VI

Apenas puso el pie en su nuevo despacho, Scialoja experimentó un agudo deseo de beber. Miró en derredor buscando una botella. Para calmarse se impuso cuarenta flexiones. Ascesis. Pureza. Estar a la altura de la tarea. Tenía un cuarto de baño personal. El espejo le devolvió la imagen de un cuarentón endurecido, con el pelo a cepillo, los ojos límpidos, un poco indiferentes. Sus colegas y subalternos acudieron en procesión a homenajearlo. Se libró de ellos con la dosis adecuada de disponibilidad y cortesía. Por la tarde le entregaron la nota de Borgia. La bienvenida al jefe de policía adjunto. Experimentó un secreto placer que se obligó a no manifestar, sobre todo al juez. Cenó un yogurt y jamón de York.

Las querellas habían sido retiradas. Las acciones civiles abandonadas. El procedimiento por calumnia archivado. La suspensión del servicio transformada en promoción al campo de honor. Jefe de policía adjunto, Scialoja, Nicola. Estar a la altura de la tarea encomendada. Había sido el Viejo, el que le había enviado a Sandra Belli. El que lo había hundido en la mierda. El que le había aferrado por el pelo y lo había puesto de nuevo en circulación. Una lección. Una trama. Un juego. Lo que el Viejo le pedía: manejar el juego. Hacerles bailar, saltar, arder, arruinar.

—Usted está listo. Tendrá hombres, medios, asistencia. Puertas abiertas por doquier y ningún obstáculo.

El Viejo se había quedado impresionado con la entrevista. La comparación con el doctor Strangelove le había adulado.

—No tardarán en producirse algunos cambios. Aprovéchelos. Usted será el electrón libre. No se justifique con nadie, permanezca ajeno a todo y a todos. Se producirán algunos cambios, pero a continuación todo volverá a ser como antes. Peor que antes. Esta sucia humanidad nunca cambiará. Mientras tanto… ¿recuerda? Mientras tanto, cependant… gane terreno. Suba en el escalafón. Libérese de cualquier forma de tutela…

—¿También de la suya?

—Oh, bueno, yo seguiré echándole una mano incluso desde el más allá…

El Viejo se había despedido de él con una especie de tímida caricia.

—Joda a todos los bastardos que pueda —habían sido sus últimas palabras.

Se lo debía todo al Viejo. De haber tenido tiempo, se lo habría pagado crucificándolo. Pero la muerte sería indefectiblemente más rápida.

Pidió un ordenador de última generación y encargó a un par de secretarios de confianza que se ocupasen del archivo completo de las investigaciones, desde el secuestro del barón a la evasión del Búfalo. Cuando le entregaron el aparato, vio cumplido un deseo que albergaba desde hacía varios años. Se introdujo en la memoria central y tecleó la palabra «Rolex». Zumbando, el aparato se puso manos a la obra y extrajo una lista de trescientos quince documentos. No había un sospechoso arrestado o registrado que no hubiese exhibido uno. Por no hablar de los cadáveres. Míster Rolex. La marca auténtica, el tatuaje ritual que tanto obsesionaba a los jueces penales. De no ser por ellos, la joyería Bedetti & Bandiera habría tenido que cerrar sus puertas. Pero había cosas más serias que hacer. El nombre de Patrizia aparecía en dos o tres informes. Le sorprendió comprobar que aquel nombre no suscitaba en él ninguna emoción. Había cosas más serias que hacer. Pasó horas relacionando frenéticamente los datos. En los últimos meses, la guardia financiera había llevado a cabo un excelente trabajo. Un nuevo juez estaba siguiendo el flujo de capitales provenientes del juego de azar. Una vez más, se prometió ir a verlo. Muchos hilos aparentemente inconexos se alejaban del Dandi y convergían en el Seco. El Dandi sale, entra el Seco. El Dandi trataba de desmarcarse. Se estaba construyendo una imagen de empresario por encima de las partes. El Seco era el hombre del futuro. El Búfalo libre: un electrón libre. Sonrió: había usado la misma jerga del Viejo. Empezó a redactar un informe sobre los bienes del Seco. Solicitaría su confiscación de acuerdo con la antigua ley antimafia. Directo al alma, es decir, a la cartera. Tras una noche en la que se había privado del sueño, volvió a concentrarse en tres nombres. Seco-Dandi-Búfalo. El Seco entra, el Dandi sale… Un impulso incontrolable… al menos por el momento… lo condujo al teléfono. El Dandi respondió a la décima llamada.

—¿Quién es?

—Scialoja.

—¡Ah, vaya! Si llamas por el puesto de trabajo, llegas tarde. Me acabo de hacer cargo de un nuevo tugurio…

—Si yo fuese el Seco, le pediría un favor al Búfalo.

—¿Ah sí? ¿Y qué favor?

—Tu cabeza.

—Esos dos sólo sirven para hacerme una mamada.

—Buena suerte, Dandi.

—Que te den por culo, madero.

Se lo imaginó colgando con rabia el auricular, enmarañándose el pelo, echando una ojeada al Rolex y luego, quién sabe, tal vez tirándose a Patrizia. La fría indiferencia que sintió en lo más hondo de su corazón le asustó.