La mañana de su último día, sumergido en el jacuzzi, el Dandi se sentía rebosante de una energía ilimitada. Había llegado el momento de librarse de toda la basura del pasado. Empezaba una nueva vida. Había trabajado duramente, pero ahora el engranaje estaba listo para funcionar por sí solo. El dinero limpio superaba a los ingresos por usura y máquinas tragaperras. Podía desmarcarse sin correr peligro alguno. Las ganancias que le habían procurado los terrenos habían sido reinvertidas sin trampa ni cartón. Dos fábricas de vaqueros, una cadena de lavanderías, un hotel en las termas de Abano, un complejo urbanístico en el Gargano, un centro turístico de ensueño en el que estaban interesados varios jeques del petróleo. La lista de las propiedades que controlaba, bien directamente, bien por persona interpuesta, se alargaba día a día. Podía permitirse salvar, por puro capricho, un restaurante al borde de la quiebra en pleno centro histórico. Sólo porque los propietarios, dos ancianitos con un pie en la tumba que intercambiaban mensajes de amor y apelativos cariñosos, le resultaban simpáticos. Podía permitírselo todo. Era el número uno. El Dandi planeaba un futuro de viajes y de alegre serenidad. Seguía dándole vueltas al cine. Había despedido a aquel inútil del Sultán, que sólo servía para chupar dinero que, inevitablemente, iba a parar a su insaciable nariz. Se había presentado a un auténtico productor con un montón de fajos y una propuesta sensacional. Las negociaciones estaban en curso. ¡El cine! Se acabaron las pistolas. Se acabó la cárcel. ¿Retirarse? ¡Y por qué no! Había dado ya mucho a todos, era justo que ahora pudiese disfrutar de los frutos… Se acabó el videopóker. Se acabó la usura y las partidas amañadas. Sería tan generoso en el abandono como lo había sido en el triunfo. El único, el invencible, el predestinado. El Dandi pensaba en una libertad sin condiciones. El empleado filipino le anunció la visita del Negro. El Dandi lo recibió en bata, tumbado sobre la nueva chaise-longue de piel de pecarí.
—Bonita, ¿eh? Pertenecía a Rock Hudson. La usaba para follarse a sus amiguitos…
—Murió de mala manera.
—No soy supersticioso —dijo riendo el Dandi—, ¡además tenemos gustos diferentes! ¿Puedo ofrecerte algo?
—Un té. Sin azúcar.
Obedeciendo a un ademán del Dandi, el filipino se alejó silenciosamente. El Negro le entregó el maletín con los ingresos de la semana y se acomodó en la punta del sofá de diseño.
—Tenemos un problema en Nomentano. Un policía se puso chulo. El Tapón trató de llegar a un acuerdo con él, pensaba que se trataba de una cuestión de regalos, pero el tipo lo arrestó. Miglianico lo sacó de inmediato, naturalmente, pero mientras tanto la sala de videopóker ha quedado bajo secuestro…
El Dandi hizo un gesto vago.
—Creo que deberías hablar con el Peludo… —concluyó el Negro.
Ramón sirvió el té. El Negro dio un largo sorbo al líquido hirviendo. El Dandi le dijo que se retiraba del negocio de las salas de juego.
—¿Hablas en serio?
—Hoy me reúno con el Seco por el tema de los poderes. Para vosotros no cambia nada. Al contrario: ¡una boca menos que alimentar!
—Te veo muy seguro…
—¡Y tan seguro! No pongas esa cara… ven, te quiero enseñar una cosa…
El Dandi cogió al Negro del brazo y lo condujo al piso de abajo.
—¿Quieres saber por qué compré este palacio? Por el simple motivo de que mi madre… a quien Dios tenga en su gloria… se rompió el espinazo sacando brillo a las escaleras de una cierta marquesa de mierda… digamos que se trata de una especie de compensación… sólo la rehabilitación me costó quinientos millones… mira, éste es el salón de fiestas…
El Negro no pudo por menos que maravillarse. Todas las piezas eran auténticas, y todas habían sido dispuestas con un gusto exquisito. ¡Menudo camino había recorrido, el muy tunante! El Dandi le leyó el pensamiento y sonrió.
—Como ves, al final he vuelto a Tor di Nona. ¡Como el amo!
