Miglianico y Vasta recibieron juntos la sentencia que negaba la existencia de una asociación con fines delictivos. Vasta se precipitó a dictar una declaración para la prensa.
—Hoy es un día magnífico para mí pero, sobre todo, para la justicia. Por enésima vez ha quedado demostrado que los teoremas construidos sobre las declaraciones del arrepentido de turno no resisten la criba de la mejor jurisprudencia. Espero que esta lección sirva de advertencia a todos aquellos que aún se obstinan en insistir con métodos obsoletos y condenados por la historia… y confío en que, con la próxima entrada en vigor del nuevo código de procedimiento, basado en el principio acusatorio, acabe de una vez por todas con el innoble abuso de la institución de la citación en complicidad…
Los periodistas anotaron sus palabras con diligencia. Miglianico cogió a Vasta del brazo con una sonrisita maligna.
—Querido colega, te felicito por este enésimo triunfo de la legalidad.
—El que te felicita soy yo, querido colega, dado que sigues este proceso desde hace cuatro años y ni siquiera te has dignado a leer un papel…
—Querido colega, dada tu experiencia deberías saber que en este mundo los papeles sirven poco más o menos que para nada…
—Yo en tu lugar procuraría no atribuirme méritos que no me corresponden… especialmente fuera de nuestro ambiente, querido colega…
—Pero ¡qué dices! ¡Si supieses cuánto me ha costado este proceso!
—Tonterías, eminente colega. Tú no has desembolsado ni una lira. La sentencia está limpia de polvo y paja.
—¿Me equivoco o me estás llamando fanfarrón, querido?
—Es evidente, querido.
—¡Deberías tener un espíritu más deportivo, querido, considerando que la única condena definitiva te la has llevado tú!
—A decir verdad, querido, a ti también te han dado una buena tunda…
—¡Todo estaba previsto, mi querido colega, todo estaba calculado!
—Adiós, colega.
—Hasta la vista, colega.
Pero el mérito de que la asociación hubiese sido borrada del mapa no era ni de Vasta ni de Miglianico, ni de la legalidad, ni de la confraternidad, o como diablos se llamase. El mérito correspondía en exclusiva al difunto Libanés. El Dandi estaba más que convencido. Había sido el Libanés el que había barrido de golpe todas aquellas gilipolleces que volvían locos a los calabreses y a los mafiosos. Pinchazos de alfiler, incisiones con un cuchillo, tatuajes rituales, imágenes quemadas, chorros de cera, juramentos sobre todos los santos del paraíso… cosas medievales… el Libanés había sido un hombre práctico, uno que pensaba en el futuro. Y, de hecho, los jueces habían sintonizado, ya que en la motivación de la sentencia habían escrito: pero ¿qué clase de asociación puede ser ésa si sus miembros no juran? ¿Si se matan alegremente unos a otros? ¿Si ni siquiera tienen una sede social, y cuando tienen que planear algún homicidio se reúnen en el bar de debajo de casa? Una asociación romana, les habría contestado el Libanés, con su inolvidable sonrisa, ¡nosotros no somos gente de gorra y lupara[39]! Pero es que los jueces, además, habían superado sus mejores espectativas. ¿El depósito de armas? Sí, puede que existiese y que fuese usado con regularidad, pero lo único que probaba era que aquellos criminales habían encontrado un cómodo escondite para la artillería. Por si fuera poco, al Rata y a Treintamonedas los habían tratado como dos carroñas putrefactas. ¡Claro que ni siquiera él se esperaba una victoria tan aplastante! Hasta la mercancía del Perilla había acabado hundiéndose en el mar de certeza del Derecho. El Rata había dicho: id. Los maderos habían ido y habían encontrado tanto al Perilla como a la mercancía. Pero si el Rata estaba loco, ¿quién había entregado aquella droga al Perilla? ¿El Espíritu Santo? No. La verdad es que los arrepentidos repugnaban a todos. Incluso a ciertos jueces. A los buenos. A los que razonaban como auténticos hombres. A veces parecía que entre aquellos dos mundos, el de la calle y el de los palacios, no existiese a fin de cuentas una distancia tan considerable. Ésa era otra de las razones por las que el Dandi no veía la hora de dar el gran salto. En el fondo era posible ser iguales. Bastaba ponerse de acuerdo sobre las premisas. El Dandi se sirvió una nueva copa de Crystal y brindó por su juez ideal. Uno con el que beber a gusto y tal vez incluso follar a gusto. Estaba disfrutando del mejor cumpleaños de su vida. La villa del Seco, requisada para la ocasión, resplandecía con una iluminación digna de Hollywood. Al Dandi le divertía humillar a su socio. Se había regodeado con la expresión aterrorizada del