También ellos buscaban al Frío. Tanto el Búfalo como el Dandi hicieron lo posible por contactar con el fugitivo. El Frío en libertad era una baza a jugar en una partida que seguía abierta. Un valioso aliado y un peligroso enemigo: había que determinar cuál de las dos cosas era. Para Roberta empezó un período de continuas visitas. El Búfalo le envió a la hermana del Esqueleto; el Dandi, a través de Ricotta, a Donatella.
—No sé nada —respondía ella una y otra vez—, lo siento.
Treintamonedas, en cambio, acudió en persona, después de dar una larga vuelta para despistar a los agentes que llevaba siempre pegados a sus talones. Desde que el Frío estaba fuera, vivía permanentemente aterrorizado. La visita del policía no había hecho sino llevar su angustia al paroxismo. En los últimos tiempos había saqueado la caja común. Ojo Feroz no le causaba problemas. Había pasado para cobrar una buena cantidad y luego había desaparecido. Ahora estaba en el extranjero, en la Costa Azul. Tarde o temprano se le acabaría el dinero y entonces volvería a dar señales de vida. Pero el Frío era una cosa muy distinta. El Frío no se tragaría sus mentiras. Treintamonedas estaba pensando seriamente en dejarlo todo. Su primo el Bigotes le había hablado de una fazenda en Brasil. Sol, plátanos, coca y playas tropicales. Con todo lo que se había embolsado, podía marcharse incluso al día siguiente. Siempre que consiguiese llegar vivo al aeropuerto. Siempre que el Frío no hubiese salido resuelto a eliminarlo. Aunque tal vez todavía fuese posible llegar a un acuerdo. Roberta lo dejó hablar, y a él, a diferencia de los demás, no le dijo ni sí ni no. Treintamonedas se había presentado con un maletín lleno de dinero. Dinero que podía servirles. El Frío le había dado instrucciones precisas. Aceptó el maletín y le prometió que, en caso de que tuviese noticias, ella misma lo buscaría.
El Frío recuperaba sus fuerzas en la buhardilla que su colega Cerilla tenía en Trastevere. Cerilla era un viejo amigo del Negro. Uno que no levantaba sospechas. Cerilla era un compañero en el más amplio sentido de la palabra. El origen de su amistad con el Negro era un misterio. Cerilla tenía un trabajo regular, pero se había puesto a su disposición. Cerilla sabía quién era el Frío, pero no hacía preguntas. Cerilla estaba deprimido: su mujer lo había dejado. Pasaba las horas viendo la televisión y haciendo solitarios con las cartas. El Frío esperaba a que las aguas se calmasen. Tenía los pasaportes y un poco de dinero en contante. El Negro le había procurado los traveller cheques. Cerilla coincidía casualmente con Roberta en ciertos trayectos preestablecidos del metro o recogía con aire distraído una copia del Messaggero abandonada en un banco público de Villa Pamphili, leía el mensaje de Roberta, lo destruía y lo refería. El Frío estaba delante de la pantalla cuando salió la sentencia. Tal y como había previsto el Negro, el grupo del Dandi había salido bien parado. Al Búfalo lo habían vuelto a declarar loco. En cuanto al resto, una escabechina. Entre cinco y ocho años para los camellos. Ojo Feroz y él, juzgados en rebeldía, dieciocho cada uno. El Puma quince, al igual que Carlo Bufones. Y aun así podían estar contentos: la mayor parte de los homicidios se habían archivado por insuficiencia de pruebas. Era evidente que los jueces habían recurrido a la asociación para delinquir y al tráfico de droga. Un único consuelo: el tribunal había dado también una buena tunda a ese canalla del Rata. El Frío no le guardaba ningún rencor. Si, en su momento, el Rata hubiese tenido más suerte, tal vez no habría causado problemas a nadie, y su vida habría ido por otro camino. Pero ¿habría sido eso positivo? A mitad verano el Frío le dijo al Cerilla:
—Han dejado de seguirnos. Lo hacemos mañana.
—No nos volveremos a ver…
—¡Te lo deseo!
Roberta lo hizo subir a las nueve a un BMW que había alquilado. Cerilla no quiso recibir nada a cambio del favor. Sólo se sentía triste por tener que volver a su soledad. Pasaron la frontera suiza y llegaron a Frankfurt. El Frío se había aclarado el pelo. El empleado del aeropuerto se concentró en aquel sudamericano delgado y rubio. El señor Neto-Alves, decía su pasaporte. El nerviosismo de la elegante mujer que lo acompañaba lo había hecho sospechar. El Frío esbozó una sonrisa e indicó el reloj. De la fila que serpenteaba a sus espaldas se elevó un coro de gruñidos. El empleado le devolvió el pasaporte sacudiendo la cabeza. Roberta sólo se relajó después de que el Boeing hubiese despegado. Entonces le cogió una mano y se la apretó con fuerza.
—¿Te arrepientes?
—No.
—Has perdido todo…
—Te tengo a ti.
—¡Somos pobres!
—Somos riquísimos, cariño.