En la planta baja, justo al lado de la puerta cochera del siglo XVII, el Dandi había reestructurado las habitaciones de la servidumbre. Y ahora poseía una rutilante salle de jeu con un gimnasio bien equipado, un billar, un picadero para las urgencias —en caso de que a algún amigo le entrasen ganas de echar un polvo—, con espejos circulares y sábanas de raso negro, sala de baile con sitio para el disc-jockey y una pista, y una sala de proyecciones con pantalla gigante.
—Para disfrutar del cine en santa paz… ¡considérala tu casa, Negro! Y, por último, una colección de libros antiguos y raros… incluso hay una copia del que me dio el profesor… ¿te acuerdas del profesor?
—Los Protocolos de los sabios de Sión…
—Eso es. Vale un montón de dinero. Incluso lo he ojeado un poco… Negro, ¿tú creías de verdad en esas cosas?
El Negro no respondió. El Dandi empezaba a hartarse de aquel humor tan lúgubre.
—Bueno, Negro, si eso es todo… estoy muy ocupado…
—El Búfalo ha vuelto.
—Peor para él. Lo cogerán.
—Esa cita en la tienda de Savona…
—¿Sí?
—Yo en tu lugar no iría. No es seguro.
—¿Quién? ¿Savona? ¡Pero si lo salvé de la quiebra! No, no, Savona es honrado…
—El Búfalo está cabreado, Dandi.
—El Búfalo, el Búfalo, el Búfalo… me recuerdas a ese madero, Scialoja… el Búfalo debería dar gracias a la Virgen por no estar ya un metro bajo tierra…
—Sin embargo, está aquí. Y lo acompañan Ojo Feroz y el Niño…
—Con Ojo Feroz estamos en paz. En cuanto al Niño… ¿se puede saber quién es?
—Es uno capaz de todo.
Pues sí, el Negro parecía decidido a ponerlo de mala leche. De no haber sido porque era un viejo colega…
—¿Quieres entender de una vez que esos cuatro tarados no me dan miedo? ¡No pueden hacerme nada! ¡Apestan a carroña! Yo soy el Dandi… el Dandi, ¿lo entiendes? Yo he procurado el camino y la seguridad a una banda de macarras… ¡Roma me pertenece! ¿Y sabes por qué? Porque la he hecho yo, a Roma. ¡De verdad! Antes de que llegara yo no había nada, aquí pacían todos, todos… sicilianos, calabreses, marselleses, chulos, capaces tan sólo de roer los huesos bajo la mesa de los ricos… Antes de que llegara yo sólo había usureros de mala muerte y delincuentes que se cagaban encima ante el primer carabinero con un par de pelotas… ¡tú también, Negro! Con todas esas gilipolleces, que si la Idea, el Gesto, la Revolución… tú también aceptabas mi dinero… igual que los ministros, los abogados, los jueces, los comandantes con sus bonitos uniformes… si piensan que me asusto por cuatro miserables…
El Dandi gritaba. No estaba acostumbrado a que lo contradijesen. Gritaba cada vez más fuerte, hasta el punto que se le oía en todo el Trastevere. Pero el Negro no parecía impresionado en lo más mínimo.
—Nos vemos a las siete en Savona. El Tapón vendrá conmigo. Más vale ser precavidos.
—Si te veo te disparo, Negro, en serio.
—¿Cuánto tiempo hace que no llevas pistola, Dandi?
—¡No te pases, Negro!
—Tú eres el jefe. Pero yo rondaré por allí, por si acaso. Te llamo después.
Cuando se quedó solo, el Dandi se puso los vaqueros de Armani, la camisa de Battistoni con el monograma, unas gafas de espejo, una chaqueta con el escudo del club de remo, el Rolex y la cadena con la imagen de la Virgen en una medalla oval en la que estaba grabada la frase PROTEGE A MIS SERES QUERIDOS. Cogió el maletín y las llaves de la moto. Fuera, el sol de marzo resplandecía. Don Dante estaba a la entrada de la basílica.
—Le beso las manos, padre.
—¡Bendito seas, hijo! Te he dicho mil veces que no uses esas palabras…
—¡Entonces le beso la sotana, monseñor!
