II

A medida que pasaban los días, el Frío se iba empobreciendo a ojos vistas.

Entre los honorarios de Vasta, la sangría que suponían las mensualidades de la clínica, los regalitos a los policías que cerraban un ojo, aunque a menudo fueran los dos, había tenido que vender ya dos señores coches, un todoterreno, la moto e incluso el Rolex. El Pescadilla, un camillero cocainómano, se ocupó de colocar la mercancía. A su modo, era un buen tipo que se limitaba a quedarse con el quince por ciento de los beneficios netos. Le quedaban un par de casas, y la villa de sus padres. Pero esas cosas eran intocables. Excluido. De seguir así, ¡acabaría pasando apuros! Treintamonedas le había quitado un treinta por ciento de su parte. El motivo oficial eran las quejas de los demás por el gasto que generaban toda aquella «sofisticada maquinaria». Son lentejas; si quieres las tomas y si no, las dejas. Treintamonedas se estaba comportando como un chacal. Pero al Frío le daba igual. Dinero aparte, la vida no era tan terrible. Los controles eran discretos; las visitas médicas, de cuya coordinación se encargaba Mainardi, eran pan comido. El Frío había roto definitivamente con los compañeros encarcelados. Desde que había hecho las paces con Roberta se había negado a presenciar las audiencias. Proyectaba el futuro. Y el punto doloroso era precisamente éste. Roberta había dejado el trabajo y ahora iba a verlo todos los días. Hacían el amor, veían la televisión, fumaban un canuto, pedían la cena a un restaurante o ella se presentaba con una pizza y el Frío hundía sus dientes en la Pettinicchio filamentosa y bebía cerveza caliente con el entusiasmo del muchacho que nunca había sido. Pero la conversación acababa siempre versando sobre el mismo tema.

—Vayámonos —decía ella—. Que tus amigos te ayuden y nos marchamos.

—¿Y dónde, si se puede saber?

—Donde quieras. Vendes las casas…

—¡De eso ni hablar!

—Tengo un poco de dinero ahorrado…

—Así acabaré en la lista de los perseguidos y eso será nuestro final… tú no conoces a esa gente. ¡Me seguirían hasta el fin del mundo!

—Pues te cambias la cara.

—¡Tú has visto demasiadas películas americanas!

La fuga se había convertido en una auténtica obsesión para Roberta. No conseguía entender por qué él se mostraba tan obstinado. Pero el Frío quería salir con las manos limpias de todo aquello. Vasta le había garantizado una condena benévola. Saldría con la cabeza bien alta. Empezarían de nuevo juntos. En su ciudad. En Roma. El Frío no conseguía imaginarse en ningún otro lugar.

Un día fue a visitarlo el Negro. Él y Roberta no se conocían. El Frío los presentó en son de burla.

—Roberta, éste es mi único amigo. ¡Negro, ésta es mi única mujer!

Roberta estudió con cierta frialdad a aquel joven amable y bien educado que a veces perdía el equilibrio a causa del plomo que llevaba en el cuerpo. Consideraba un peligro todo lo que pertenecía al pasado del Frío.

—Tengo que hablar contigo —dijo el Negro muy serio. El Frío miró a Roberta. Ella cogió su bolso y salió por la puerta sin saludar.

—Bonita mujer —comentó el Negro.

—Todavía no te he dado las gracias por…

—Creo que ya hemos tenido un par de veces esta conversación, Frío.

El Frío le ofreció una bebida. El Negro negó con la cabeza. Permanecieron en silencio durante unos momentos. El Negro tenía algo importante que decirle. Estaba buscando la mejor manera de abordar el tema. El Frío se encendió un cigarrillo. El Negro se lanzó.

—Márchate.

—¿Cómo?

—Márchate. Escapa. En dos días puedo procurarte unos pasaportes. Si tienes algo que vender, yo me ocuparé de eso.

—Pero ¿qué dices? Vasta me ha asegurado…

—Vasta sólo dice chorradas —silbó el Negro cortante—. ¿Quieres saber cómo acabará el proceso? Al Dandi y al Tapón les caerán unos cuantos años, y al Búfalo, por mal que vaya, la incapacidad parcial. El resto pasaréis en la cárcel el resto de vuestros días. La cosa se está poniendo fea, Frío.

—Sí, lo sé, el Búfalo, el Dandi, y todas esas historias… pero yo me mantengo ahora al margen y…

—No lo estarás mientras sigas aquí dentro, Frío. Aquí va a correr sangre. Y al final el más despabilado se quedará con el pastel. Hazme caso. ¡Coge a tu chica y desaparece!

—Se ha acabado todo, ¿eh?

—Así es.

El Frío se sentía aliviado. Extraño. Tiempo atrás, la idea de que las cosas pudiesen pudrirse le habría causado indignación. ¡Pero ahora todo aquello quedaba ya tan lejos!

—Negro, yo…

—Márchate, Frío. Tú no eres un comerciante, eres un guerrero. Márchate mientras sigas estando a tiempo.

—Tú ya has elegido, ¿verdad?

El Negro hizo un vago ademán. Se abrazaron.

—Te quiero, Negro.

—Yo también, pero márchate.