Todo empezó con una punzada en el brazo derecho. Luego vinieron las pérdidas de equilibrio, el torbellino en los ojos y, al final, la cosa más dura de soportar: la desaparición progresiva de aquel sentido de invulnerabilidad, de aquella expectativa de eternidad que nunca lo había abandonado durante su larga vida. El Viejo tuvo suerte: la secretaria se había asomado para desearle buenas noches. Lo vio cianótico y boqueando, con una mano sobre el autómata Jugador de Ajedrez y otra sobre una plaza del Popolo de Piranesi, y media hora después el jefe de la unidad de reanimación lo declaraba fuera de peligro. Una menudencia, en definitiva. Ni siquiera había sido necesario el desfribilador.
—Y ahora descanse, se lo ruego. Reposo absoluto. Anule todos los compromisos y que no se le ocurran extrañas ideas. Esta vez se ha salvado, ¡pero la próxima podría ser la definitiva!
Maldición. Con todas las cosas que le quedaban por hacer. Con todas aquellas que jamás había hecho y que posponía una y otra vez. Con todas las ocasiones perdidas, los remordimientos ocultos en un remoto rincón de su corazón… la palabra «corazón» le provocó un acceso de rabia. La advertencia era como un golpe bajo a la clepsidra, una aceleración inesperada hacia el precipicio, un importante desgarro a la piel de zapa… ¿Tenía algún sentido, todo aquello? ¿Era la voz de Dios, la que llamaba a su conciencia, o, por el contrario, se trataba del banal desgaste de un viejo armatoste consumido por el tiempo?
Zeta fue a visitarlo al tercer día. A pesar de que se mostró solícito, era evidente que se sentía decepcionado por su rápida recuperación. Zeta aspiraba a la sucesión. Con tal de hacerle la cama, estaba inclusive dispuesto a pasarse a la izquierda. Pero el Viejo recuperaba con orgullo sus fuerzas. Estaba convencido de que, después de todo, detrás de aquella señal había un mensaje. Apresúrate, le decía aquella voz. Apresúrate todo lo que puedas. Pero limítate a hacer lo que verdaderamente deseas. Años atrás, si alguien le hubiese hecho aquella fatídica pregunta, habría respondido sin vacilar: lo quiero todo, y de inmediato. El mundo entero. El poder absoluto. La eternidad. Con el pasar del tiempo, sin embargo, la gama de sus ambiciones se había restringido peligrosamente. Pero la intensidad del deseo se había dilatado de forma desmesurada. Algunas veces experimentaba incluso un agudo e intenso dolor físico. Ahí era precisamente donde confluían los dos extremos, y el infarto se convertía en una exhortación desesperada. Apresúrate. Ahora quería carne joven y fresca. Quería una colección de cuadros de época que poder contemplar a solas en el silencio acolchado de su estudio. Quería una Coppelia de tamaño natural que llevase incorporado un mecanismo cilíndrico con las melodías originales de Léo Delibes. Quería bañarse desnudo en Marrakech. Quería morir durante un gran atracón de placer, con una última carcajada maligna. Todo lo que quería tenía un precio. El más alto. Y, sobre todo, quería jugar, maldita sea, jugar. El Viejo pidió un teléfono.
El primer garito que cerraron fue el de la calle Merulana. Las máquinas fueron secuestradas y precintadas, el gestor, un viejo ladrón con treinta años de cárcel sobre sus espaldas, fue denunciado por ejercicio del juego de azar y violación de la libertad condicional. En el lapso de una semana cayeron el Ostiense, Pietralata, calle Livorno, los Prati Fiscali y los Orti di Trastevere. El Dandi, furibundo, montó una escena a Miglianico. El abogado se reunió con Zeta en el parque del Jardín Botánico. El agente fumaba un grueso habano y estaba de un humor de perros.
—Yo no tengo nada que ver. Órdenes del Viejo. Tenéis que hablar con el Peludo.
—¿Cómo está el Viejo?
—Completamente ido. Menos mal que la jubilación está a la vuelta de la esquina.
El Peludo era la última obra de arte del Viejo. Una especie de camorrista: mínimamente pulido para que no causase una mala impresión en ciertos ambientes, pero con un fondo de brutalidad que le confería un estimable valor en caso de negociaciones, digamos, complejas. Cuando el Dandi se enteró de viva voz de que, para garantizar la protección de los garitos, el Peludo pretendía el veinte por ciento de los beneficios netos sobre las máquinas, lo estampó contra la pared. El Peludo se desasió con un movimiento de judo que tiró al Dandi al suelo. Se encontraban en el bufete de Miglianico. El Dandi se levantó blandiendo un pesado cenicero de ónix. El abogado se interpuso entre ellos. Tenían que ser razonables. Llegar a un acuerdo. La guerra no beneficiaba a nadie. Ni al Dandi, que se arriesgaba seriamente a ver diezmada su principal fuente de ingresos, ni al Peludo y a los suyos, porque si las timbas se cerraban, el daño era mutuo.
—Si la vaca no da leche, ¿qué bebe el campesino? —concluyó Miglianico, rememorando sus remotos orígenes.
Pero el Dandi no dio su brazo a torcer. El Peludo se despidió de él levantando el dedo del corazón y asegurándole que tarde o temprano tendría noticias suyas. El Dandi trató por todos los medios de ponerse en contacto directo con Zeta, pero éste no se presentó ni siquiera a dos reuniones de la hermandad. Una semana más tarde arrestaron al Negro y lo acusaron falsamente de blanqueo. El Dandi comprendió entonces que el otro era el lobo, y habló de nuevo con el Peludo con expresión de cordero.
—Está bien, pero, mientras tanto, y dado lo mal que te has portado, el veinte de antes ahora es un treinta por ciento.
El Dandi pagó. Hervía de rabia, pero el Peludo no era el Esqueleto. El Peludo era intocable. Desde un cierto punto de vista, el Peludo era un socio. ¡Pero cuánto le pesaba! Su vida de hombre de negocios se estaba llenando de desagradables sorpresas. A veces llegaba a pensar que la de delincuente era más fácil. Aun así, tardó poco en recuperarse de la historia del Peludo. El valor de los terrenos en Cerdeña estalló por fin. Todas las ventas habían sido concluidas. El Maestro le había propuesto que reinvirtiera su parte de beneficios.
—Pero puedes retirarlos también. En Palermo dicen que no hay problema.
—En ese caso, si no te importa, los retiro.
¿Quién habría sido capaz de renunciar a una ocasión semejante? ¡Un nuevo paso hacia la libertad!