V

Ojo Feroz había regresado porque se había quedado sin blanca, y el Búfalo había sido su salvación. El Niño se había hartado de Rossana: demasiado empalagosa. Además, le gustaba la aventura. Punto y basta. Compraban la mercancía al hermano de Turi, en Palermo, y al Turco. Pippo Funciazza les hacía un precio de amigo. El Turco era un contacto del conde Ugolino. Cuando era joven había sido un idealista de los Lobos Grises[41]. Se jactaba de conocer personalmente a Ali Agca. Sus condenas ascendían a trescientos años de cárcel. Había sido declarado oficialmente muerto en un tiroteo. La policía había mostrado un cadáver desfigurado. Pero el Turco había llegado a un acuerdo con los Servicios. Éstos le habían procurado una nueva identidad, armas y dinero. A cambio, él había prometido la piel del líder de los separatistas kurdos. Una bala tan grande como una casa. Una vez recibido el dinero, el Turco había liquidado a su contacto y se había refugiado en los Balcanes. Pasaba armas a los movimientos más o menos nacionalistas y más o menos libertarios que estaban alimentando la masacre en Yugoslavia. Tras la caída del comunismo, las rutas de los Balcanes se habían convertido en unas autopistas por donde circulaba de todo. El rico Occidente se proveía de cualquier tipo de cosas en el supermercado de los negocios sucios. Putas y mano de obra mal pagada para los padres. Heroína de cualquier clase y grado para la prole. El Turco no era de fiar y trataba de engañarlos por todos los medios. El Búfalo se dijo que un día u otro acabaría pagándosela. Entretanto les ayudaba a mantenerse a flote. Globalmente, el Búfalo y los suyos hacían circular de dos a tres kilos de mercancía al mes. Vendían sólo en Toscana, gracias al apoyo de ciertos amigos del conde Ugolino. El Búfalo procuraba mantenerse alejado de Roma. A causa del Dandi, afirmaba, el Niño no tenía nada personal contra el Dandi. Se conocían, pero jamás habían intimado. Si el Búfalo había decidido eliminarlo esta vez, él no tenía nada que objetar. Por encima de todo, el Niño amaba la acción. Y no entendía las razones de tamaña prudencia.

—¿El Dandi molesta? ¿Y qué problema hay? ¡Vamos y nos lo quitamos de en medio!

Pero el Búfalo decía que había que esperar. Sólo él sabía lo que estaba esperando. Mientras tanto, una vez detraídas las cuotas de Pippo Funciazza y del Turco, sobraba bastante como para darse a la buena vida. Y eso era precisamente lo que hacía el Niño: una mujer diferente cada noche, grandes cogorzas, esnifadas de coca capaces de hacer reventar la nariz, carreras en sentido contrario por la autopista. No había rareza por la que no se sintiese atraído. Porque el Niño era, él mismo, extraño. Cuando se transtornaba, resultaba incontrolable. Un Búfalo joven, aunque más limpio y más canalla. Una noche lo pillaron con un travesti. Ojo Feroz le había tomado el pelo: ¿no le daba miedo el sida? El Niño había sacado la pistola. El Búfalo lo había mirado directamente a los ojos. El Niño se avergonzaba, pero estaba decidido a no dar su brazo a torcer. Mientras el travesti trataba de escabullirse con un chillido de terror, el Niño le había disparado a una pierna. El travesti había soltado un grito y se había cagado encima. El Búfalo se había acercado al Niño, y le había asestado una patada en la entrepierna. El Niño había permanecido de pie apretando los dientes. El Búfalo lo había provocado.

—Si fueses un hombre, me habrías disparado.

El Niño había bajado la pistola. Habían llenado de dinero los bolsillos del travesti y lo habían descargado a las puertas del hospital. Después habían quemado el coche, todo manchado de sangre. No había sido divertido. El Búfalo había convencido a Ojo Feroz de que entrase en sociedad. Pasaban regularmente dinero al Seco. El correo era el Niño, quien podía ir y venir cuando quería dado que había pagado ya su deuda con la justicia. Todo un logro de la reeducación, siempre impecable, siempre solícito. Ahora bien, de eso a convertirse en un hombre… Cada vez que volvía a ver a Rossana, sentía náuseas. Pero follaban siempre. Todavía no había encontrado una que la superase en la cama. Un día, sin embargo, la refinería fue descubierta y Pippo Funciazza se dio a la fuga. Mandó a un chico con un mensaje urgente desde su refugio de Cinisi. Necesitaba dos kilos de mercancía. El correo había sido alertado ya. Si el Búfalo conseguía resolver la situación la familia le quedaría enormemente agradecida. El Búfalo se puso en contacto con el Turco. Decidieron verse a dos kilómetros del aeropuerto de Ronchi dei Legionari. El chico estaba nerviosísimo. Era evidente que Pippo estaba pasando por un mal momento y que por ello se veía obligado a recurrir a gente de aquella ralea. El Turco llegó puntual a la cita. Debía de haberse olido algo, porque dijo que tenía la mercancía, pero que el precio se había doblado. El chico le respondió que aquello era una extorsión, y le invitó a pensárselo dos veces: no le convenía ponerse en contra de ellos. El Turco soltó un escupitajo.

—No tengo miedo. Italianos de mierda. Tomar o dejar.

El Niño se movió. El Búfalo le puso una mano en el hombro y apretó con fuerza. Sabía que el muchacho llevaba la pistola cargada en el bolsillo de la gabardina.

—Está bien. Aceptamos. ¿Dónde está la mercancía?

—¿Dónde está el dinero?

El Búfalo hizo una seña al chico. El chico hizo saltar la cerradura del maletín. El Turco asintió con la cabeza, esbozó una amplia sonrisa triunfante y los invitó a seguirlo. La droga estaba en el coche, a cien metros de ellos. Mientras se encaminaban hacia él, el chico hizo un aparte con el Búfalo.

—¿Por qué has dicho que sí? ¡Es demasiado cara! Pippo se cabreará…

—Déjame hacer mi trabajo, cretino.

El Turco abrió el maletero y sacó tres bolsas de Brown Sugar.

—¿Y el dinero?

El Búfalo extrajo el revólver y le disparó en la frente.

—¡Hostia! —exclamó el chico, jadeando.

Ojo Feroz recogió las bolsas. El Búfalo esperó a que el chico se hubiese calmado, y a continuación le pasó las bolsas y el maletín, y le dijo que saludase a Pippo de su parte.

Más tarde, mientras regresaban a Toscana, el Niño le pidió perdón al Búfalo.

—Por la historia del maricón…

—Eso es agua pasada.

Dos días más tarde, Pippo Funciazza le hizo saber que a la familia le importaba un comino lo que le sucediese al Dandi. El Búfalo lo invitó a cenar en un restaurante de lujo. Por primera vez desde que había salido del manicomio, lo vieron reír. Se bebió solo casi media botella de Veuve Cliquot y anunció solemnemente que el Dies Irae estaba próximo. Sólo faltaba esperar la salida del conde Ugolino: cuestión de semanas, quizá de días.