III

Los magistrados, pensaba el Viejo mientras Borgia le tendía educadamente la mano, no deberían ser demasiado inteligentes. Su padre lo decía siempre. Su padre era un alto oficial de la Marina. Un héroe de guerra. En el mismo rellano de su casa, sita en el centro de Nápoles, vivía un magistrado. Un hombre anciano, alto, canoso, de porte erguido, siempre ceñudo y vestido con exquisitez. Jamás un pelo fuera de su sitio, colores cálidos y bien entonados, gestos circunspectos y, cuando menos, altivos. Maggiulli… Massulli… Maioli, sí, el juez Stefano Maioli. Gran cazador y consumado jugador de bridge. Su padre se lo indicaba con una mezcla de respeto y condescendencia. Maioli: magnífico magistrado; como hombre, más bien gilipollas. Así tienen que ser los magistrados: un poco gilipollas y no demasiado inteligentes. Maioli jamás habría osado convocarlo a las nueve de la mañana. En tiempos de Maioli, una cosa semejante era inconcebible. Pero, sobre todo, un hombre de la clase de Maioli nunca se habría presentado con un suéter de cuello alto y barba de dos días.

—Disculpe mi aspecto, dottore, pero si hubiese pasado por casa a cambiarme, me habría desplomado sobre la cama y usted habría hecho el viaje en balde. El caso es que esta noche mi hijo… el mayor, tengo dos, ¿sabe?… Mirko y Teresa… como le iba diciendo, Mirko ha tenido un ataque de otitis… ¡si hubiera visto cómo lloraba, pobrecito! En fin, lo hemos tenido que llevar a urgencias pasadas las cinco y, entre una cosa y otra, sólo hace media hora que…

El Viejo asintió con la cabeza, con una sonrisa comprensiva en sus finos labios. Maioli no se habría permitido esgrimir una excusa tan vulgar. Es más, pensándolo bien, el magistrado Maioli ni siquiera se habría permitido tener hijos.

—La razón que le ha traído hasta aquí… de la documentación… se desprenden algunas referencias… necesito verificar… ¿desea un cigarrillo?

Tacto, educación, un cierto estilo. Y mucha, excesiva, vaguedad. El Viejo empezaba a sentir una cierta simpatía por Borgia. Seguía siendo un muchacho. Los jueces como Maioli, en cambio, ésos nacen ya con el pelo cano y una mueca de condescendencia.

—Le agradecería que me ahorrase los preliminares…

—¿Una subasta de sus famosos autómatas? —dijo una voz burlona a sus espaldas.

El Viejo ni siquiera hizo ademán de volverse. Se limitó a extender los brazos con ademán hierático.

—El comisario Scialoja… —empezó a decir Borgia más bien avergonzado.

—Ya hemos sido presentados —le atajó el Viejo con una sonrisita de desprecio—. Sí, comisario. Ha dado en el clavo. Feurbrunner saca a la venta un precioso modelo del Jugador de ajedrez de Francfurt, a.D. 1787. Me encantaría ir…

Scialoja dio la vuelta al escritorio y se sentó junto al juez instructor. Borgia lo observaba más bien perplejo.

—¿Ha oído hablar de un tipo llamado «el Larinés»?

—Vagamente.

Scialoja se lanzó a un asalto tan vehemente y desconsiderado que el Viejo no tardó en dejar de escucharlo. Prefería concentrarse en las fisonomías. Al igual que sobre muchos otros, el Viejo tenía en su poder un voluminoso dossier sobre Borgia. Noticias confidenciales, rumores de pasillo, análisis de las disposiciones, las inevitables escuchas telefónicas y los micrófonos. Sabía, por ejemplo, que el habitual jueguecito de la acusación de filocomunismo nunca funcionaría con Borgia. El juez no tenía ninguna relación con esos gansos de Magistratura Democrática. Era un hombre de orden. Un moralista políticamente descolorido. Lo que constituía su fuerza, a la vez que su limitación. Scialoja, por su parte, se agitaba descompuesto en el interior de su traje de grandes almacenes que apenas podía contener su masa muscular. Cigarro apagado entre los dientes. Aire de duro pulido. Frente alta, ojos oscuros, penetrantes. Un tipo atractivo, pero de eso se había percatado ya. Uno puro, también esto lo sabía, y, por si fuera poco, con la loable tendencia a saltarse a la torera el procedimiento. La primera vez que lo había visto lo había comparado con san Jorge en el acto de fulminar al dragón. Un guerrero que contaba con la ayuda de Dios. Ahora que lo estudiaba con mayor atención, le parecía distinguir nuevos fulgores, surgidos de una fría llamarada. Menos furor y una mayor racionalidad. Con un leve aroma a cinismo. El jovencito estaba creciendo, se estaba haciendo un hombre, perdía la inocencia. Aprendía, con resultados inmejorables, a ser un canalla. En conjunto, el juez y su madero formaban una bonita pareja. Pero ello todavía no bastaba para complicarle las cosas al Viejo. Esta vez no, por lo menos. Y es que a ambos les faltaba algo. Sintetizando en un modo brutal, aunque incisivo, que no habría desagradado a su socio de la Agencia, Scialoja tenía huevos, pero carecía de poder. Borgia tenía poder, pero carecía de huevos. A fin de cuentas, no eran sino hombres de una sola dimensión. Leales servidores del Estado. Puaj.

