El disc jockey del Full’80 mezcló La isla bonita con música discotequera completamente desinhibida. Rossana pareció despabilarse.
—Tengo ganas de bailar.
—¡A tus órdenes, princesa!
El doctor Mainardi la siguió hasta la pista. Sus andares eran todo un espectáculo. Se habían conocido en una fiesta. Ella lo había mirado de arriba abajo. Él se había percatado de su tendencia a pasarse con el alcohol. A medianoche, Rossana apenas podía mantenerse de pie. Mainardi había conseguido acorralarla al borde de la piscina.
—Eres un cóctel único de yegua purasangre y pantera con los bigotes todavía ensangrentados por la última presa…
Ésta era su frase de exordio. Rossana había ladeado la cabeza a la vez que soltaba una estúpida risita. Mainardi había pensado que estaba completamente borracha. Demasiado colocada como para resistirse. La había cogido por la cintura y mientras trataba de arrancarle un beso ella lo había hecho caer al agua de un empujón.
—¡A ver si así se te refrescan las ideas, idiota! Yegua, pantera… ¡detesto a los animales!
Mainardi no se había dado por vencido. Por otra parte, estaba en juego algo que podía cambiarle la vida. Rossana era la hija de Ugo Lepore. El profesor Lepore. Propietario y único administrador de las Casas Asociadas: once clínicas de superlujo distribuidas entre Roma, Florencia y Bolonia, más una serie de homólogas en España y Grecia. Un auténtico imperio de la venda y de la cureta que un día acabaría siendo en buena parte, al menos un tercio, de aquella despampanante rubia que se contorsionaba en el círculo de las luces psicodélicas bajo las ardientes miradas de los macarras de discoteca.
La recuperación había sido lenta y fatigosa, pero al final había conseguido domarla. El matrimonio estaba previsto para el mes de noviembre. Mainardi apuntaba al gran slam. Lepore sentía una cierta simpatía por él. El Negro —después de todo, mejor tener como amigo a un tipo así— le había dado a entender que algunos de sus amigos podrían estar interesados en invertir en las clínicas. Si la situación fuese propicia. Si se encontraba al interlocutor adecuado. Mainardi se imaginaba ya en el puente de mandos. Había ideado un plan que solucionaría el resto de sus días. Mientras tanto, gananciales. Después, pasado un período de tiempo razonable, un divorcio impecable, propio de personas civilizadas. Jamás había pensado pasar con ella toda su vida. No quería a Rossana. Ni siquiera la encontraba simpática. Al contrario, si tenía que ser sincero, en su fuero interno la detestaba. En la cama era una fuerza de la naturaleza, de acuerdo. Pero quitando eso… un auténtico concentrado de lo peor del alma femenina. Perezosa, perennemente aburrida, ávida de sensaciones fuertes, inconstante, dispuesta a coquetear con todas las drogas posibles e imaginables… La clásica hija malcriada de un self-made man más acostumbrado a manejar la porra que el bisturí. Aquella noche, además, Rossana estaba, si cabe, más insoportable que nunca. Problemas con las dobles puntas y con el dobladillo de la falda, problemas con el maquillaje y con el perfume de Chanel, problemas con una amiga y con una subasta de arte, problemas con el padre y con los estudios, colgados de forma permanente. Problemas con el universo mundo que no se resignaba a plegarse de inmediato a sus deseos. ¡Ya se la metería él, la soga al cuello! Y luego, ¡fuera! Con una así sólo se podía sobrevivir con una acción estratégica del tipo coge el dinero y escapa. Mientras tanto, el baile parecía haberla relajado un poco. Mainardi le sonrió. Detestaba bailar, pero también esto formaba parte de la dura escalada hasta la cima. El pijo que llevaba unos cuantos minutos dando vueltas alrededor de ellos, eligió ese preciso momento para aterrizar en su pie.
—¡Disculpe!
—¡Tenga cuidado!