Don Dante tiró a dos muchachitos andrajosos que jugaban a la pelota en la entrada y lo condujo a la sacristía. El Dandi extrajo del bolsillo el cheque ya cumplimentado y se lo entregó mirando al suelo, y con la mano trémula de humildad. Gina no quería saber nada del divorcio. Miglianico le había advertido sobre la posible venganza de una mujer herida y, sobre todo, víctima de manías religiosas. La única vía era la Sagrada Rota. Que a su vez pasaba por aquel religioso ávido e hipócrita.
—¡Vamos, hijo!
—Para los pobres…
—¡Ah, los pobres! Si supieses lo duro que es para un pobre cura como yo… ¡me paso los días combatiendo para librar de manos de Satanás a esas desgraciadas criaturas!
El cura le arrancó el cheque de las manos. Leyó la cifra. Palideció.
—Tengo muchos pecados que hacerme perdonar, padre…
—Tu solicitud ha sido aceptada —susurró don Dante, apresurándose a esconder el cheque bajo un portafolio de tafilete—. La audiencia del tribunal eclesiástico ha sido fijada para el próximo mes…
Patrizia todavía estaba en la cama.
—Una noche de mierda. Tres sudamericanos hasta el culo de coca. Amigos del Esmirriado, dijeron. Unos garrulos que todavía no sé lo que pretendían, del tipo mira-que-paquete… se corrieron después de dos minutos salpicando por todas partes y después no querían abrirse…
Cuando el Tapón le había dicho que ella había vuelto a ejercer el oficio, el Dandi la había abofeteado. Patrizia no había tenido ningún inconveniente en reconocerlo.
—Me aburría. Has engordado.
Jamás la domaría por completo. Cada vez que, ocupado con sus asuntos, bajaba la guardia, ella se le escurría entre los dedos. Puta por vocación. La única persona en toda Roma que podía mandarlo tranquilamente al infierno. Su mujer. Un buen combate, no obstante. Que al final ganaría él. Como siempre.
—¿Qué haces? Tengo sueño…
Estaba excitado, el Dandi. Por el olor a cama y a cansancio, el cansancio vigilante de Patrizia. La tomó con violencia.
—En junio nos casamos. Y tú dejarás de trabajar.
Patrizia lo apartó crispada.
—Ni hablar. Ya sabes lo que pienso…
—Serás la mujer del Dandi. Y la mujer del Dandi no es una puta.
Patrizia se atusó la larga melena. Un suspiro divertido sacudió sus menudos pechos.
—¡Si soy una puta, entonces págame como se debe!
El Dandi cogió el maletín y le arrojó encima una cascada de billetes arrugados. Dinero sucio y asqueroso que había pasado por manos de empleados miserables, y altivos profesionales. Patrizia cogía los billetes a puñados y se los metía en la boca, bajo las axilas perfectamente depiladas, entre las piernas.
—Confiesa que jamás habías visto tantos —susurró, ronco, poniéndola boca abajo.
La tomó de nuevo, y esta vez Patrizia pareció participar con mayor pasión.
—¡Di que te acostarás sólo conmigo! —jadeó, mientras se corría.
Patrizia se lo quitó de encima con una sonrisa maliciosa.
—¡Eso significa que con los demás lo haré en el sótano… o en el retrete!
Le obligó a marcharse: estoy esperando al embajador, dijo, ése al que le gusta que le den latigazos.
—¿Y si le disparo en la entrepierna?
—¡Tú ya ni siquiera te acuerdas de cómo es una pistola!
Era la segunda vez que se lo decían en pocas horas. ¿Querían darle a entender algo? Pero el Dandi estaba demasiado ocupado con la libertad como para pensar en la vida. Regresó a su casa. En el contestador automático tenía dos mensajes de Miglianico y uno del Negro. El abogado lo convocaba a una reunión de la hermandad. El amigo le rogaba que lo llamase una hora antes de la cita en Savona. En cualquier caso, dejaría también un mensaje en casa de Patrizia. El Negro era un paranoico. Aunque tal vez pudiese ofrecer algunas migajas al Búfalo para quitárselo de encima. Idea fugaz. El Dandi ya no negociaba. El Dandi no tenía miedo de nada, ni de nadie. Para la reunión de Miglianico eligió un traje de piel de Versace, zapatos a medida made in London, un gabán ligero y en el meñique derecho, bien a la vista, el anillo de la logia. El abogado parecía preocupado. El Dandi notó que un raudal de gotitas de sudor perlaba su impecable moreno de lámpara. Sacó de la cajafuerte un capirote negro, el delantal y la pequeña espada, y lo invitó a seguirlo al enmohecido salón que reservaba a los clientes de poca monta.
