Su perdición había sido el asunto de los terrenos del este. La cosa había empezado con el Barracuda: rufián en su día, regenerado gracias a su matrimonio con una viuda rica y ahora movido por aspiraciones que, a todas luces, iban más allá de sus posibilidades. Los terrenos pertenecían a un viejo aristócrata gagá que pedía por ellos poco menos que la luna. Después, el marqués, el conde, o lo que demonios fuese aquel tipo, había perdido la cabeza por una de las jacas de las antiguas cuadras del Barracuda, una brasileña tan apasionada como caprichosa, y de la luna las pretensiones habían descendido a unos quinientos millones más que razonables. El negocio era suculento: la esperanza radicaba en el carácter urbanizable del suelo, que incluso el Messaggero consideraba inminente. El espejismo consistía en un enorme centro de servicios con grandes oficinas que serían alquiladas a precio de oro al sector público. Listo para servir. Mirándolo bien, una vulgar historia de ladrillos y fajos de billetes, un clásico romano, la más banal de las especulaciones. Sólo que el Barracuda ni siquiera se podía permitir medio soborno. De forma que se había desvivido para encontrar un socio. El Seco lo había calado a primera vista: un bobalicón, un papanatas con pinta de chapucero, un lelo patentado. Pero mientras tanto, de entre los muslos de una antigua pupila del rufián había salido un documento preliminar, denominado vulgarmente promesa de venta, que por una parte debilitaba la posición del Barracuda, que estaba sin blanca, y por otra la fortalecía, ya que sin él saltaba todo el asunto. El Seco se había presentado ostentando su pública condición de dispensador de créditos y de amistades, y en un abrir y cerrar de ojos habían constituido una sociedad para la explotación de los terrenos. El Barracuda aportaba los papeles, el Seco la liquidez, y los beneficios se repartían al cincuenta por ciento. Pero el Seco no tenía la menor intención de compartirlos. No tenía ningún inconveniente en tratar de igual a igual con el Dandi mientras ese delincuente siguiese siendo el más fuerte en el ambiente, pero mantener la palabra dada a un capullo como el Barracuda habría supuesto una pérdida considerable de estilo. El Seco era un artista del juego al alza, y el dinero en contante era su arma más insidiosa. Empezó con un modesto aumento de capital: gastos imprevistos causados por un adjunto codicioso, le dijo al Barracuda para justificarse. Y el socio, para no ser menos, hipotecó la casa de la viuda. Tres meses después se planteó la necesidad de un nuevo y más consistente aumento: esta vez la culpa la tenía el Comité regional de control, quien tenía algo que decir sobre la variación del plan de ordenación urbana. Los banqueros a los que se había dirigido consideraron demasiado inseguras las posibilidades de éxito del negocio y negaron la financiación al Barracuda. El Seco, todo un amigo, le dijo que no se enojase y asumió la totalidad del aumento de capital: a cambio, el Barracuda le cedió el veinticinco por ciento de sus cuotas. Al final, el mismo día en el que el ayuntamiento aprobaba la recalificación urbana, el Seco asestó el golpe de gracia: un megasoborno de trescientos millones. Desesperado, el Barracuda le confesó su intención de dirigirse a los usureros. El Seco, jefe reconocido de aquella confraternidad, lo disuadió con maneras afables. Tras apurar una botella de Est-Est-Est y derramar unas cuantas lagrimitas, el veinticinco por ciento restante de la sociedad cambió de manos. Al Barracuda sólo le restaba la hipoteca y la esperanza de poder cancelarla un día vendiendo el miserable garaje que el Seco le había permitido mantener en el futuro centro comercial. La enésima victoria al Monopoli se le subió a la cabeza al Seco, que empezó a jactarse ante los demás de haber desplumado a aquel mentecato. La noticia circuló, adornada cada vez con más detalles. Y dado que el Seco no gozaba precisamente del afecto de todos, uno que se la tenía jurada se encargó de referir al Barracuda el pormenor más picante: que los banqueros, esos pérfidos que le habían negado el crédito para un negocio que no podía ser más seguro, figuraban todos, sin excepción, en el libro de pagos de su ex socio. El Barracuda recordó haber sido antaño matón de medio pelo, se presentó en casa del Seco y lo estampó contra la pared. El Seco se salvó de la tunda gracias a la costumbre de tener siempre al alcance de la mano a un par de gorilas. Pero echaba humo. Así que en primer lugar mandó a dos de sus muchachos a que quemasen el coche del Barracuda, acto seguido canceló la hipoteca sobre el domicilio conyugal y exigió su pago inmediato. El Barracuda compró en Porta Portese un revólver de tercera mano y se puso a rondar al Seco, jurando urbi et orbi que le iba a saltar la tapa de los sesos. El Seco hizo circular el rumor de que el Barracuda había perdido el juicio: una lástima, porque tenía una bonita mujer y dos hijos y sería terrible que un día, presa de un ataque de locura, les hiciese daño. El Barracuda recibió el mensaje, arrojó la pistola al río y se calmó durante un tiempo. Pero después prevaleció el honor: mandó a su mujer