El joven, con una sonrisa triste en los labios, casi había hecho una reverencia para mostrar su pesar. Mainardi cogió a Rossana por un brazo y la arrastró algunos metros más allá. A pesar de que la música era frenética, Rossana parecía embelesada, con aquella sonrisa errante pintada en la cara. Mainardi la conocía de sobra. Era una señal de peligro. Rossana se había percatado de algo… o de alguien… y este algo… o alguien… había hecho brecha en su eterno y extenuado spleen… Siguiendo la dirección de su mirada casi se dio de bruces con la cara del pijo. Con una serie de movimientos y pasitos se había aproximado de nuevo, y ahora trataba incluso de interponerse entre la pareja…
—¡Estoy harto! —gritó tratando, en vano, de hacerse oír por encima del estruendo obsesivo de aquel ritmo.
—¡No te entiendo!
—¿Nos vamos?
—¿Por qué? ¡Yo me estoy divirtiendo!
Al final, Rossana invitó al pijo a su mesa.
—No quiero molestar…
—Pero ¡qué dice! ¿Qué tiene de malo bebernos algo juntos?
—Tal vez preferiríais estar solos…
—De eso nada, ¡siéntese, por favor!
Por si fuera poco, ahora le tocaba poner a mal tiempo buena cara. A Rossana le encantaba provocarlo, igual que detestaba que la contradijesen. De buena gana habría borrado a patadas aquella empalagosa sonrisa de la carita imberbe de ese lechuguino marca Armani. Pero no podía montar una escena. Ella no se lo perdonaría. Hubiera sido como marcar un autogol a unos segundos del final del partido. El joven era menudo, sin un pelo fuera de su sitio, charmant por naturaleza. Dijo que se llamaba Pietro. Que era estudiante de Derecho, que aquél era su segundo año como oyente. Rossana se rio y pidió champán.
—Si no os importa, me gustaría invitaros —se apresuró a decir el joven—, pero antes… si me disculpáis… tengo que hacer una llamada…
Mainardi lo siguió con la mirada. Tal y como se imaginaba, el lechuguino se dirigió al baño.
—Vengo enseguida.
—¿Qué pasa? —se rio Rossana—. ¿Es la hora de la próstata?
Ja, ja. Ríe, guapa, ríe. Ahora verá ese estudiante. El muchacho se estaba enjuagando las manos. Al verlo llegar por el espejo se volvió con una expresión de embarazo. Mainardi se aproximó a él risueño, y cuando lo tuvo a su alcance lo aplastó contra el lavabo. Por los ojos del muchacho cruzó un destello de genuina maldad. Pero Mainardi estaba demasiado ocupado con su misión como para percatarse.
—Escúchame bien, capullo. Me estás tocando los huevos. ¿Lo entiendes?
El muchacho se aseguró de que la chaqueta estuviese en perfecto orden, se atusó el pelo negro y liso, y extendió los brazos.
—Podía habérmelo dicho con mayor amabilidad…
—Esfúmate, ahora, ¿está claro?
—Tal vez la señorita no esté de acuerdo…
—Pero bueno, ¿aún sigues aquí? ¿Lo entiendes o no? ¡Fuera, fuera! Raus!
El muchacho no parecía mínimamente turbado. Al contrario, daba la impresión de estarse divirtiendo como nunca. Una posibilidad que Mainardi no había tenido en cuenta. Por otra parte, una cosa era un empujón, y otra bien distinta una pelea cuerpo a cuerpo. El enfrentamiento físico no era su fuerte. Quizá el muchacho fuese cinturón negro de kárate. Además, una paliza era altamente desaconsejable: ¡si no podía correr el riesgo de montar una escena, no digamos una bronca! Pero ahora había llegado ya demasiado lejos. Otro paso en falso y aquel enano se carcajearía en sus propias narices. ¿Cómo se lo tomaría Rossana? Decidió cambiar de método.
—Escucha —dijo en tono melifluo—, ponte en mi lugar… uno está pasando una bonita velada en agradable compañía cuando, de repente, aparece un capullo y se pone a dar la coba a su prometida…
—¡Me habéis invitado vosotros! —suspiró con suavidad el muchacho.
Mainardi se puso furioso.
—¡Ahora sí que me has tocado las pelotas! ¡Llamaré al Negro y le diré que te saque de aquí a patadas en el culo!
—¿El Negro?
—Sí. Es el dueño. ¡Y es uno que, además, no se anda con bromas, mi querido estudiante de los huevos!
El muchacho meditó por un momento, acto seguido se encogió de hombros y le tendió la mano.
