Dos horas después de la publicación del suplemento dominical del Corriere Romano, Scialoja fue suspendido de sus funciones. Sus declaraciones habían desencadenado una auténtica barahúnda institucional. Se anunciaban interrogaciones parlamentarias. Los responsables de los servicios de seguridad habían difundido notas furibundas. El presidente de la comisión sobre atentados exigía una audición inmediata. Los colegas de Palermo y Milán, protegidos por el anonimato, habían hecho saber que, si bien no estaban de acuerdo con la forma, compartían en lo esencial sus palabras. El abogado que el sindicato policial había contactado a toda prisa aconsejaba un tajante desmentido, seguido de una querella contra la periodista. Scialoja le había explicado que no era posible: el artículo reproducía fielmente sus palabras. Ambos se habían visto. Él había empinado el codo y había dicho aquellas cosas. Las había dicho porque las pensaba.
—Si las condiciones son éstas, la posibilidad de salir bien parados de este asunto es mínima. Puedo demorar el proceso, pero tarde o temprano tendrá que pagar.
Scialoja había descolgado el teléfono. Ahora su cama estaba impregnada con el perfume de Patrizia. Hacía frío, pero no había querido que encendiesen la calefacción. Estaba oscuro, pero prefería permanecer con las luces apagadas. Patrizia había ido corriendo a su casa después de haber visto el telediario de la tarde. Vestía un suéter de cuello alto rojo que resaltaba la línea maliciosa de sus senos, y una suave falda de cuadros escoceses. El pelo recogido en la nuca, sin una gota de maquillaje, parecía la clásica chica de la puerta de al lado. Una chica de la puerta de al lado buena, afectuosa, de corazón tierno y dispuesta a consolar al héroe afligido. Con la cabeza hundida en su regazo, Scialoja le había contado el mínimo indispensable. Había una vez una muchacha llamada Sandra Belli. Había hecho fortuna en París. Había regresado con un apellido nuevo y con un trabajo prestigioso, enviada por un importante periódico. Le había agradecido cierto favor que él le había hecho en el pasado. Él la había esquivado. Habían transcurrido juntos una agradable velada, quizá demasiado etílica. Ella le había jugado una mala pasada, lo había jodido.
—Pero ¿por qué lo ha hecho? Tú la ayudaste…
—Puede que alguien se lo haya pedido. Puede que uno de tus amigos.
—No puede ser, me habría enterado.
—O quizá no podía soportar la idea de estar en deuda conmigo…
—Deberías partirle la cara.
—¿Para qué? ¡Ahora ya no tiene remedio!
Patrizia no conseguía entender su resignación. Casi parecía feliz, como si se hubiese quitado de encima una losa.
—¿Y ahora qué harás?
—No lo sé.
—Tomémonos unas vacaciones. Marchémonos juntos a alguna parte. Como aquella vez, en Positano…
Scialoja le acarició una mejilla.
—Patrizia —susurró—, cuando vi a Sandra, después de todos estos años, lo primero que pensé fue en llevármela a la cama. Habría dado diez años de mi vida por tirármela…
En la oscuridad, sintió que Patrizia se ponía tensa. Sintió su deseo de desasirse. La aferró por las muñecas. Se las apretó con fuerza.
—Pensaba en nosotros dos, ella y yo, en la cama. En esta cama, o en un hotel, o en un portal, o en el asiento de un coche… ¿qué más da? No pensé en otra cosa durante toda la noche. Ella que vuelve y yo que me la tiro. Y Sandra no es la única. Me sucede siempre, ¿sabes? Cada vez más a menudo. Con todas las mujeres con las que me topo. Quisiera llevarme a todas a la cama…
Patrizia lo apartó con gesto resuelto.
—No tengo ganas de escucharte.
—En cambio tienes que hacerlo —prosiguió él sin cambiar de tono—, porque en todas las demás mujeres sólo veo a una sola. A ti.
—Quiero un cigarrillo —dijo ella quedamente—, quiero algo de beber.
—Eres la única que deseo.
—Puedes tenerme cuando quieras.
—Pero jamás conseguiré convertirme en lo más importante de tu vida.
Patrizia abandonó la cama con un escalofrío. Recogió el abrigo de pieles y el bolso, y se encendió un cigarrillo.
—Ya sabes dónde me puedes encontrar —le espetó.
Él la dejó marcharse.
Dos muchachos del Campo dei Fiori se la restituyeron al Dandi en el corazón de la noche. El ojo derecho, entornado, estaba hinchado y había adquirido un tono azulado.
—Estaba montando un número con un marinero. Menos mal que el camarero la ha reconocido, de otro modo la habrían arrestado. Hemos tenido que recurrir a la fuerza porque no quería soltarse…
El Dandi consideró con cierta repulsión el suéter desbocado, las medias desgarradas y el penetrante olor ácido y dulzón, y acto seguido bendijo a los dos muchachos.
—Ah, otra cosa, Dandi…
—¿Qué pasa ahora?
—El Jaguar… ¡si supieses en qué estado ha quedado!
—Los asientos completamente reventados.
—La radio arrancada.
—Y alguien ha orinado dentro.
El Dandi arqueó una ceja.
—Está bien, he entendido, ¡y ahora desapareced!
Borracha más allá de cualquier posible decencia. Completamente colocada. Una sonrisa de loca, de maldad, que le alteraba los rasgos. Y aquella frase, que repetía sin cesar entre risas y eructos:
—¡Lo más importante de mi vida! ¡Lo más importante de mi vida!
El Dandi sabía que, en ciertos casos, era mejor abstenerse. Dejó que se desahogase: a fin de cuentas, ¿cuánto podía durar en el estado en el que se encontraba? Tras diez minutos de letanía, Patrizia se desplomó sobre la moqueta. El Dandi la desvistió y la metió en la cama. Al verla desnuda, sucia, con los labios resquebrajados, el pelo seco y la respiración entrecortada… a ella, que cuidaba tanto las formas, que todavía seguía enviándolo a la ducha cada santa vez… le entraron unas ganas indescriptibles. Empezó a desnudarse. Al fin y al cabo, era suya, ¿no? Pero Patrizia se quejó entonces suavemente, con un gemido casi infantil, y el deseo se transformó en un tierno pesar. De forma que fue a invernar en el sofá de dos metros que acababa de recoger de la tienda de muebles de la calle del Pellegrino. Eso sí, la tapicería del Jaguar la iba a pagar ella. Y con su dinero.