—Ven. Te esperábamos sólo a ti.
Eran cuatro. El Dandi intercambió un gélido ademán de saludo con el Peludo. Era la primera vez que veía a los otros tres. Físico de gimnasio, cara de pijos, arrugas visibles bajo una capa de maquillaje aplicada a toda prisa. Hermanos de Milán, dijo el abogado, y añadió que, dadas las circunstancias, podían saltarse el ritual.
—De acuerdo, pero démonos prisa.
Uno de los tres nuevos, el que parecía investido de mayor autoridad, el jefe, en pocas palabras, hizo gala de la clásica sonrisa de vendedor de alfombras, mostró un calco e inició su explicación.
—Dado que los mundiales de fútbol se celebrarán, como usted ya sabe, dentro de unos meses, el consorcio que representamos, y que agrupa a un pool de empresas especializadas en la realización de infraestructuras altamente especializadas…
El Dandi le hizo una seña para que abreviara. El milanés se hizo un lío. Miglianico asumió el mando de la situación.
—Se trata de reestructurar una estación de metro y de construir y equipar cuatro edificios de servicios. Los hermanos han ganado el concurso…
—Les felicito, pero ¿que tengo que ver yo con todo esto?
El milanés carraspeó.
—El contrato ya ha sido firmado. Por desgracia, el consorcio que representamos sufre una momentánea crisis de liquidez…
—¡Ah, ahora lo entiendo! —rio el Dandi—. ¡No tenéis ni una lira para las obras!
—Dicho así suena un poco brutal —suspiró el milanés—, ¡pero es exacto!
En resumen, que le estaban proponiendo una asociación en pérdida. Los del norte aportaban los documentos firmados y él la pasta. El Dandi se encendió un cigarrillo. Echó el humo a la cara del abogado.
—¿En qué fase se encuentran las obras?
—Deberíamos empezar dentro de una semana…
—Explícame una cosa, abogado: si estos todavía están en pañales, ¿cómo van a tenerlo todo listo para los mundiales? ¡Es imposible!
Miglianico se frotó las manos.
—¿Y quién ha hablado de acabar? Lo importante es ponerse en marcha…
—¿Crees que este embrollo aguantará?
—Italia ganará el mundial y, cuando lo haga, nadie se preocupará de ciertas menudencias.
—Italia me importa un comino. A mí, sólo me importa Roma.
Carcajada general. El abogado cogió del escritorio una carpeta llena de documentos e invitó al Dandi a firmar. Riesgo cero. Protección a trescientos sesenta grados en todos los sectores: político, bancario, judicial. Cuando quería, Miglianico sabía ser convincente. El Dandi empezó a vislumbrar el lado bueno de todo aquel asunto.
—Me lo pienso y os lo digo.
La sonrisa se desvaneció de la cara del lombardo al tiempo que iluminaba la del abogado.
—Amigo mío, hermano… la lenteja no crece sin agua… y si llueve demasiado tarde, la lenteja muere…
El Dandi firmó. Ya en el pasado se había fiado de Miglianico y no se había arrepentido. Salió sin saludar. El Peludo se precipitó en pos de él. El Dandi fingió no verlo y apretó el paso.
—Una palabra, Dandi…
—Si lo dices por las salas de videopóker, habla con el Seco. Yo lo he dejado.
—No se trata de las salas. Hay un problema…
—¿Otro?
—¿Recuerdas la historia del Piojo?
—Toda Roma sabe que yo no tengo nada que ver con él…
—Bueno, he oído decir que hay un juez que piensa otra cosa…
Parecía una cosa seria, dijo el Peludo. El juez era uno de la nueva generación. Un comunista. Absolutamente incontrolable. Se decía que se llevaba bien con Scialoja. Habían iniciado una nueva investigación y esta vez estaban mirando las cosas con lupa.
