III

La sentencia de apelación puso en la calle al Dandi y al Tapón. Las condenas fueron confirmadas, pero para entonces la pasma había agotado su prima. Pena totalmente expiada y adiós muy buenas. Al Tapón le habría gustado poder abandonar el juego.

—¡Me atengo a la sentencia, qué más da!

Pero el Dandi tenía otros planes. Cambiar de vida. Como había hecho el Frío. Pero sin prisas. Y sin fugas. Rico, y no pobre de necesidad. Como un hombre respetable, y no como un prófugo al que perseguía la policía de medio mundo. Todo el dinero que había acumulado durante aquellos años de inteligente y cauta administración debía servir para alcanzar un único objetivo: borrar su fama de criminal. Desde la última incursión de Borgia creía ciegamente en Miglianico y los suyos. El miserable final que habían conocido las declaraciones de Treintamonedas era un signo elocuente del poderío de sus nuevos aliados. Había que presentar un recurso de casación para tumbar definitivamente a la asociación. Su certificado de antecedentes penales debía volver a ser inmaculado. El Dandi estaba harto de controles y registros. De los feroces testaferros. De tener que llevar siempre consigo certificados falsos y frascos de pastillas salvavidas que agitar en las narices de la Brigada Criminal en caso de inesperado arresto. Jamás volvería a la cárcel. El Dandi quería gestionar por su cuenta todas las actividades. Actividades que, por otra parte, debían ser perfectamente legales. O casi. En un plazo razonable de tiempo, vaya. Al principio quedaría una cierta zona gris y luego, más tarde… Mientras tanto había que cortar de forma tajante con el pasado. Algunos momentos serían más difíciles que otros. Pero el Dandi se tenía en demasiada estima como para preocuparse por las posibles complicaciones.

Dos días después de salir de Rebibbia, convocó una reunión en el Full’80. Acudieron el Seco, más flácido y grasiento que nunca; el Negro, retorciéndose a causa de los dolores que le causaba el cambio de estación; el Tapón, con un hilarante sombrero; el Esmirriado y Vanessa, convertidos ya en pareja oficial. El Dandi les expuso la situación en dos palabras.

—La sociedad se disuelve. El Esmirriado se ocupará del tráfico.

—¿Tú con cuánto te quedas? —preguntó el Esmirriado.

—Con nada.

—¿Con nada?

—Con nada. La red y los suministradores son tuyos: gestiónalos como quieras. Incluidos los contactos del Seco y cualquier otro canal del mercado. Pero a partir de ahora el personal es cosa tuya. Te corresponde a ti decidir si darles una parte y cuánto. Haz lo que quieras. Nosotros nos quedamos al margen. A partir de hoy la droga es de tu sola incumbencia.

El Esmirriado quiso saber algunos detalles antes de aceptar. El Dandi le aseguró que seguirían siendo amigos y que, en caso de necesidad, podían echarse una mano. Pero se acabó la caja común. Se acabaron los negocios a medias. Se acabaron las obligaciones recíprocas. Se abrazaron. El Dandi besó a Vanessa en las mejillas.

El Negro pidió información sobre el videopóker.

—Todo sigue como antes —lo tranquilizó el Dandi.

El Negro asintió. El Dandi se quedó a solas con el Seco. El Dandi se encendió un cigarrillo y le soltó el humo a la cara. Sabía hasta qué punto detestaba el Seco el olor a tabaco. El Seco tosió.

—Hemos renunciado a un montón de dinero, Dandi.

—¿Te refieres a la droga? Ya no la necesitamos. El juego rinde más y con él no nos arriesgamos a pasar veinte años en la cárcel… déjame echar un vistazo a la contabilidad…

El gordo le mostró un libro imponente y empezó a parlotear sobre inversiones, préstamos, garantías, fideicomisos, créditos a recuperar, acciones maravillosas. El Dandi le preguntó a cuánto ascendía exactamente el capital.

—No entiendo la pregunta…

—Si decidiese venderlo todo, ¿cuánto recibiría a cambio?

El Seco disparó una cifra. El Dandi frunció el ceño.

—¿Tan poco?

—Mira que en una clasificación de los ricos italianos estaríamos entre los primeros…

—¿Estaríamos?

El Seco se enjugó una gota de sudor.

—Me refería a nuestro dinero, claro está…

—Y yo sólo al mío, claro está… ¿cuánto es mío y cuánto es tuyo?

—Bueno, así, de buenas a primeras…

—Escúchame bien: la mitad exacta de todo… y digo todo… la transfieres a una cuenta extranjera a nombre de Gina. Cuando todo esté listo, te la llevo y la hacemos firmar. El resto sigue administrándolo como siempre. Pero quiero la mitad de todo lo que entre de los negocios, ya sean antiguos o nuevos, en esa famosa cuenta… ¿está claro?

—¡Ni hablar, eso es un asalto! —estalló el Seco.

—¡Vaya con el Seco! ¡Mira cómo se envalentona con sólo rozarle la cartera! Serías capaz de todo por dinero, ¿verdad Seco? ¡Traidor!