—¿Ha acabado? —preguntó educadamente el Viejo, aprovechando una pausa de Scialoja—. ¿Sí? Bien. Pues ahora, si tiene un poco de paciencia, dottor Borgia, quisiera contarle otra historia… la verdadera historia…

El Viejo, con estudiada parsimonia, hizo saltar el cerrojo de su maletín y se entretuvo con un fino dossier.

—Podría hablar durante horas de un agente a mi servicio al que tuve que apartar del mismo por una serie de graves incumplimientos y porque al mismo le habían diagnosticado una depresión psicótica… de su resentimiento… de las calumnias que lleva difundiendo desde hace meses sobre mí… me limitaré a entregarle estos documentos. Estúdielos con la diligencia que todos le reconocen, y verá que todo este asunto le aparece en su real dimensión: ¡una colosal pompa de jabón!

Borgia se había atrincherado detrás de una sonrisita medrosa que tenía todo el aire de ser una excusatio non petita. A fin de cuentas, todos los magistrados tenían algo de Maioli. Scialoja, el proletario, gritó con toda la rabia que llevaba en el cuerpo.

—¡Usted ha protegido a los asesinos de Moro! ¡Ha ordenado que matasen al Larinés! ¡Equis ha hablado! ¡No conseguirá hacerlo pasar por loco!

—¡Ahora basta, Scialoja! —se rebeló Borgia y a continuación se dirigió al Viejo con mayor comedimiento—: Naturalmente, dottore, se trata tan sólo de una hipótesis investigativa que…

—Le agradezco la puntualización, señor juez. No quisiera que su hábil colaborador, del cual he podido apreciar en el pasado sus múltiples cualidades, se deje traicionar por un arrebato de improvisación e impulsividad…

Scialoja lanzó una mirada iracunda al juez instructor quien, precavido, la esquivó. El Viejo escudriñaba a Scialoja. Si hubiese sabido leer el mensaje implícito en sus palabras, lo habría descifrado de la siguiente manera: ahora no, muchacho, y todo no. Sabes algo, pero no es suficiente. Eres una ramificación del gran río. Confórmate con permanecer en él durante un cierto tiempo, no exageres. Pero el policía estaba poseído por uno de esos demonios roñosos que escapan al control de la razón. El Viejo experimentó un intenso deseo de incorporarlo al juego. Todo aquel aroma de idealismo ofendía su refinado sentido del olfato. El Viejo se prometió intervenir cuanto antes. Una pizca de sana podredumbre no le iría mal a aquel jovenzuelo.

La conversación tocaba a su fin. Borgia consultaba los documentos y sobre su rostro enflaquecido y marcado se iban dibujando dos expresiones contradictorias: conciencia y alivio. Borgia sabía que Scialoja había dado en el blanco. Pero el Viejo le procuraba una explicación satisfactoria. La falta de pruebas lo eximía de la obligación de proceder. Scialoja entendió la situación, se quedó de piedra y salió dando un portazo. ¡Miserable juez! El Viejo sintió la tentación de explicarle dónde estaba el truco. Era evidente que el arresto del Holandés había desencadenado una reacción en cadena. Él había sabido reaccionar a tiempo. Había sacrificado a Equis, el anillo más endeble de la cadena. Una zancadilla certera. La única incógnita era el factor tiempo. Si aparecían con una orden antes de que hubiese tiempo de elaborar el dossier sobre el agente trasladado… El Viejo se levantó, apoyándose en los brazos del sillón. A Borgia, en ese momento, le recordó a un paquidermo exhausto en cuyos ojos empañados se ahogaba el pesar por la antigua vitalidad volatizada.

—Pero ¿quién es usted en realidad?

El Viejo batió sus largas pestañas blancas, inclinó la cabeza y no respondió. Después de todo, aquélla era la única pregunta que tenía sentido.

Veinticuatro horas después, el fiscal general retiró la investigación sobre la muerte del Larinés a Borgia y la puso en manos de un joven colega de éste. En diez días aparecieron informadores, nombres, fechas, números. Seis criminales de baja estofa fueron arrestados en rápida sucesión. Todos confesaron haber participado en un gran asalto ideado por el Larinés que, no obstante, afirmaron, se había quedado con parte del botín violando los acuerdos. Jamás se descubrió cuál de ellos había realizado los disparos fatales, pero el caso fue de todas formas resuelto. Equis fue absuelto de todas las imputaciones y declarado incapaz de discernimiento y voluntad. Cuando las acusaciones se calmaron, el Viejo envió a Borgia una copia dedicada de la Estrategia del golpe de Estado de Edward Luttwak. Un texto ya antiguo pero no por ello carente de vitalidad. En la página treinta y tres había una frase subrayada: «El golpe de Estado consiste en la infiltración de un sector limitado, pero crítico, del aparato estatal y del empleo de ésta con el fin de substraer al gobierno el control de los restantes sectores». Ésta era la respuesta a la pregunta de Borgia. Eso era lo que el Viejo llevaba haciendo toda su vida. Controlar. Eso era el Viejo. Un controlador. Ni de derechas, ni de izquierdas. Sin gobiernos que socavar y reemplazar con pálidas copias de los anteriores. Sólo para sí mismo. Para siempre contra la humanidad bastarda que se negaba a comprender y aceptar. Un controlador anarquista.