dueño de la casa que acaba de ser declarado persona non grata. La orquesta tocaba sobre el estrado alternando las melodías más duras con las baladas del pianista. La organización había causado una cierta tensión con Patrizia. Ella se había encaprichado con Venditti. Decía que las canciones románticas le metían en el cuerpo una extraña sensación. Él habría preferido a Amedeo Minghi. A continuación había resoplado, Venditti no me gusta, es un jodido rojo. Patrizia le había hecho escuchar Grazie, Roma y el Dandi, conmovido hasta las lágrimas, había decidido reconsiderar la situación. Pero cuando hizo su propuesta al mediador de un mediador de uno que aseguraba ser amigo personal de la estrella, le respondieron que Antonello se negaba a actuar en fiestas privadas. El Dandi pensó que sería divertido comprar la casa discográfica y despedirlo a patadas. Entonces le propuso a Patrizia el Califa. Ella no daba su brazo a torcer: o Venditti o nadie. Al final renunciaron a los nombres famosos y se conformaron con algo menos complicado. Y no para ahorrar, sino para evitar líos. Por otra parte, aquéllos eran unos excelentes profesionales procurados por su viejo amigo el Sultán. El Dandi no había renunciado a la idea de dedicarse al cine. Financiaba al Sultán, que tenía una cierta experiencia en aquel sector, para que éste pudiese poner en pie su proyecto. Sería una historia de sexo y violencia. Una historia sobre la calle. Un modo de ganar dinero contando la aventura de un puñado de hombres con huevos. Gente dispuesta a todo. Al final sólo uno de ellos saldría bien parado. Él. Para el papel de protagonista había pensado en Al Pacino. ¡Y en lo que podía costar! Entretanto, el Sultán había conseguido para la velada un grupito de aspirantes a actriz. Puede que incluso alguna de ellas fuese puta a tiempo parcial, pero los invitados tenían derecho a divertirse. Pagaba el Dandi. Podía permitírselo. El Maestro paseaba solo por el jardín. El Dandi le ofreció una bebida. Casi no se habían vuelto a ver desde aquella noche de hacía un año. Nadie del lado siciliano había dado señales de vida. El Maestro lo protegía en silencio. El Maestro estaba de un humor sombrío. Aceptó la copa de champán y esbozó una media sonrisa.
—¿Es cierto que se han jodido a Ricotta y al Frío?
—El Frío desapareció sin pagar la última cuota y ese caballero de Vasta hizo caer el recurso. En cuanto a Ricotta… bueno, la historia de los hermanos Gemito estaba ya más que liquidada. Ahora que es definitivo veremos qué podemos hacer con la ley Gozzini y las acumulaciones… o algo por el estilo…
—¿Y los demás? El Búfalo, el Esqueleto…
—El Esqueleto está acabando de expiar una antigua acumulación. Ojo Feroz todavía tiene que pagar por la evasión. En cualquier caso, los demás no cuentan.
—Desde luego no se puede pedir más…
—¡Eso parece!
—Me gustaría poder decir lo mismo…
El Maestro estaba preocupado, más aún, angustiado. Protegía al Dandi a la par que se protegía a sí mismo. Allí abajo algunos estaban perdiendo la cabeza.
—Pero bueno, Maestro, ¿se puede saber qué te corroe? ¿Es por ese hippy que han tumbado en Trapani? ¿Ese de Lotta Continua[40] que hablaba en la radio?
—No, en eso no hemos tenido nada que ver, no…
—¿De verdad?
—Lo prometo. No. El problema es ese juez que mataron la semana pasada…
—No es el primero. Además, según parece se lo merecía, ¿no?
—Sí, estoy de acuerdo… la mayoría del jurado recibía dinero de los de abajo. Él se dio cuenta y ¿sabes lo que hizo? Atrancó las puertas de la estancia del consejo y los retuvo hasta que pronunciaron el veredicto que quería él…
—Bueno, en ese caso…
—De acuerdo, pero ¿qué tenía que ver con todo eso su hijo inválido?
—¿También lo mataron a él?
El Maestro asintió pensativo con la cabeza. Le contó que el tío Carlo, al enterarse de la noticia, había exclamado: «¡Bendito sea Dios! Esa criatura no se podía quedar sola». En fin, que, según el Maestro, el tío Carlo estaba exagerando. El Dandi convino, pero estaba demasiado contento como para dejarse influenciar por su mal humor. Le ofreció educadamente más champán, una chica, una raya de coca, lo que quisiese, vaya, con tal de que dejase de lloriquear. Pero el Maestro, con la misma educación, le dijo que prefería volver a casa.
—Ha sido un día duro. Y Danilo tiene mañana una prueba de piano.
El Dandi lo contempló mientras se alejaba, agachado, ansioso e inquieto. Saltaba a la vista que el Maestro, a medida que el hijo crecía, se iba embobando más y más con él. Él no quería saber nada de ese tipo de preocupaciones. Por eso había elegido a una como Patrizia.