—Pero la cosa se puede abortar ya en los informes de la Policía Judicial, sólo que hay que moverse deprisa…
—¿Cómo de deprisa?
—A toda velocidad…
El Dandi abrió el talonario de cheques. El Peludo se horrorizó.
—¿Un cheque? ¿Estás loco?
—¡Qué coñazo, Peludo! Mañana te pasas a ver al Tapón…
—Mañana podría ser demasiado tarde…
El Peludo le ofreció el radioteléfono que tenía instalado en el Alfetta.
—¿No tienes miedo de ser interceptado?
—¿Y por quién? ¿Por mí mismo?
El Dandi llamó al Tapón y le dijo que preparase treinta millones para el Peludo.
—Dentro de media hora, Peludo.
—Media hora es todo lo que necesito.
—Si no te importa, vuelvo a llamar.
—Es todo tuyo —dijo el Peludo antes de alejarse.
El Dandi llamó al Negro. No hubo respuesta. Entonces probó en casa de Patrizia. Ésta respondió a la décima llamada. Con la voz arrastrada, cabreadísima.
—Soy yo…
—¿Acaso hay necesidad de decirlo? ¿Qué pasa? Estoy trabajando…
—Te deseo.
—Lo siento, no me queda un solo hueco libre.
—¿Ni siquiera uno?
—Hoy no, estoy agotada…
—¿Me ha llamado alguien?
—No soy tu secretaria.
—Si llama el Negro…
—Si llama el Negro, lo invito a una quina.
Patrizia colgó con una carcajada profunda, gutural. El Dandi se sintió molesto. Patrizia estaba exagerando. Un buen combate, de acuerdo, siempre y cuando fuese él el ganador. Espera a que te conduzca ante el altar, querida… También en casa del Seco se vio obligado a firmar una pila de documentos. Concluido el robo, el Seco sirvió champán y propuso que brindasen por la amistad. El Dandi sólo se mojó los labios. El Seco se había puesto dos nuevos dientes de oro. Lucía una camisa rosa y un clavel en el ojal. El Dandi le preguntó si sabía algo de la historia del Búfalo.
—Estuvo aquí —le dijo el Seco, mirándolo fijamente a los ojos.
—¡Pues vaya miedo!
El Seco se echó a reír.
—Ya sabes cómo es el Búfalo… dice que tiene un negocio en Grecia… le presté dinero… supongo que él y sus amigos se habrán marchado ya…
—¡Dinero tuyo, espero!
—Por descontado, Dandi, jamás me permitiría…
—Muy bien, sigue así y vivirás cien años…
A las siete menos cuarto —había pasado por casa para una nueva sesión de jacuzzi— se encontró en el portal con el Negro.
—Ah, Negro, según parece, el Búfalo se ha marchado.
—Eso dicen…
—El Peludo asegura que hay problemas por la historia del Piojo.
—Hablaré con él.
—Entonces hasta mañana, Negro…
—Adiós, Dandi.
Apretón de manos. De nuevo en la moto. Faltaban diez minutos para la cita. Savona ingresaba el dinero y pasaba a ver al transportista. La entrega estaba prevista para las once. Ramón se ocuparía de ella. El Dandi tenía pensado darle una pequeña lección a Patrizia. Había exagerado, sí. Una pequeña lección, antes de poner Roma a sus pies. Las cristaleras eran preciosas. De ensueño. El toque de clase que faltaba. Las esperaba desde hacía seis meses. Estaban en casa de una famosa actriz, Sarah Bernhardt, la amante del gran D’Annunzio. Poeta y legionario, uno igual de habilidoso con la pluma que con la espada. Tal vez un día rodase una película sobre él. Tenía que acordarse de decirle al director que las filmase. Cuando hiciese su película. Pronto. Muy pronto.
A las siete menos un minuto entró en dirección contraria en la calle de los Coronari. Ojo Feroz tocó dos veces el claxon del Fiat Tipo. En el extremo opuesto de la calle, una Honda 750 con los faros apagados se puso en marcha. La conducía el Niño. El conde Ugolino, sentado detrás, apuntó. El Dandi pasó bajo el arco de luz de un letrero luminoso. Al oír el disparo, el Búfalo esbozó una leve sonrisa y se encendió un cigarrillo.