II

El Dandi, en cambio, no sentía el menor interés por la bomba. Aquélla prometía ser una Navidad estupenda. Treintamonedas había recuperado el control del tráfico de droga. El canal siciliano, los proveedores sudamericanos y chinos habían empezado a funcionar a todo tren. Las redes que habían quedado desmanteladas por las revelaciones del Rata habían sido reactivadas con la introducción de nuevos elementos: gente del Esmirriado y del Seco que venía a añadirse a una buena cantidad de camellos bajo arresto domiciliario o en libertad provisional. El Negro controlaba el videopóker y había vuelto a meter un pie en las partidas de póker. El Full’80 era más que nunca el local de moda. El Seco había echado el ojo a un par de comercios del centro y a ciertos terrenos de la periferia cuyo valor, según se decía, no tardaría en estar por las nubes. Incluso el sempiterno conflicto con el Búfalo parecía estar en vías de resolverse: el riguroso respeto de las obligaciones y un generoso aumento de la cuota jugaban a su favor. Los de dentro no podían, desde luego, lamentarse, e incluso los más cabezotas habían acabado por convencerse de que cuando se jugaba respetando las reglas el grupo salía beneficiado. Excluyendo a Scialoja y a Borgia, claro está. Esos dos no querían ni oír hablar de dar su brazo a torcer. Cada día llegaba una nueva orden de arresto, quizá por un hecho antiguo y ya olvidado y, sobre todo, sin una prueba que fuese más allá de la mera presunción: Fulano y Mengano son uña y carne. Mengano es un enemigo declarado de Zutano. Zutano muere, de forma que los asesinos son Fulano y Mengano. El mero hecho de que las cosas hubiesen podido suceder realmente así no era algo susceptible de interesar a un juez normal. Faltaban las pruebas, amén. Pero Scialoja y Borgia no eran normales. Algo no funcionaba en sus cabezas. El Dandi se había preguntado a menudo si al salvar al policía no había cometido un terrible error. Luego, al recordar los sabios consejos del tío Carlo, imaginaba un futuro diferente y se resignaba. Paciencia. Espera. Y, al final, victoria. Aunque lloviesen las órdenes de arresto. Aunque la fecha de la audiencia se postergase.

—Inútil hablar de eso al menos hasta finales del año próximo —profetizó Miglianico—. Vasta también está de acuerdo.

—¿Conoces a Vasta?

—Claro. Un magnífico colega. Pero también un iluso. Todavía no ha entendido que los procesos se ganan fuera de los tribunales.

El Dandi confiaba en obtener la absolución, pero estaba preparado para cualquier eventualidad. Iba desarmado, para evitar el riesgo de un tiroteo, y llevaba siempre consigo un sobre con los análisis y el diagnóstico acordado con su hermano médico. ¡Había pensado en todo! Pero la noche de Navidad no pudo resistirlo más y se presentó en casa de Patrizia. Lúcido, perfectamente afeitado, con su cuello de toro a punto de reventar entre el esmoquin y la pajarita. Patrizia se esperaba aquella visita. Lo recibió sola, con un vestido de noche. Bailaron abrazados, esnifaron un poco de coca, hicieron el amor, después se sentaron a la mesa. Ellos dos solos, con una empalagosa melodía de fondo, y una mesa larga, velas y un refinadísimo bufet de Ruschena: langosta, ostras, Crystal y Chablis, estrúdel y mousse de chocolate. Cuando los de la Brigada Móvil, en uniforme de asalto, derribaron la puerta, Patrizia le estaba contando sus proyectos para un salón de belleza y un gimnasio en la zona de via Veneto.

El Dandi, rodeado de agentes, felicitó al jefe de la brigada. El tipo se apartó con aire sombrío y detrás de él, en el hueco de la puerta, se perfiló la figura desgarbada de Scialoja. Le había costado convencer a los demás. Había tenido que inventarse un soplo inexistente. Había jurado que la noche de Navidad el Dandi iría a casa de su chica. Había apostado y había ganado. Pero no había habido ningún chivato. La verdad era que también él, aquella noche, había sintonizado la frecuencia adecuada.

—¿Qué hacemos con la mujer? —preguntó el jefe de la brigada.

—Nada —le respondió Scialoja, mirando a Patrizia.

Ella apartó la mirada. El Dandi realizó una breve inclinación, se comió la última Marennes-Oleron y lo siguió con una sonrisa burlona en la cara. Cuando Miglianico le habló de cáncer, Borgia soltó una sonora carcajada. El abogado puso la expresión indulgente y contrita del abogado obligado a enfrentarse a un poder ciego y obtuso, pero que en su fuero interno es perfectamente consciente de la justicia moral de su solicitud.

—El cáncer es una enfermedad insidiosa, señor fiscal. Anida en los recovecos de nuestro organismo y golpea cuando uno menos se lo espera, en ocasiones sin remedio…

—¿Y en este caso?