y sus hijos a casa de un pariente en Australia y un buen día, trajeado como para un funeral, cruzó el portón de la calle Genova y empezó a largar con un amigo de la policía. Durante los meses en los que había estado en contacto con el Seco había tenido ocasión de escuchar, ver, grabar, notar, intuir. Tenía muchas cosas que contar: empezó con el asesinato del Angelito, pasó al tráfico de droga, al misterioso origen de la riqueza del Seco, para rematar con el embolado que le había metido en la historia de los terrenos. Ésta era, en realidad, la única acusación seria que implicaba directamente al denunciante. Polvo blanco él, el Barracuda, nunca había visto; se hablaba de criminales de dieciocho quilates, pero él no se había encontrado con ninguno. Todo se basaba en referencias ajenas. Al Seco le bastaría con afirmar que la acusación nacía del rencor de un empresario fracasado contra un exitoso hombre de negocios para que lo soltasen esa misma noche. Pero el Seco no sabía nada de arrestos, registros, órdenes y cárceles. El Seco carecía de antecedentes. Las esposas le aterrorizaban. En el curso del primer interrogatorio, entre admisiones a medias, revelación de nombres eminentes, amenazas y lágrimas, el Seco se metió solito en un buen lío. El juez Morales, un viejo zorro que en un principio era propenso a liquidar aquel asunto lo antes posible, empezó a considerar con mayor atención las declaraciones del Barracuda. Se dispuso un careo. El Barracuda pontificaba, lúcido y resuelto, mientras el Seco vomitaba injurias, sudado y jadeante. El abogado le aconsejaba que se callase, y el Seco lo mandaba a hacer puñetas. El fiscal le hacía una pregunta, y el Seco le respondía maldiciendo al Barracuda y a sus antepasados. El asunto se ponía feo. Cuando la historia llegó a sus oídos, el Dandi se encolerizó. Era evidente que el Seco estaba perdiendo los nervios. El Barracuda no había mencionado por el momento la relación que los unía. El Dandi ni siquiera sabía qué cara tenía aquel grandísimo hijo de puta. Por el momento. ¿Y si de repente recordaba una conversación? ¿Una llamada telefónica? ¿Una alusión? Como si no bastase con que el cerebro financiero del grupo hubiese acabado en la cárcel: ¡además tenían que aguantar una crisis histérica! El Dandi se puso en contacto con los hermanos que seguían fuera. Pero aquéllos le hicieron saber a través de Miglianico que tenían las manos atadas. El juez Morales era inabordable. Todas las solicitudes eran invariablemente rechazadas. El juez Morales había intuido que el Seco estaba a punto de derrumbarse y lo mantenía en el más absoluto aislamiento. Desde su celda, éste escribía cartas y más cartas a sus viejos amigos influyentes. Cartas que regresaban una y otra vez sin respuesta al remitente. El juez Morales había intuido que aquella pequeña estafa de los terrenos podía abrir una gran investigación. El Seco jugó una carta desesperada y prometió veinte millones al recluso encargado de barrer, el único que tenía acceso a la zona de aislamiento, si le daba dos bofetadas y un par de patadas en los huevos. El barrendero no quiso arriesgarse a que le cayera una pena suplementaria en vísperas de su excarcelación. Pero el rumor circuló. El Búfalo pagó y consiguió entrar en la celda del Seco.
—¿Qué es esa historia de que ofreces dinero por recibir una paliza?
—Tengo que salir de aquí o me volveré loco.
—¿Y quieres acabar en el hospital?
—En la enfermería. Quiero ir a la enfermería. Ver gente. Pensar. Si paso aquí una semana más yo…
—¿Qué haces? ¿Cantas?
—¡Antes me mato!
El Búfalo se encendió un porro. El Seco rechazó la oferta.
—No quiero colocarme, Búfalo. ¡Quiero salir!
—Que te ayude el Dandi, entonces, dado que sois uña y carne…
El Seco empezó a insultar al Dandi. Un play-boy. Un inútil. Lo habían atrapado como a una mosca porque no podía privarse de aquella puta. Un dictador. Si el Búfalo supiese cómo hablaba de ellos, del resto de los muchachos…
—¿Por qué? ¿Cómo habla de nosotros? —preguntó el Búfalo repentinamente interesado.
El Seco le leyó el pensamiento, comprendió que tal vez todavía le quedaba alguna esperanza y adoptó una expresión inspirada.
—Búfalo… de no haber sido por mí… ¡él habría permitido que os pudrierais aquí dentro!
—¿Tú? ¿Se puede saber qué has hecho tú?
—¿Quién crees que impuso la parte para los reclusos? ¡Yo! ¿Y quién crees que controla hasta la última lira de vuestro dinero? ¡Yo! ¡Ese canalla incluso me ha pegado!
El Búfalo no le creyó ni por un momento. El Dandi era demasiado astuto como para exponerse en un momento tan crítico. Todos sabían lo que había pasado. Si había una serpiente, más venenosa incluso que el Dandi, ése era el Seco. No obstante, una cosa es creer porque uno es gilipollas, y otra creer por propia voluntad. Especialmente cuando las heridas siguen abiertas. Especialmente cuando, con la ayuda de una serpiente, el futuro te ofrece en bandeja una ocasión irrepetible.
—A ver si lo entiendo: tú quieres una buena zurra…
—¡Sí, Búfalo, sí! Pero ve con cuidado, ¿eh?
—¡Dentro de los límites de lo posible, amigo! —se rio el Búfalo mientras se arremangaba. El Seco cerró los ojos a la espera del primer golpe.