I

Así va la vida. Ésta es Roma. En lugar del bar donde en el pasado eras el rey, un café abarrotado de mocosos que ni siquiera se dignan a mirarte. En el club caras nuevas que cuando haces ademán de saludarles te esquivan como si fueses seropositivo. Miradas de reojo, risitas entre dientes. Todos van a la suya, alineados y protegidos por el Dandi, ese grandísimo bastardo. Así es la vida. Ésta es Roma. Estás en el trullo y piensas: cuando salga, os vais a enterar. Sales y eres un don nadie. El respeto muere en la cárcel. Con dos liras en el bolsillo y una rabia por dentro capaz de dejar seca a una serpiente cascabel al primer mordisco. El Esqueleto se sentía como el ruso de Porta Portese que le había vendido el hierro: un superviviente. El ruso escapaba del comunismo, él de la suerte. Y del pasado. Sí, un superviviente. Un miserable. Con la casa secuestrada. Obligado a dormir en las pensiones de detrás de la estación. Se había gastado la mayor parte del dinero que le restaba en una Makarov y en una bolsa de cartuchos oxidados. Habría podido encontrar algo mejor a cambio del Rolex. Pero antes muerto con el Rolex que vivo sin él. En primer lugar se dirigió al Seco. Éste le recordó que la sociedad había sido disuelta. De las cuotas se ocupaba ahora el Esmirriado.

—¿Si te disparo, cambiaría algo?

—¿Y qué ganarías con eso? Aquí no encontrarás dinero. ¡Más te valdría organizar un asalto!

—Yo me cargo a ese bastardo. Échame una mano, Negro.

—Pensaré en ello. Mientras tanto, no hagas gilipolleces.

Apenas el Esqueleto salió por la puerta, el Seco puso al Dandi sobre aviso. Porque, a fin de cuentas, ¿qué ganaba esponsorizando a uno como aquel saco de huesos? Bastaba ver en qué estado se encontraba para comprender que, como mucho, le quedaban unos dos o tres días de vida. El Dandi le agradecería el gesto. Aquella manifestación de lealtad lo impresionaría favorablemente. Poco a poco, su desconfianza iba desapareciendo. El golpe final… porque era obvio que tarde o temprano se produciría un golpe final… tenía que llegar como el ángel del cuento, ese que pasa diciendo amén y deja al niño malo con la boca abierta y sin poder volver a cerrarla.

El Dandi envió al Tapón en calidad de mediador. La delgadez del Esqueleto, su barba larga y sus ojos alucinados daban miedo. El Tapón le entregó diez millones. El Esqueleto escupió sobre los billetes y prendió uno de cien liras.

—¿Pretendes comprarme con esta miseria, Tapón? ¡Pues sí que has acabado mal, coño! ¡Tú y el pingüino me recordáis a Don Quijote y Sancho Panza!

—¿Qué es lo que quieres exactamente?

—Quiero el treinta por ciento, un pasaporte y un billete para Sudamérica…

—Te quieres pirar… como el Frío, ¿eh?

—¡Mejor pirarse que quedarse aquí a lamerle el culo a tu amo!

—El treinta es demasiado, Esqueleto…

—¡La libertad cuesta cara!

—El treinta es una canallada, Esqueleto…

—¡Peor es una bala en el cuerpo, Tapón!

El Tapón refirió punto por punto el mensaje. Ver a un viejo compañero tan malparado lo había conmovido. Trató de defenderlo.

—Es sólo un colgado. ¡Le damos doscientos millones, lo subimos al primer avión que salga para Río, y aquí paz y después gloria!

El Seco se valió de su dulce perfidia.

—Claro que sí, está solo, no asusta a nadie… nadie le hará caso… ¡debe de estar realmente colgado! Todas esas amenazas… aunque la verdad, Dandi, ¡te debe de odiar de una manera! En fin, ¿crees que es conveniente dejar suelto a un pirado así?

El Dandi miró al Negro.

—A mí me da igual. Lo único que pienso es que si decidimos hacerlo, hay que actuar enseguida. Y bien.

—Es un viejo compañero… —insistía el Tapón.

El Dandi comprendió que la decisión le correspondía sólo a él. Por otra parte, era el jefe, ¿no? ¿Qué habrían hecho en su lugar el Libanés y el Frío? Pregunta vana. El Libanés y el Frío jamás habrían disuelto la sociedad. El Tapón tenía razón: el Esqueleto era un viejo compañero. Pero ¿cuántos viejos compañeros habían muerto por el camino a manos de otros viejos compañeros? ¿Lamentaba alguien su pérdida? ¿Quién recordaba a Satanás? ¿Y a Treintamonedas, el traidor? ¿Acaso no era él también un viejo compañero? Y aun así los había engañado sin pensárselo dos veces. Lo de viejo compañero era una expresión sin sentido. Compañero justo era ya otra cosa. Pero ¿quién está en lo justo y quién se equivoca? El Frío había eliminado a uno de los hermanos Bufones sin darle demasiadas vueltas. Sí. Pero el hermano Bufones robaba. El gemelo Bufones violaba las reglas. El Esqueleto, el pobre, se sentía una víctima… pero ¿víctima de qué? Era fácil acusar al Dandi de haberse enriquecido mientras él seguía siendo un miserable. ¡Que se enfadase entonces con Nuestro Señor, quien no había dado muestras de gran generosidad a la hora de concederle el cerebro! ¿Acaso no le habían dicho todos que para salir adelante había que razonar, invertir, hacer circular el dinero…? Delincuente de mierda, se había puesto morado de coca, así que ¿de qué se quejaba? Si les hubiese pedido ayuda con humildad, avergonzado, tal vez… pero no… toda esa arrogancia… ese aire desafiante… ¿creía acaso, el Esqueleto, que al empeñarse en ser un ciudadano de bien él, el Dandi, había olvidado de lo que era la calle? ¿Pensaba que se había convertido en un blando por el mero hecho de que hacía años que no disparaba? ¿Y bien? Disparar es como conducir un coche: una vez que has aprendido es para siempre. ¡Y ahora basta de parloteo! Él era el jefe. Y había tomado una decisión.

