Tras obtener el sobreseimiento, el Búfalo fue enviado de nuevo al manicomio. Antes de abandonar Rebibbia pasó a despedirse de Ricotta, quien estaba bastante deprimido a causa del estacazo de los treinta años.
—Venga, Ricotta, ahora que ha sido aprobada la ley Gozzini verás como a ti también te hacen una rebaja.
—Eso dice el Dandi…
—¡Menudo es!
—¿Qué quieres que te diga, Búfalo? ¡Creo que te equivocas!
—Puede ser. En cualquier caso, quería darte las gracias.
—¡Pensaba que estabas cabreado conmigo!
—¡Pero qué dices! ¡Si me has salvado!
El Búfalo le dijo que había tenido toda la razón al oponerse a su plan. Eliminar al Dandi en la cárcel habría sido una funesta gilipollez.
—A mí no me faltan las ideas, no creas —le confió en un arrebato de sinceridad—. Es que voy demasiado deprisa. Y cuando me paro a pensar, entiendo que si reflexiono durante un momento…
—Está bien, es agua pasada —se exaltó Ricotta esperanzado—. Creo que es el momento de hacer las paces…
—Por mí de acuerdo —suspiró el Búfalo—, ¡pero el Esqueleto está que bufa!
—¡Yo hablaré con él!
—¡Está bien, cuídate, hermano!
—¡Tú también!
¡La paz! Ricotta era un auténtico ingenuo. El hecho es que las cosas, o se hacen hasta el fondo, o es menor no hacerlas. Las cosas a medias son las que arruinan al mundo. Y la impulsividad. Pero, por otra parte, ¿cómo concebir al Búfalo sin ella? Tenían que hacer las paces, sí: pero consigo mismos. Encontrar un acuerdo entre el deseo de hacer y los medios a disposición. La primera había ido mal. La segunda tenía que salir bien. No habría una tercera. Astucia, veneno. Y paciencia. Tenía que aprender del Seco. En el manicomio se encontró con el conde Ugolino y con Turi Funciazza. El toscano estaba haciendo las maletas. Tras cinco años de encierro habían decidido que ya no era socialmente peligroso. Casi trituró al Búfalo con su vigoroso abrazo. El conde salía el viernes y tenía ya planeado un pequeño asalto para el sábado por la noche.
—Un ricachón con una mansión en Versilia… ya sabes cómo son estas cosas: ¡estoy sin blanca!
Tiro Funciazza, en cambio, parecía más bien apático. El juez se había negado a concederle cinco miserables días de permiso a causa de los cargos que aún tenía pendientes. El Búfalo, con cautela, le hizo saber que tenía una cierta disponibilidad para invertir en heroína.
—Se puede hacer —asintió el siciliano—, pero desde aquí dentro no…
—Por supuesto —respondió el Búfalo, guiñando un ojo—. Necesitamos la libertad. ¡Y no sólo para esto!
Miglianico se restregaba las manos, reivindicando el mérito de un éxito histórico.
El Dandi reconoció que, si bien la apelación confirmaba el primer veredicto, el plazo para la preventiva finalizaría en siete u ocho meses. Y con la pena expiada casi por completo. No obstante, no estaba en absoluto satisfecho con la sentencia.
—¡Bueno, la verdad es que me esperaba un mayor agradecimiento!
—¿Y por qué? El Búfalo ha sido declarado loco porque ya lo estaba. Ricotta estaba jodido de antemano porque lo pillaron in fraganti. Al Frío y al resto les han dado una buena paliza. ¡Para acabar así más nos hubiera valido quedarnos con Vasta!
Miglianico puso cara de ofendido.
—Pero ¿qué te esperabas? ¿Qué os esperabais todos?
—¡Dijiste que tenías en la mano a todos los jueces de Roma!
—A todos no. A algunos. A éstos no, por ejemplo.
—No hemos ganado, abogado. Sólo ganaremos cuando caiga la asociación…
Porque, pensaba el Dandi, ahora que era una celebridad, ahora que el Búfalo se pudría de nuevo en el manicomio y que el Frío, según aseguraba el Negro, disfrutaba del sol del Caribe… ahora la asociación debía morir. Y era necesaria una muerte de verdad, una muerte en el más amplio sentido de la palabra. También en ámbito legal: había que certificar por escrito que ellos jamás habían constituido una banda. Era el único modo de garantizar un futuro para sus proyectos. Miglianico empezaba a entender.
—Lo que me pides es un poco excesivo…
—Dado lo que te pago, me parece lo mínimo. Dices que eres hermano, ¿no? Muévete entonces.
Esta decisión fue el motivo de que mandase un mensaje al Negro cuando se enteró de la absolución del Seco.
—Salúdalo de mi parte. Con afecto.
