Roberta y él usaban el preservativo. No había habido más mujeres. Jamás las habría. Pero ¿por qué había vuelto Gigio? Sonó el teléfono. Dolores se asomó. Alguien buscaba al señor Álvarez. El Frío le ordenó que se marchase con un gesto resuelto. El señor Álvarez. Así lo llamaban ahora. Había sido Alves, Neto, y Tabarrón. Había aprendido el español y el portugués. Había pasado seis meses con el Bigotes en la frontera, vigilando los cargamentos de coca. Pero no había tardado en percatarse que aquello ya no era de su incumbencia. Y lo había dejado. Se había topado con un grupo de viejos colegas del Negro, torturadores que pasaban de una dictadura a otra con sus bigotes negros, sus gafas de espejo y una caravana de putas apestosas. No se habían gustado. A Roberta le recordaban las calaveras pintadas en las banderas de los piratas. Ahora tenía el restaurante y los documentos en regla que el Cerilla había conseguido en nombre de la antigua solidaridad con los sandinistas. Después, el Cerilla había tratado seriamente el suicidio. Lo habían salvado a tiempo, pero había perdido la palabra. Les ayudaba a sacar adelante el restaurante. Nunca había tenido problemas con Roberta. Sólo una discusión, hacía ya muchos años. Un chileno exiliado se había dejado caer por el Paloma. Era un tipo menudo, rollizo. Aseguraba ser escritor.

—¿Y qué libro está escribiendo? —le había preguntado Roberta.

—La historia de la amistad entre un gato y una gaviota. El gato cría a la pequeña gaviota, de forma que ésta piensa que es también un minino. Entonces el gato le hace entender que una gaviota no es un gato. Y le enseña a volar.

Roberta se había quedado encandilada y había insistido en ofrecer la cena al chileno y su compañera. Más tarde, el Frío le había dicho que, en su opinión, la historia del gato no tenía ni pies ni cabeza.

—No entiendes nada, eres un animal.

—¡Venga ya! Será un cuento para niños…

Al oír la palabra «niños» Roberta había estallado en sollozos. El Frío había comprendido entonces que, por mucho que se amasen, siempre existiría esa losa entre ellos. Se había comportado con ella en manera aún más dulce. Y la pesadumbre no había tardado en pasar. Pero se trataba de viejas historias. Agua pasada. Ahora tan sólo quedaba la cara desfigurada del cordero y su inmenso dolor. Hay cosas de las que uno no puede escapar. Tarde o temprano se acaba por pagar todo. El Frío se dirigió al teléfono y pidió línea para hablar con Italia.

Cuando le contaron lo de las llamadas, Scialoja no se inmutó demasiado. Conocía al Frío, los conocía a todos. Podría prever sus movimientos con los ojos cerrados. El Frío no tenía nada que ver con aquella historia. Hacía años que el Frío se había despedido de ellos. Era la cabeza de turco. La muerte de Gigio lo demostraba. La verdad era otra: el Dandi sale, el Búfalo abre la puerta, entra el Seco. El rastro conducía hasta Nicaragua. Un país endiablado, donde hasta era posible que el Frío se hiciese pasar por perseguido político. Mandó un mensaje a la Interpol. La policía de Managua llamó a la puerta del respetado señor Álvarez. Un mero control de rutina, dijo el oficial, casi temeroso por aquella intromisión.

—Dejadlo estar. Soy yo —dijo el Frío.

Scialoja voló de incógnito a Managua.

—A usted no tengo nada que decirle. Quiero ver a Borgia.

El comisario regresó a Roma. A Borgia se lo habían tumbado sin piedad en dos oposiciones a notario, y se había resignado a ir tirando con los delitos financieros. Cuando vio aparecer al policía, le amenazó con tirarlo por la ventana. Scialoja cerró con calma la puerta del despacho, se quitó la chaqueta y se desabrochó el cinturón.

—Con todos mis respetos, dottore, ¡ahora sí que me ha tocado usted los huevos!

El vuelo para Sudamérica partía a las seis de la tarde. Borgia pasó a recoger a su hijo a la puerta del Liceo francés. El chico charlaba con un amiguito.

—Éste es Danilo, papá. ¡Gana todos los premios!

El pequeño le tendió la mano con un gesto exageradamente circunspecto.

—Danilo… ¿qué más? —se rio Borgia, intrigado por aquel niño alto, repeinado, y de mirada serena.

Al oír el apellido, Borgia palideció. Alzó los ojos y se encontró cara a cara con el Maestro, impecable con su gabán de alta costura.