Turi Funciazza había hablado con el Maestro. El Maestro había enviado un mensaje a Palermo. Los de Palermo no habían contestado. El Maestro sabía que aquel silencio tan sólo podía significar una cosa. Técnicamente, el asunto no le concernía desde el mismo momento en el que el negocio de los terrenos había concluido y la sociedad había sido disuelta. Era posible que los sicilianos se hubiesen enojado por los intentos de separación del Dandi. Pero el Maestro era un sentimental. Sentía una viva simpatía por el Dandi. Era un fatuo, se le habían subido los humos, se daba aires de gran señor, a veces rayaba el ridículo, con aquella aspiración suya, obsesiva y casi grotesca, de lograr una inalcanzable respetabilidad. Pero, en cualquier caso, quienquiera que lo sustituyera no iba a ser, desde luego, mejor que él. Técnicamente, habría debido mantener una actitud neutral. La misma actitud neutral e indiferente por la que había optado la familia. Pero por el mero hecho de ponerlo sobre aviso no violaba ninguna regla. El Maestro seguía buscando al Dandi, cuando lo arrestaron por una vieja historia de extorsión. A un financiero de Milán, un Fulano al que habían criado, subvencionado, salvado incluso en dos o tres ocasiones de la bancarrota, le había dado por tener escrúpulos de conciencia y había empantanado a media familia. Encerrado en una celda de aislamiento, al Maestro sólo le quedaba una oportunidad: la hermandad. Se lo comentó al abogado durante la visita.
—El Dandi corre peligro. Tienes que hablar con el Viejo.
Pero el Viejo le respondió que se dirigiese al dottor Scialoja, y se negó a recibirlo. El Viejo parecía haber perdido la razón. No podía entender cómo era posible que no consiguiesen desembarazarse de él. Cada día se mostraba más loco e incontrolable. La relación que le unía a aquel policía resultaba incomprensible. Y peligrosa. El Viejo había perdido la razón y la patata caliente se encontraba ahora en sus manos. En vista de cómo estaban las cosas, el abogado Miglianico decidió que la estrategia más sabia era la del avestruz. En el fondo, el interés del Maestro era puramente personal. En el fondo, ya no se podía contar con el Viejo. En el fondo, el Dandi era un arrogante y su destino le traía sin cuidado.
Cuando el conde Ugolino fue oficialmente declarado sano y salió del manicomio, el Búfalo fue a ver al Seco y le dijo que quería reunirse con el Dandi. El Seco le pidió tiempo. Como mínimo diez días. Había que mover las cuentas para recuperar todo lo posible. Había que poner a punto un complejo mecanismo de sociedades y facturaciones. Una parte del patrimonio iría a parar, en cualquier caso, a los herederos del Dandi, pero todavía era posible poner a salvo la mayor parte del mismo. Además, desde que se dedicaba a la buena vida, el Dandi era prácticamente inabordable. El tiempo también le serviría para observar sus movimientos. Incluso había dejado de frecuentar el despacho del Seco.
—Lo único cierto es que va a menudo al Pagnottone…
El Pagnottone era un restaurante de Pairoli especializado en pescado. El Niño fue a comer allí con Rossana y aseguró que la cosa no planteaba el menor problema.
—Podemos ir incluso esta misma noche.
—¡Mira que está siempre abarrotado! —protestó Ojo Feroz.
—¿Y qué? ¡Cuatro Kalashnikov y verás dónde acaba toda esa gente!
—¡Pero si van incluso familias con niños! ¿Que pretendes, disparar también a unas criaturas indefensas?
—Ya sabes lo que dice la canción: mejor morir de pequeños…[42]
El Búfalo se opuso al plan. Y no porque tuviese algún tipo de escrúpulo moral sino porque cuando se dispara a un niño se paga. Los niños son sagrados. Como los policías, los magistrados, los curas. El Niño aguantó el sermón, pero no estaba en absoluto convencido. El Búfalo le dijo que de vez en cuando había que fiarse de la experiencia. Hay cosas que se pueden hacer y otras que, en cambio, no se pueden hacer. Hay personas que pueden permitirse todo, y otras que tienen que detenerse a tiempo. Los límites te salvan la vida.
—¡Coño, Búfalo! Menuda cultura te has echado en ese manicomio… se ve que te sobraba tiempo, ¿eh?
—Ríe, ríe. ¿Sabes quién me enseñó todo esto? ¡El Dandi, ni más ni menos!
El Seco necesitó diez días para maquillar los libros de contabilidad. Un sábado por la mañana llamó por teléfono al Búfalo, que dormía en una nave de la Laurentina.
—Pasa a firmar hoy los últimos poderes. Y esta noche a las siete vas a Savona, el anticuario de la calle Coronari, y retiras dos cristaleras.