V

Los dos tipos que lo habían recogido una hora antes —menudos, taciturnos, venenosos, gitanos, con toda probabilidad— lo depositaron delante de una puertecita en cuya placa figuraba escrito PRIVADO, dándole a entender que su tarea terminaba en ese preciso momento. Scialoja se hurgó en los bolsillos, como si estuviese buscando algunas monedas para la propina. Pero algo en la mirada cortante del gitano más bajo le indicó que era preferible ahorrarse los chistes. Entró sin llamar.

—Siéntate —le ordenó el Dandi.

Scialoja se encendió un cigarrillo. A pocos metros debajo de ellos, en el lujoso restaurante del Full’80, asesinos y poderosos manejaban fraternalmente el tenedor, unos junto a otros, a la espera de pasar a la discoteca adyacente. Antes de que lo llevasen ante el boss había visto a una princesa de sangre real compartir su pan con el Tapón. El Negro, face to face con un famoso presentador de la televisión, había levantado irónicamente su vaso en ademán de saludo para después volver de inmediato a juguetear con los restos de una copa de caviar. Y aún había más: dos modelos, por llamarlas de algún modo, que fingían divertirse como locas con las incomprensibles bromas de un árabe con gafas de espejo. Un ministro, visiblemente achispado, que manoseaba a dos señoras de desbordantes senos. Una legión de guardaespaldas acampados en los rincones más remotos del restaurante, y que no hacían el menor esfuerzo por pasar desapercibidos. Un muchacho de rostro inmaculado lo había mirado a los ojos, susurrando algo divertido a una rubia de aire aburrido. Ella había soltado una carcajada: una risa ronca, gutural. Una risa estruendosa.

—¡Siéntate! —repitió el Dandi con el tono de alguien que está agotando una reserva de paciencia ya de por sí escasa.

Scialoja trató de recordar dónde había visto antes a aquel pipiolo. Una cara demasiado correcta como para ser auténtica. Pero aquella tarde había bebido bastante y apenas podía enfocar las imágenes, y, además, aun en el caso de que lo recordase, ¿de qué serviría? Permaneció de pie, saboreando una calada tras de otra. El Dandi resopló.

—Como quieras. Así que, se trata de esto…

—Déjame adivinar: has decidido arrepentirte y estás a punto de largar…

—¿De verdad crees que lo haría contigo? —rio el Dandi—. Pero bueno ¿te has mirado al espejo? ¡Pareces un mendigo!

Scialoja observó el suéter desbocado, los vaqueros que pedían a gritos una lavadora, la barba de dos días. Al Dandi no le faltaba razón. Últimamente se había abandonado. Una y otra vez se repetía que se trataba tan sólo de una fase transitoria. Pero él era el primero que empezaba a dudarlo. Miró en derredor y eligió un silloncito de piel roja junto al escritorio de anticuario.

—¡Vaya, por fin! Veamos, no dispongo de mucho tiempo, así que escúchame bien: con los hombres que te tocan los huevos tienes dos alternativas: o los matas o los eliminas…

¡El Dandi citando a Maquiavelo!

—¿De dónde te has sacado eso? —lo provocó.

—De la experiencia. ¡Y de este cerebro! —rugió el Dandi, rozando la sien con su dedo índice—. Pero bueno, no puedo perder tiempo contigo. Con todo lo que tengo que hacer… pues bien, hoy en día, uno no se cubre lo que se dice de gloria por quitar de en medio a uno como tú. Estás prácticamente arruinado. Acabado. Jodido. Tienes dos condenas y en apelación un montón de cosas pendientes. Has perdido hasta el colchón. Como policía y hombre vales menos que nada. ¡Y te lo mereces, porque has hecho llorar a más de uno! ¡Yo en tu lugar me pegaría contigo y adiós muy buenas! Así que, ni siquiera comprándote hago, a decir verdad, un gran negocio. No obstante, incluso en medio de una situación como ésta puedes considerarte un tipo afortunado. Porque, como alguien decía en esa película, «alguien me quiere en lo alto»… en fin, tú me entiendes, ¿no?

El Dandi dio un puñetazo en el escritorio.

—Te compro. ¡En pocas palabras: he decidido que trabajes para mí!

Scialoja soltó una carcajada. El Dandi se dejó caer sobre el respaldo de su asiento.

—¡Ríe, ríe, eso está bien! Pero bueno, nada serio, ¿eh?, ¡que no se te suba a la cabeza! Al fin y al cabo, sigues siendo un traidor. ¡Si supieses lo que me ha costado convencer a los demás! Pero, en fin, cuando al Dandi se le mete una cosa en la cabeza… algún trabajito de vez en cuando, vaya, lo justo para que te puedas pagar a esa tipa que tanto te gusta…

Scialoja cerró los ojos y trató de sopesar fríamente la situación. Sentía deseos de agujerear la barriga de aquel gran bastardo. Buscar el arma, o que alguien le dijese dónde podía encontrarla. Usarla. Ejecutarlo allí mismo, en su propia guarida. Donde se sentía más seguro. Y después, al infierno con todo. Podría alegar legítima defensa. La voz del Dandi descendió hasta convertirse en un susurro maligno.

—Sé lo que estás pensando. Sólo tienes que intentarlo. Y eres hombre muerto. Esta vez no será como en casa de Patrizia. Acéptalo, te he salvado la vida en dos ocasiones. Inténtalo y… pum, pum… ¡eres hombre muerto!

El Dandi imitó el gesto de la pistola. Scialoja apretó los puños. Jamás creerían en la legítima defensa. Le condenarían a cadena perpetua. Alguno de sus amigos lo estrangularía bajo la ducha. Tenía que sobrevivir. Una imagen de Patrizia —su modo de abrocharse el sujetador después de hacer el amor— le arrancó una vaga sonrisa.

—¿Entonces?

—Me lo pensaré.

Ella era al mismo tiempo el fugaz triunfo y la larga deriva. Debía de haber una botella en algún rincón de su casa. El Dandi se había concentrado en una especie de libro de contabilidad. Alzó distraído la mirada.

—¡Cuando te hayas decidido me mandas una tarjeta postal!

En el bar de la discoteca le dijeron que invitaba la casa. Insistió en pagar el whisky doble. Los gitanos se materializaron a sus espaldas. Los siguió con docilidad. En el centro de la pista golpeada por las luces psicodélicas se encontró cara a cara con el muchacho y con la rubia sofisticada.

—Te conozco —gritó, tratando de superar el estruendo de la discoteca.

—¿Cómo dice?

—Eres el Niño.

—¡No le entiendo!

Sujetó a la rubia.

—¿Sabe que este tipo es un asesino?

Ella sacudió la cabeza esbozando una sonrisa cohibida. Los gitanos lo alzaron por los hombros. Debía de haber una botella en algún rincón de su casa.