—O nosotros o él —concluyó el Dandi—, pero tenemos que planearlo bien. Las sospechas recaerán de inmediato sobre nosotros. Lo haremos dentro de dos días. El Maestro ha alquilado el Full para celebrar el cumpleaños de su hijo…

Los carabineros se presentaron en el Alberone un cuarto de hora después del crimen. El cuerpo del Esqueleto seguía caliente y había incluso un testigo ocular, un viejo que en ese momento salía de un ultramarinos con un litro de leche y que no dejaba de gemir de miedo. Dijo que había visto llegar una moto de gran cilindrada. Los dos que la montaban llevaban mono negro y casco integral. El que iba detrás le había disparado dos tiros en la espalda a aquel señor tan delgado, y éste ya no se había vuelto a levantar. La investigación acabó sobre la mesa del juez instructor de turno, un viejo que ni siquiera se molestó el levantarse de la silla para efectuar la inspección de rigor. Ahora que Scialoja había caído en desgracia y que Borgia se dedicaba a seguir la pista de los comerciantes que rateaban con los impuestos, un homicidio como aquél no le interesaba a nadie. Treintamonedas, que había leído la noticia en un suelto del Messaggero, escribió una carta al fiscal general: ha sido el Dandi. El Esqueleto había salido con los bolsillos vacíos de la cárcel y con ganas de vengarse. Sus compañeros, simplemente, se le adelantaron. Habrá más cadáveres. Pero Treintamonedas, era, claro está, un testigo poco fiable, no cualificado, psicopático y un sinfín de cosas más. No obstante, dos agentes verificaron sus afirmaciones. El Dandi, con el que se encontraron en el curso de una velada en el Full’80, se mostró encantador, les ofreció de beber y aprovechó la ocasión para arrojarles a la cara la cinta de la fiesta de cumpleaños: mientras el Esqueleto estiraba la pata, el Estado Mayor del Imperio del Mal brindaba a la salud de un muchachito. El caso fue inmediatamente archivado por «desconocimiento de los autores del hecho».

Ojo Feroz acabó de expiar su pena el mismo día del funeral. Antes de retirar su bolsa y la paga, pasó a saludar a Ricotta. Éste lloraba por el amigo muerto. Ojo Feroz le dio una palmada en el hombro.

—¡Pero si ya no os hablabais!

—¡Y eso qué tiene que ver! ¡Seguía siendo mi amigo!

—Se dice que el Dandi envió a dos de fuera… a dos napolitanos, por lo visto. Les dio cincuenta millones para que hiciesen el trabajo.

—No me lo creo. ¡El Dandi no puede haber hecho una cosa semejante!

—Pues sí que… ¡ahora resultará que el Esqueleto se ha suicidado!

—El Dandi no. Él es justo… son los que le rodean… ¡bastardos!

Ojo Feroz se rio de buena gana.

—Ay Ricotta… ¿sabes que me has recordado al Libanés? Una vez, mientras hablábamos de Mussolini…

Ricotta sorbió por la nariz.

—¡El Libanés! ¡Menuda obsesión tenía con Mussolini!

—Pues sí. Bueno, como iba diciendo: Líbano hablaba y hablaba, el Duce por aquí, el Duce por allá, que si construyó los ferrocarriles, que si efectuó los saneamientos, y la batalla del trigo, y las casas, y los barrios… Pero bueno, Líbano, le dije, si ese Mussolini era tan bueno, ¿cómo es posible que lo colgasen como a un ternero? ¿Y sabes lo que me contestó?

—¿Qué te contestó?

—¡Me contestó que fueron los suyos! ¡Lo traicionaron! Él no estaba al corriente de ciertas cosas… ¡no tenía tiempo! Él pensaba en el destino de la nación… ¿y sabes lo que le dije yo? Le dije: mira, Líbano, puede que haya pasado eso de verdad, pero si un jefe no sabe elegir a sus hombres… ¡la mierda es suya!

—No sé, Ojo Feroz… lo que digo es que si el Libanés siguiese vivo, jamás habría sucedido una cosa así… como tampoco habría sucedido si el Frío aún estuviese con nosotros… tengo la sensación de que los que vienen después son siempre peores…

—¡Ay Ricotta, tengo la impresión de que ese Pasolini no te hizo ningún bien!

Se abrazaron.

—¿Y ahora qué harás? —le preguntó Ricotta.

—Me voy, y luego ya veremos.

Cuando se enteró de la muerte del Esqueleto, el Búfalo abrió los brazos en señal de resignación.

—¡Hablaba demasiado!

—¡Amén! —se rio el conde Ugolino. E hincó el diente con fuerza en la pierna de jabalí que acababan de sacar del horno de las cocinas.