—Está bien. Me he equivocado. Perdona. ¿Sin rencores?
Sin rencores. Mainardi regresó a la mesa envalentonado. Rossana ni siquiera había probado el champán.
—¿Y el chico?
—Ah, ése… me ha dicho que me despida de ti, que se tenía que marchar…
—¡Lo has echado tú!
—¿Yo? Pero ¿qué dices? Me tropecé con él y me rogó que te dijese… pero ¿adónde vas?
Rossana había cogido su bolso y se había levantado de un salto. Mainardi arrojó sobre el mantel tres billetes de cien liras y salió en pos de ella. Una vez en la calle, la encontró gracias al repiqueteo que producían sus pasos furiosos sobre el pavimento.
—¡Rossana, amor mío!
El golpe le alcanzó por detrás, en la base de la nuca. Cayó de rodillas, ensordecido como si le hubiesen disparado en los oídos un petardo de Nochevieja, e instantes después se encontró con algo metálico en la boca. Un objeto duro, con un desagradable sabor a aceite rancio. Era el cañón de una pistola. Mainardi trató desesperadamente de levantar la cabeza, pero en ese momento le llegó un segundo golpe, luego un tercero, el arma le aplastaba la garganta, y una arcada casi lo sofocó.
—¡Procura no ensuciarme, animal!
El muchacho había retirado la pistola, y ahora controlaba que no le hubiese alcanzado ninguna salpicadura. Pero todo estaba en perfecto orden. El muchacho armó la pistola y se la apoyó en la sien. Mainardi volvió a vomitar.
—Ahora escúchame bien. Si no te disparo enseguida, es porque no quiero ensuciarme el traje. Es un bonito traje y no quisiera estropearlo. No es por la sangre, ¿sabes?, ¡el problema es que las manchas de cerebro luego no hay quien las quite!
Mainardi se echó a llorar. El muchacho suspiró y puso el seguro.
—¡Venga, vamos! Por esta vez lo dejamos así. Pero si te vuelvo a ver, eres médico muerto. ¡Y lávate, que das asco!
El muchacho lo cogió por las axilas y lo ayudó a levantarse.
—Otra cosa. Si ves al Negro, salúdalo de parte del Niño.
Mainardi buscó con la mirada a Rossana. Estaba apoyada contra el Volvo, con un cigarrillo entre los dientes. No parecía mínimamente alterada por el espectáculo que acababa de presenciar. El muchacho enfundó la pistola y se acercó a ella.
—¿Asustada?
—¡De eso nada!
—¿Te acompaño a casa?
—¿Tan pronto?
—Propón algo, entonces…
—¡Quiero ver el mar!
—Me gusta el mar.
—Podemos coger mi coche.
—Te mereces algo mejor.
El Niño robó para ella el Testarossa de un árabe y la llevó a Fregene. Pasearon por la playa cogidos de la mano. El Niño le contó su historia. Ella le dijo que a los catorce años se había escapado de casa con una amiga. Habían vivido juntas durante tres meses. La amiga se chutaba. Para poder pagarse la droga se habían prostituido y habían hecho una película porno.
—Soy rica —dijo ella.
—Yo también. Me gusta el dinero…
—¿Y además del dinero?
—Muchas más cosas. Los coches. La ropa. Bailar. Los gatos. La droga. El olor del mar. La emoción. Las mujeres guapas. Pero te advierto: soy infiel y estoy un poco loco.
—¡Creo que nos vamos a entender de maravilla!
Hicieron en amor en el pinar. Al amanecer, él la llevó a casa y después aparcó el Testarossa en el mismo sitio en el que lo había robado. Mainardi se presentó en casa del Negro con la cabeza vendada. De Rossana no había ni rastro. El padre le había dicho que se había marchado de casa. El Negro aguantó resoplando sus lamentaciones y al final le comunicó fríamente que sus desgracias le importaban un comino.
—Yo no soy un alcahuete, doctor…
—¡Pero es mi novia!
—Era. Ahora está con el Niño.
—¿Qué debo hacer?
—¿Me lo preguntas a mí? Recupérala, si puedes. Pero si quieres un consejo, olvídala. ¡El Niño tiene el corazón a la derecha!