Apoyado en un elegante bastón cuya empuñadura reproducía en una cabeza de lebrel, aureolado por las llamas que ascendían de la chimenea coronada por un Vermeer —un Vermeer auténtico o la obra de arte de un falsificador de clase—, el Viejo le comunicó que la posibilidad de jubilarse en buenas condiciones sólo había sido concedida a un puñado de privilegiados.
—¿Debería sentirme honrado? —murmuró Scialoja con frialdad.
—Debería sopesar fríamente la situación. Hace un mes era usted una especie de deshecho humano, un alcoholizado que se arrastraba de un tugurio a un puente. Hoy, en cambio, es usted un hombre preparado.
Tendría que haberle replicado: ¿preparado para qué? Pero se limitó a levantar con ademán irónico la taza de té.
—En ese caso, ¡por mi retorno a la vida!
El Viejo se apoderó con cierta dificultad de un largo atizador y se agachó para remover las brasas. Cansado por el esfuerzo, con la respiración entrecortada, se desplomó sobre un mullido sillón tapizado por una coquetona tela rosa. Había adelgazado. Tenía las mejillas rojas y hundidas. Jadeaba. Un hombre a las puertas del gran salto, pensó Scialoja.
—No espero gratitud. Le dije ya una vez que la gratitud es un sentimiento que aborrezco. Pero pretendo… exijo que usted me escuche. ¡Después, al final, la decisión es suya!
Scialoja dejó la tacita sobre la mesita, entre la pantalla sujetada por un malicioso amorcillo, y la foto enmarcada del Viejo de joven, con uniforme y gorra de paracaidista. ¿Realmente había elegido? Un mes antes, un tipo al que llamaban el Peludo le había arrancado de malas maneras su último litro de Olevano dulce. Desde entonces vivía como huésped en aquella casa, entre rústica y pretenciosa, que se asomaba a la dulce campiña de Umbria. Dos hombres y una mujer, una especie de criada, según le había parecido entender, se turnaban para vigilarlo. Le habían impedido beber alcohol y fumar. Había sido obligado a recorrer diez, a veces incluso veinte kilómetros en el campo, seguido de sus guardianes montados en un todoterreno. Guardianes armados: si les hubiese dado la ocasión, a buen seguro habrían probado encantados la eficiencia de sus pistolas. Los primeros días los había transcurrido sumergido en una especie de niebla etílica. Había opuesto un mínimo de resistencia pasiva. Simplemente para dejar claro que su condición era, a todos los efectos, la de un prisionero. A medida que el deseo de beber disminuía, había empezado a mirar en derredor buscando una posible vía de escape. Había tratado de ganarse a sus guardianes con la astucia, recurriendo a la simpatía humana. En vano. Pasados quince días, el cuerpo había vuelto a rugir como en los viejos tiempos. Empezaba a despertarse solo, al amanecer, algunos minutos antes de que sus carceleros acudiesen a sacarlo de la cama con un brusco zarandeo. Había vuelto a afeitarse. Había experimentado con sorpresa el deseo de dar largos paseos entre claros y pendientes, de disfrutar con el olor de la tierra en invierno, las lluvias repentinas, el lejano resplandor del rayo. Uno de los últimos días, al atardecer, había entrado en sintonía con el campanilleo de los animales que regresaban de los pastos. Sus mugidos le habían producido una extraña sensación: el pesar por algo que se alejaba para siempre, por un lado, y la excitación que sentía de joven al imaginarse las aventuras maravillosas, únicas, que le regalaría el porvenir. Había tratado de describir aquella sensación al menos rudo de sus guardianes, quien le había sonreído por primera vez. Y ahora el Viejo, protegido por su sillón, le decía que no sabía qué hacer con su gratitud.
—Le escucho.
El Viejo asintió con la cabeza.
—He tenido dos infartos, dottor Scialoja. Y el mismo número de comunicaciones judiciales. Pero ése no es el problema…
El Viejo estaba molesto por las reacciones ante la caída del Muro. Le irritaba aquel clima de momento previo al espectáculo que corría el riesgo de ahogar los años más emocionantes de su existencia. El austero, trágico juego anárquico a cuya construcción había dedicado cada gramo de su energía superior, transformado en una alegre opereta de disfraces. Magistrados obtusos y devotos de una insulsa fe legalitaria, que en su fuero interno babeaban por pasar a la historia como los astutos Sherlock Holmes que por fin habían resuelto el misterio del Gran Enigma Italiano. Comunistas que bramaban ante el rapto de la democracia. Halcones democristianos que reivindicaban el anticomunismo militante bajo el paraguas de la OTAN. Democristianos palomas que se interrogaban en el confesionario sobre las distorsiones de la Alianza Atlántica. Socialistas que golpeaban a diestro y siniestro mientras embocaban directos un camino tapizado de lingotes. Y todos en procesión hasta su puerta: pero ¿por qué no dimite? Pero ¿por qué no se aprovecha de las ventajosísimas condiciones que se le ofrecen? Una pensión más que digna… un espléndido aislamiento…
Y todos preguntándose, con el pánico en el blanco de los ojos: ¿hablará? ¿Habrá dejado escrito algo en alguna parte? ¿Y si un día se decidía a cantar? Gusanos. Asquerosos e inmundos gusanos. ¡Figurantes de comedia a la italiana!
Se privaba del dolor a las víctimas y del honor a los asesinos. Así, alegremente. A la italiana.
Y ese ballet de almas inocentes que provoca el orgasmo de los periodistas de mala muerte del régimen… Editor & Gran firma: cómo contribuí a la caída del Muro.
Modesta propuesta para erigir otro, más robusto y resistente. ¡Y humanitario, claro está! Pero qué sabrán, qué sabrán…
El Viejo no hablaría. Y esto lo alegraba un poco, a la par que lo entristecía también un poco. Se la llevaría consigo a la tumba, esta alegría cruel de saber, y de saber que era el único que sabía… El Viejo y sus secretos… los rojos y los fachas… ¡puaj! Que se les pudriese la sangre con su silencio, a los subhumanos… Pero algo debía perpetuarse, en cualquier caso. Un legado, una herencia, no, mejor dicho, un patrimonio…
De repente, con un impulso violento y tierno, el Viejo le tomó la mano y se la apretó paternalmente.
—Usted debe hacer algo por mí.