El Negro no se resignaba. Tenía que haber un modo de salvar al Frío. Recurrió de nuevo a Mainardi. Pero el médico no quería saber nada.
—¡Me he informado! ¡He hablado con el abogado! Todas esas gilipolleces que hicimos cuando éramos unos críos… bueno, ¡pues han prescrito! ¡No me arriesgo a nada y no quiero saber nada de esa historia!
Se encontraban en el ático de Mainardi, en el Fleming. El Negro abrió la cristalera y sacó al doctorcito a dar un paseo por la terraza. Mainardi seguía protestando airado. El Negro lo levantó en brazos y lo dejó colgando con medio cuerpo fuera de la barandilla.
—¿Cuántos metros crees que hay de aquí a la calle?
—¡Bájame! ¿Estás loco?
—Dime, tú que eres médico: ¿crees que la palmarías?
Mainardi gritaba socorro y forcejeaba pero el Negro, implacable, seguía empujándolo, centímetro a centímetro.
—Puede que la cosa quedase en un par de fracturas… ¡piensa qué mala suerte, si te quedaras paralítico! Toda una vida en silla de ruedas… bueno, no será tan trágico… ¿qué debería decir yo con todo el plomo que llevo en el cuerpo?
—¡Bájame, animal! ¡Haré todo lo que quieras!
—¡Así me gusta, amigo!
Dos noches más tarde, el Frío se inyectó directamente en la yugular una jeringuilla de sangre infectada. Provenía de un árabe cubierto de granos al que no daban más de seis meses de vida. Los médicos de San Camillo le encontraron los ganglios linfáticos hinchados y certificaron la veracidad de la platina. El Frío era víctima de un adenocercinoma difuso del sistema linfático.
Scialoja acudió a verlo al hospital.
—No sé cómo lo ha hecho pero sé la razón. Porque está harto de la cárcel, harto de su vida, harto de todo… es comprensible… hasta para un policía. Sólo quiero decirle que hay formas menos cruentas de liberar la conciencia, suponiendo que usted haya tenido una alguna vez.
El Frío se dio media vuelta. En el San Camillo no querían tenerlo: dieciséis hombres de escolta, la sala abarrotada, lo otros pacientes que protestaban, el peligro de represalias, la confusión… sólo quedaban dos alternativas: la libertad provisional o el arresto domiciliario en un establecimiento donde pudiesen tratarlo. Mainardi puso a su disposición la clínica donde trabajaba. Cuando todo estaba listo para la salida del Frío, se produjo un pequeño inconveniente. La clínica estaba dispuesta a recibir al Frío siempre y cuando recibiese… con carácter de donación… de uno o varios benefactores… una cierta máquina de elevado precio…
—¿Cómo de elevado?
—Cuarenta… cuarenta y cinco, para ser más exactos.
—Imagina que una noche sales de tu casa y uno… ¿cómo se llaman? Un gamberro te atropella con su coche…
—No depende de mí —se apresuró a puntualizar Mainardi—. Es una decisión del Consejo de Administración… por otra parte, o lo tomas o lo dejas…
El Negro decidió tomarlo y se dirigió a Treintamonedas.
—¿Quieres pagar con la caja común?
—Para eso está, ¿no? Para ayudar a los compañeros en dificultades… ¡saca el dinero, venga!
Pero Treintamonedas le daba largas. El importe era considerable. Primero había que consultarlo con los demás. En los últimos tiempos se habían gastado mucho dinero con el Frío. Entre su parte y los diferentes gastos sanitarios, su cuota estaba prácticamente agotada…
—¿Me estás diciendo que el Frío está sin una lira?
—¡Es verdad!
—¡Sólo con el videopóker entran a diario setenta millones y tienes el valor de negarme cuatro perras para el Frío!
—¡No te calientes, Negro! Tal vez podamos conseguir unos diez millones…
El Negro perdió la paciencia.
—¡Me gustaría echar un vistazo a las cuentas, Treintamonedas!
El napolitano se mostró humillado y ofendido. El Negro le atajó antes de que iniciase la consabida jaculatoria. Todos sabían que desde que el Seco estaba dentro y él llevaba la caja se había enriquecido de una manera vergonzosa. Que no se hiciese el listo ahora. Lo sabían hasta las piedras. La villa de Capri. El apartamento en Positano. Los tres coches en el garaje. Las semanas en Punta Roja con la enfermera. La barca en Fiumicino…
—¡Pero tú deliras, Negro! Tengo algunos problemas con la justicia que…
—¡Pero qué problemas, payaso! ¡En el proceso montaste un número, te cayeron seis años, y ahora incluso andas suelto! ¡Paga y acabemos de una vez!
Treintamonedas pagó. Compraron la máquina. Mainardi llamó al Negro.
—Ya está. Tu amigo está en Villa Poggioli.
—¡Te has salvado la vida, guapito!
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—¡Hágala, doctor, se lo ruego!
—Has cometido auténticas locuras para sacar a ese Frío… ¿puedo saber por qué?
El Negro suspiró.
—No lo entenderías. Eres de otra pasta…
La noche en que llevaron al Frío a la clínica, el Seco exhaló el riesgo de un suspiro de alivio. La lealtad inoxidable de aquel muchacho podía convertirlo en un serio problema.
No bien llegó a la clínica, el Frío escribió a Roberta: «Estoy fuera, te quiero, ven».