A pesar de todo lo que les había hecho, había decidido dejarlo con vida una segunda vez. Lo necesitaba. El Seco iba a jugar un papel muy concreto en la nueva vida que tenía planeada para sí mismo, para Patrizia, para los suyos. Mientras tanto, y hasta que fuese puesto en libertad, todo debía seguir como antes. No se debían repetir episodios tan desagradables como el del Búfalo. Había que conservar una apariencia de máxima confianza. En la cárcel circulaban feos rumores sobre el napolitano. Había llegado la hora de intervenir. Por eso le pasó al Negro otro mensaje.
—Treintamonedas. Hay que darle una lección. Se está pasando.
Treintamonedas estaba de pésimo humor. El Frío se la había jugado. Había temido que lo quisiese matar y en cambio ese lameculos le había sacado doscientos millones y ahora se lo estaba pasando en grande a su costa. Se había topado con el policía dos o tres veces. En el café. En la calle Laurentina, mientras buscaba a un camello renuente para ponerlo en su sitio. El comisario se limitaba a sonreírle con una carita insolente, de monito: como si dijese «corre, corre cuanto quieras, tarde o temprano acabarás aquí». No, tenía que marcharse, había llegado el momento. Pero Vanessa se oponía. Tenía miedo tanto de quedarse como de partir. Miedo del presente y del futuro. Miedo de todo, hasta de su propia sombra. Y era un miedo que paralizaba. Así no se podía seguir adelante. Los días se consumían en medio de toda aquella tensión. Él insistía para convencerla, y ella le salía con cualquier excusa. Una noche, mientras volvía a casa después de firmar en la comisaría, le dispararon desde un coche en marcha. Si hubiesen querido matarlo, no habrían apuntado tan alto. Le había parecido reconocer una silueta familiar en el interior del vehículo. A la mañana siguiente fue a ver al Negro. Lo encontró haciendo yoga inmerso en un nauseabundo aroma a incienso, y le soltó el discurso que se había estudiado durante la larga noche de paranoia que había transcurrido esnifando y bebiendo como un descosido. En sustancia era esto: quizá las cuentas no hubiesen sido demasiado rigurosas en los últimos tiempos. ¡Pero lo habían dejado tan solo! Solo con la responsabilidad de la caja y de la gestión del tráfico, y con todos aquellos líos que estaban sucediendo en la cárcel… a pesar de todo, su lealtad quedaba fuera de toda discusión. Y si había algo que no funcionaba, ¿por qué no hablar de ello abiertamente, como se suele hacer entre caballeros? El Negro lo dejó desahogarse, acabó el ejercicio y a continuación lo escrutó con sus fríos ojos.
—Pero ¿qué estás diciendo, Treintamonedas? No te entiendo…
—Ayer por la noche me dispararon.
—¿En serio? Habrán sido unos borrachos… por otra parte, ¡cuando uno cumple con su obligación, no debería tener nada que temer!
Treintamonedas entendió que la cosa se estaba poniendo negra, negrísima más bien. Decidió apresurarse. Si Vanessa no quería seguirlo por las buenas, la raptaría. Había que distribuir un último cargamento, ocho gramos de Peshawar que había depositado en casa de un macarra de Tor Bella Monaca, el Chola Podrida. Mercancía de la banda, pero después de lo que le habían hecho no se merecían ni una lira. Tenía la caja, tenía la droga, tenía los documentos. ¿A qué esperaba? Llamó por teléfono a Chola Podrida y le dijo que la vendiese de inmediato, esa misma noche, a los calabreses del Montagano.
—¡Pero si ésos nos dan la mitad!
—¡Y qué más da! Quiero el dinero en casa a medianoche. ¡Muévete, venga!
Treintamonedas no sabía que hacía ya un poco de tiempo que Chola Podrida era objeto de las atenciones de Scialoja. El agente que interceptaba las llamadas captó ésta a las siete y media. A las nueve y cuarto una patrulla procedente de Giardinetti aporreó la puerta de la casa de Chola Podrida. El macarra alzó las manos y pronunció una única y devastadora frase:
—Yo soy sólo morralla, dottore. Quien paga es Treintamonedas.
—¡No me digas! —replicó Scialoja con una sonrisa de tiburón.
Lo detuvieron esa misma noche. Cuando los agentes a las órdenes de Scialoja irrumpieron en su casa, el napolitano recordó el milagro de san Jenaro. Esa sangre que parece de piedra y que, inevitablemente, se licúa cuando llega el momento. Una señal divina.
—Quiero ver al juez —imploró.
Borgia se presentó en la comisaría al amanecer. Lo esperaba Scialoja con semblante petrificado. Los dos hombres se miraron durante un buen rato, acto seguido Borgia le tendió la mano derecha. Scialoja se la estrechó con cálido vigor. Sobraban las palabras. Todo empezaba de nuevo.
—Dottore —sonrió Treintamonedas—, ¡yo les diré todo, pero olviden a Vanessa!