—En este caso nos encontramos con una forma rarísima de tumor de seudo Hodgkin… que en la mayor parte de los casos resulta letal…

—Casi siempre…

—Claro, el momento es delicado… todavía tengo impresas en los ojos las espantosas imágenes de la bomba del tren… comprendo su justa preocupación por la salvaguardia de la colectividad, pero… no quisiera que mi cliente, que se encuentra gravemente enfermo, acabase pagando los platos rotos…

Demasiado enfermo incluso para aguantar un interrogatorio. Según el diagnóstico de un ilustre oncólogo, el profesor Gustavo Blinis, el Dandi se encontraba al final de sus días, en un estado previo a la agonía. Quizá, si pudiese recibir el tratamiento adecuado, someterse a una terapia intensísima y cara, ser asistido por un personal cualificado las veinticuatro horas del día, se podría retrasar… pero sólo retrasar, ¿eh?, en ningún caso evitar, desde luego… el exitus ineludible…

La realidad que Borgia tenía ante sus ojos era bien diferente. Lo que veía era un mayúsculo criminal de uno y ochenta de estatura, de noventa y dos kilos de peso, cubierto de oro en el momento del arresto, educado y cordial con los agentes que habían interrumpido su dorada rebeldía, una casa de ensueño, una mujer beata y una amante puta, pero puta con clase, y sobre todo podrida de dinero. Borgia tenía ante sus ojos la imagen del aplauso espontáneo con el que el ala número tres había recibido la entrada del Dandi: un aplauso que se había convertido en ovación cuando él había alzado el brazo en señal de saludo, y que de ovación había pasado al rítmico repiqueteo de las escudillas contra los barrotes de hierro de las celdas… un concierto para el Dandi… y para su abogado… Miglianico: un hombre con un pasado controvertido a caballo entre la subversión y la extorsión, imputado, en su tiempo, por haber obtenido mediante fraude tanto la inscripción en el colegio de abogados como el mismísimo diploma de licenciatura en Derecho. Absuelto por insuficiencia de pruebas, como la mayor parte de sus clientes. Y, sin embargo, era célebre su escasa familiaridad con los códigos y la pandectas. Así que la absolución llegaría por otras vías. Vías que el Dandi había optado por recorrer abandonando al bueno de Vasta, uno de la vieja escuela, un sinvergüenza, pero honesto en el fondo… el Dandi ha cambiado de cordada, pensó Borgia, el Dandi ha dado un salto cualitativo… ¿quién está con él? ¿Quién ha cambiado a Vasta por un embaucador perfumado como Miglianico? ¿Qué está pasando en el grupo?

—En segundo lugar, dottore, y para extrema seguridad de la defensa solicito para mi defendido un examen médico-legal y nombro desde este mismo momento como asesor al profesor Blinis…

Borgia se declaró contrario a la excarcelación por motivos de salud y se opuso asimismo a la concesión del arresto domiciliario. ¡Cáncer! Pero existía documentación al respecto —¡qué bien manejaban esos muchachos la documentación!— y el juez instructor ordenó de oficio el examen pericial.

El Dandi fue sacado del aislamiento y fue conducido a la enfermería. Al entrar en ella se topó con el Búfalo, quien la abandonaba después de uno de sus controles periódicos. Se miraron, cohibidos. El Búfalo rompió el silencio.

—Siento que te hayan cogido, Dandi.

El Dandi sorbió por la nariz y lanzó un pequeño silbido de desdén.

—No digas gilipolleces…

El Búfalo se quedó pensativo por unos instantes, y a continuación hizo ademán de darle un puñetazo.

—A decir verdad, no veía la hora de que te jodieran también a ti…

—¡Ahora sí que te reconozco!

El Dandi se echó a reír. El Búfalo también se rio. Sellaron la paz armada con un tenso apretón de manos. El Búfalo le pasó al Dandi un par de porros y el Dandi le pagó con una papelina de coca. El control era cosa de risa. Patrizia le había dado una caja de puros habanos y otra de champán que él había compartido con los médicos y las enfermeras. Tenían tiempo de sobra para el examen pericial: Miglianico le había asegurado que éste no se llevaría a cabo. Lo importante era que las cosas funcionasen fuera, pero para ello los negocios estaban ya en buenas manos: palabra de Donatella, quien, una vez firmada la declaración de convivencia con Ricotta, iba y venía como si fuese un correo de las Brigadas Rojas. Bastaba esperar. Con calma y sin hacer idioteces. La situación interna mejoraba. El Búfalo había dejado de dar la lata. El Esqueleto, Ojo Feroz, Ricotta y él habían adoptado la costumbre de jugar todas las noches al póker. Ricotta los desplumaba con regularidad: si bien le costaba distinguir un trío de una escalera, tenía una suerte acojonante. El Frío, no obstante, seguía siendo un fantasma indescifrable. Se había dejado ver por la enfermería en una sola ocasión. Macilento como un esqueleto, había permanecido en el umbral, escrutando el cuarteto de jugadores, indiferente a sus llamadas. Tras intercambiar un vago ademán de saludo con el Dandi, había regresado rápidamente a su celda.

—¿Qué le ocurre? —había preguntado el Dandi.

—Mal de amores… —había contestado Ricotta mientras recogía el dinero que había ganado en la última baza—. Roberta lo ha dejado.

—Mala suerte —había puntualizado el Esqueleto—. Está buscando una salida pero le ha salido el tiro por la culata.

—Él también quiere fingirse enfermo —había intervenido Ojo Feroz—. ¡Pero no todos tienen la suerte de encontrarse con un bonito cáncer como el del Dandi!

Todos se echaron a reír. El Dandi había distribuido unos puros. Ricotta se había encontrado con un póker servido en bandeja. En fin, que se estaban divirtiendo como en los viejos tiempos. Lástima lo de las mujeres, pero bueno, si el carcelero hacía la vista gorda… sí, se divertían. Hasta que un maldito día encerraron también al Seco y la historia dio un vuelco.