El Seco cerró los ojos y aferró los brazos del sillón. Pero el Dandi no tenía ninguna intención de ponerle las manos encima a aquella asquerosa bola de grasa. Sin dejar de reírse, el Dandi se encendió otro cigarrillo. El Seco se esforzó para atinar con las palabras. Su tono se tornó solícito, humilde.

—Sigues enfadado por la historia de la cárcel…

—¿Quién, yo?

—¿Qué otra cosa podía hacer? ¡Ya sabes cómo es el Búfalo! Fingí estar de su parte para evitar daños mayores… ¡Yo no resisto en la cárcel, Dandi!

—¡Pobrecito!

—Bueno, pero ahora que estás aquí… todo va bien, ¿no? Haremos lo que tú digas y…

El Dandi dejó de reír. Su mirada se endureció.

—Recuerda que sigues vivo, es porque te necesito, pedazo de mierda. ¡Y sólo mientras me sigas haciendo falta!

Con el Maestro, en cambio, no hubo nada que hacer. Se encontraron en un cine de reestreno, eran casi los únicos espectadores de Érase una vez América. El Dandi había elegido la película por consejo del abogado. Miglianico tenía razón: la película no era, lo que se dice, muy reciente y en algunos momentos resultaba de una lentitud exasperante. Pero hablaba de ellos. Pasada una hora, había entendido ya cómo iba a acabar la cosa. James Woods se la metería por el culo a Robert De Niro. La amarga lealtad de De Niro le tocaba los huevos. Apestaba a derrota. Casi parecía que el director se hubiese inspirado en el Frío. El Dandi se veía como el ganador. El final era decepcionante, sin embargo. ¡Menuda tabarra con el remordimiento! ¡Si pudiese liquidar el asunto como James Woods, a buenas horas se iba a arrepentir él! Patrizia se había llevado a una amiga. El Maestro ni siquiera se había dignado a mirarla. Qué hombre tan extraño. Fiel hasta la muerte a su mujer, una mujer apagada que rara vez se dejaba ver en público. Si lo que quería era ponerlo de buen humor con el sexo, el tiro le había salido por la culata.

A la salida, metieron a las dos chicas en un taxi. El Dandi y el Maestro se fueron a beberse un whisky a la plaza Navona. El Dandi confesó que pensaba a menudo en el cine. No bromeaba, cuando se había dirigido hacía ya varios años a aquel famoso director.

—¿Quieres ser productor?

—¿Y por qué no? Podría ser conveniente incluso para vosotros. Un modo limpio y elegante de hacer circular la pasta.

—El cine está en crisis. Sólo se pierde dinero.

El Dandi sacaba a colación un proyecto tras otro, y el Maestro se los iba echando por tierra inexorablemente. El Dandi empezó a pensar que aquello iba a ser más duro de lo que pensaba. El Maestro lo escrutó con perplejidad.

—¡Por lo visto te quieres desmarcar del grupo!

—Pero ¡qué dices! Yo…

El Maestro se encendió un cigarrillo y suspiró.

—Te entiendo. De verdad. Yo también lo he pensado. Muchas veces. ¿Por qué crees que estoy tan preocupado por mi hijo? Desmarcarse… es imposible. ¡No se puede!

El Maestro le explicó que las relaciones con sus antiguos compañeros no le interesaban en absoluto.

—Pero con nosotros es diferente. Es una cuestión que me afecta personalmente. Yo te he respaldado…

—Mira que el asunto de los terrenos sigue en pie. Del dinero no se discute. Todo seguirá siendo como antes. Pero…

—Pero —lo interrumpió resuelto el Maestro—, ya no quieres ensuciarte las manos…

El Dandi asintió. El Maestro dejó el chicle en el cenicero y dio un sorbo a su whisky.

—Si mañana te pedimos que distribuyas un kilo de mercancía, tienes que hacerlo. Y si es necesario hacerle un favor a alguien… cualquier tipo de favor, a quien sea… tienes que hacerlo…

—Conozco las reglas, Maestro, pero…

—Y si no lo haces, si no te comportas bien, alguien tendrá que hacerlo en tu lugar. Normalmente le corresponde a aquel que ha salido garante por ti. E incluso en este caso no es seguro que, después… los dos… el garante y el garantizado… acaben de mala manera.

—¡Te olvidas de que yo no soy un afiliado!

—Precisamente por eso no puedes negarte…

—¿Y si alguien ocupa mi lugar?

—¿Quién?

—El Esmirriado… le he pasado el tráfico de la mercancía…

—El Esmirriado no va bien. Es demasiado impulsivo. Y a los jefes no les gusta. Ha tenido ciertas historias allí abajo… no es posible. Lo siento, Dandi…

El Dandi comprendió que por mucho que empujase jamás podría romper aquella red. La sensación de impotencia lo enfureció. El Maestro le arrojó un salvavidas.

—Informaré de tu situación. Tal vez estén dispuestos a pasarse sin ti. No sería la primera vez. ¡Pero tú procura no hacer gilipolleces!

—¡Ni por lo más remoto!

—Y otra cosa…

—Dime.

—Tienes mucha suerte, hermano. ¡Si el tío Carlo no estuviese entre rejas, mañana te despertarías en Prima Porta!