III

¿La libertad? Consiste en no tener límites.

El Búfalo salió del manicomio el mismo día en el que la juventud alemana derruía el muro de Berlín. Cinco días de permiso, obtenidos gracias a la intercesión de una monja sensible y a la autorización del profesor Cortina, que juraba sin avergonzarse sobre la carencia de peligrosidad social del sujeto. El abrazo del conde Ugolino casi lo hizo añicos. Turi Funciazza se limitó a un fugaz apretón de manos. El siciliano tenía el ánimo por los suelos. Se aproximaba la casación y empezaba a perfilarse la perspectiva de la cadena perpetua. El Búfalo le regaló el último frasco de coca. Se hicieron una raya y acto seguido el Búfalo le dijo que necesitaba su consejo sobre una cuestión de reglas.

—Venga pues —aceptó el siciliano con aire de hastío.

—Turi, ¿qué pasa cuando uno que no es de la familia mata a uno que sí lo es?

—¿Se puede saber quién es el idiota?

—Sólo es una pregunta… ¿qué le hacéis?

—La pregunta está de más. La familia es la familia, y quien no pertenece a ella es poco menos que una mierda. ¡Coño, romano, habla claro!

—El Dandi —recalcó el Búfalo, mirándolo a los ojos.

El Turi soltó una especie de gruñido de perplejidad.

—El Dandi no es de la familia…

—Entonces no hay problema…

—Pero es amigo de la familia…

—Entiendo. ¿Necesito su permiso?

—A veces sí, a veces no. Hay que preguntar…

—¡Y te lo estoy preguntando!

—¿Qué quieres que te diga? El Dandi es amigo del tío Carlo, pero tío Carlo está dentro… y en Palermo no todos están de acuerdo con él… fuera, el que controla ahora las cosas es el Maestro… hay que hablar con él… a veces te dicen que no hay que insistir… o en cambio la familia te hace el favor y tú se lo debes a la familia… ya te diré…

Fuera lo aguardaba un Mercedes nuevo y reluciente. Regalo del Seco. El Búfalo arrojó la bolsa al gitano con la cara cosida que lo había saludado con un ademán de respeto y se encaminó a pie hacia el Bar de la Luna. Dos años y medio de cárcel. Seis de manicomio. Los procesos. Las sentencias. La rabia. La resignación. De nuevo la rabia, aún más contundente. El pensamiento. El cartel del pequeño local lo atraía como un imán. Lo había contemplado durante seis largos años desde la ventana de la sala común. Había visto envejecer y curvarse a su anciano dueño. Su esposa, una mujer menuda y vestida de negro, había desaparecido un día. Un letrero en el cierre metálico informaba sobre su fallecimiento. Luego el dueño había vuelto a abrir, más curvado y marcado que nunca. Los guardias de la cárcel entraban en grupos y luego salían rascándose la entrepierna. Por la noche, antes de cerrar, una furcia triste se detenía a contar el dinero para el último vaso de grappa. Veranos, primaveras, inviernos, otoños… sol y nieve… estaciones pasadas observando. Soñando. Sentía ya el sabor del vino en el corazón. La libertad era como una borrachera. Apartó la cortina, como si quisiese echar una ojeada al interior del local, luego la soltó. No tenía ganas de beber. Quería dilatar hasta el infinito el breve período de tiempo que le habían concedido. Quería recuperar el tiempo que le habían robado. Quería todo el tiempo del mundo. Un permiso no es la libertad. En cuanto al pasado, que todo permaneciese tal y como lo había imaginado. En su recuerdo. Borrachera incluida. El Búfalo regresó al Mercedes. Un cansancio infinito imprimía a sus movimientos una extenuante lentitud.

—Llévame a ver al Seco —ordenó al gitano.

Luego se arrellanó en el asiento y cerró los ojos. No intercambiaron ni una sola palabra durante todo el trayecto. El gitano había puesto una cinta de música calé. Mecido por los violines y las guitarras, seducido por las voces lastimeras de ardientes mujeres, el Búfalo se hundió casi de inmediato en un sueño sin sueños.

El Seco lo abrazó y simuló darle un puñetazo a modo de broma.

—Situación contable.

El Seco disparó una cifra. El Búfalo se encendió un cigarrillo.

—¿Tan poco?

El Seco le largó la consabida letanía. Con todo lo que estaba sucediendo, era un milagro que no estuviesen pasando hambre. El Dandi se había convertido en una especie de bestia. Ya no se podía razonar con él. Controlaba hasta la última lira, se llevaba todo a la boca, sólo pensaba en sus negocios y los demás tenían que conformarse con las migajas. Era peor que en tiempos del Sardo. Peor que en la noche de los tiempos. Y quien no estaba de acuerdo acababa como el pobre Esqueleto. Un dictador: en eso se había convertido su jefe. A ese paso, todo cuanto habían construido quedaría reducido a un montón de ruinas. El Búfalo lo atajó con gesto resuelto.

—Quiero cincuenta en contante y un par de documentos en regla.

—¿No piensas volver al manicomio?

—No.

—Te buscarán…

—¿Cuánto necesitas para procurármelo todo?

—Dos, tres días…

—De acuerdo. Dentro de tres días. En el Champiñón. Mándame al gitano. Me cae bien.

El Seco se enjugó una gota de sudor.

—¿Y… el Dandi?

—Salúdalo de mi parte. Dile que me dedicaré a tomar el aire por algún tiempo. No tengo intención de crear problemas.

—Mejor así.

El Seco representaba el papel del mediador reconciliado, pero la decepción se reflejaba en su boca de culo de gallina, en los tics de su rubicundo semblante.

—Ah, otra cosa, mándame a dos putas.

Las muchachas llegaron por la tarde. Tuvieron que aporrear la puerta durante un buen rato para despertar al Búfalo. Éste contempló a las dos rubias tetonas en minifalda y medias de red. Le dijeron que no había límites: ni de tiempo ni de prestaciones. El Búfalo extrajo un par de billetes de cien mil y las mandó a casa disculpándose por la molestia.

—¡Pero si nos han pagado ya!

—No importa.

A solas, en casa, se sentía más seguro. Después de todo, seguía teniendo una casa. Una mujer pagada por el Seco se la mantenía en orden. En la nevera había comida fresca. Por la noche fue a firmar a la comisaría y después se metió en el primer cine que encontró. Proyectaban una comedia sexy. Durmió durante casi toda la proyección. Seguía durmiendo cuando la empleada del local lo zarandeó sin demasiadas contemplaciones. Durmió durante los cinco días que duró el permiso. Únicamente salió para firmar y para retirar el paquete que el gitano, puntual y silencioso, le entregó delante del Champiñón. Durmió hasta que finalizó el plazo previsto para reingresar en el manicomio. Sólo cuando el telediario dio la noticia de la evasión se sintió por fin libre.