IV

El Frío se evadió la noche en la que el mundo se interrogaba angustiado sobre la nube de Chernobyl. Una semana antes, Borgia había sustituido a todos los agentes por unos tipos más rígidos. Tal vez se oliese algo. El Frío había pasado los últimos tres días sin moverse de la cama. Le habían pasado el orinal. Se negaba a comer. Jadeaba. En su delirio invocaba al Libanés y a su madre. Masticaba semillas de ricino y tabaco que le suministraba el Pescadilla, el enfermero, para hacerle subir la fiebre. Mainardi lo visitaba cada tres horas. Salía de la habitación sacudiendo la cabeza. En presencia del jefe de la vigilancia y en voz bastante alta, informó a Roberta de que el enfermo se encontraba en fase terminal. Roberta representó la escena de la llorosa aspirante a viuda. El jefe de la vigilancia, conmovido, se ofreció para llamar a los familiares. Roberta lo empapó con sus lágrimas y con un toque de clase consiguió que un agente la acompañase a casa: pobrecilla, pedirle que soportase todo aquel dolor era excesivo. El jefe de la vigilancia redactó un informe pormenorizado y contactó con el fiscal para pedirle instrucciones en relación con una autopsia que, sin duda, no tardaría en producirse. Llegado el momento, el Frío embozó el váter con un montón de trapos, se metió dos dedos en la garganta y vomitó sobre las mantas. Luego soltó un interminable y desgarrador aullido. Los guardias se apresuraron a llamar a Mainardi. El Frío seguía vomitando. El médico dijo que había un baño utilizable en la planta baja. El Frío fue colocado en una camilla y conducido al piso de abajo. Mainardi entró con él en el retrete. El Frío se quitó el pijama. Bajo el mismo llevaba un par de vaqueros y una camisa limpia. No quería presentarse sucio a la gran cita con la libertad. Estrechó la mano de Mainardi y le dio un puñetazo en la mandíbula, lo bastante fuerte como para dejarle una bonita marca. Saltó por la ventana. El Negro lo esperaba en el interior de un coche aparcado en la explanada. El médico había dejado un camino de tierra abierto y sin vigilancia. Adelante, en una primavera que olía a gas de escape y a almendros en flor. El aroma de la resurrección.

Los periódicos pasaron de la alarma a la mofa descarada. Justicia colador, cero seguridad, y la culpa de todo la tenían, como no podía ser menos, los magistrados. La laxitud era excesiva. Al igual que la protección de los derechos. ¿Cómo habían podido creer en la enfermedad de un boss? Claro: al principio todos se rasgaban las vestiduras con el llanto humanitario por aquel pobre tipo caquéctico… y ahora que el Frío se había largado, los mismos que antes se lamentaban estaban dispuestos a jurar que se habían dado cuenta de inmediato, ¡faltaría más! Y si hubiese dependido de ellos… El más cabreado era el fiscal general. Con una historia semejante se jugaba seriamente el puesto. Convocó a Borgia y le echó un chorreo. No le gustaba quedar como un idiota.

—Debería haber dispuesto una mayor vigilancia. Dos evasiones en un mes. Es un escándalo. ¡Somos el hazmerreír de todos!

—Haremos averiguaciones.

E hicieron averiguaciones. Para ello destacaron un grupo mixto de policías y carabineros que se ocupó del asunto las veinticuatro horas del día. Colocaron micrófonos. Interceptaron teléfonos. Siguieron a parientes y amantes. Sacaron de quicio incluso al abogado Vasta, quien les mandó gélidamente al infierno: el Frío era sólo un cliente y él no tenía por costumbre acostarse con sus clientes. Así que todo fue en vano. Roberta se presentó en la comisaría y denunció la desaparición de su novio. Estaba preocupada. Temía, dijo, que sus viejos amigos lo hubiesen eliminado. El agente de servicio llamó por teléfono a Scialoja. Scialoja le respondió que redactase la denuncia y que la dejase marchar. Borgia se encolerizó cuando lo supo. Le oyeron gritar que había que arrestarla, acusarla de complicidad, presionarla para que hablase, por Dios. Hizo llamar a Scialoja. Éste le contestó que estaba ausente por motivos de servicio. Lo acribilló a mensajes. Que quedaron sin respuesta. Scialoja no podía perder tiempo. Con Borgia, no. No había renunciado a Génova para perder tiempo. Habían estado cerca, cerquísima del corazón del sistema. Tan cerca que podían oler perfectamente la peste a podrido. Y en ese momento Borgia había retrocedido. El magistrado no alcanzaba a creer que aquel terrible hedor pudiese existir de verdad. Se había negado a reconocerlo. ¡Y Borgia era uno de los mejores! ¿Podría perdonarlo alguna vez? No tenía importancia. La pregunta correcta era: la próxima vez, ¿cómo se comportaría? Scialoja se imaginaba una estrategia menos directa. La misma fuerza de las cosas los conduciría de nuevo al Viejo. Una vez más: al corazón del sistema. Y en ese momento ya no sería posible titubear. Su carta se llamaba Treintamonedas. Había ido a verlo. Una, dos veces. Había percibido en sus ojos el miedo, la traición. Pero cuando, violando todas las reglas, arrancando aquel resto de legalidad del cual todavía se sentía parte, le había propuesto un acuerdo, el napolitano había sacudido negativamente la cabeza.

—¡Ni hablar, dottore, ellos son aún los más fuertes!

Eso dijo Treintamonedas. Lo desmentiría. Con el Estado Mayor en la cárcel, Treintamonedas se había convertido en amo absoluto de la situación. ¿Se habría aprovechado de ello? Seguramente: el sentido ético no debía de ser su mejor cualidad, siempre y cuando lo tuviese. Pero lo más importante era que los demás creyesen que su amigo les estaba robando. Scialoja sabía que ellos tenían la cárcel bajo control. Había individuado a dos o tres carceleros de mala fama y los había enfrentado a la cruda realidad: o colaboraban o los haría saltar por los aires. Los carceleros no habían tenido mucha elección. De forma que ahora Radio Cárcel acusaba abiertamente a Treintamonedas de ser un ladrón. Dos hombres de absoluta confianza lo seguían como si fueran su sombra. La orden era: limitarse a vigilar, no intervenir en ningún caso. El árbol había sido zarandeado. El fruto caería apenas madurase. Por eso había renunciado a Génova. Por eso. Y por ella, por supuesto.