El tren saltó por los aires en el túnel. Hacía justo un año que el Rata había cantado. El tren saltó por los aires. Quince muertos y treinta heridos. El telediario interrumpe el maratón de las fiestas. Ediciones extraordinarias que abofetean las mesas engalanadas. El tren saltó por los aires. El tío Carlo se sirvió un vaso de zibibbo[36] y sonrió.
—Feliz Navidad y mis mejores deseos. ¡Y Padre, Hijo y Espíritu Santo!
El Maestro estaba asustado. Si bien estaba acostumbrado a no hacer preguntas, esta vez la sumisión a las reglas no pudo con la curiosidad. Al principio el tío Carlo lo ignoró, no obstante, cuando el Maestro volvió a la carga dejó de sonreír, lo miró a los ojos y susurró un proverbio en auténtico dialecto siciliano. Cuando el amigo no la oye la primera vez, de nada sirve repetir la pregunta. El Maestro estaba asustado. Pensó en el pequeño Danilo. El niño crecía sano, robusto, inteligente, inteligentísimo, a decir verdad. Una flor iridiscente de invernadero que gracias a la luz que emanaba de sus cualidades podría ofuscar el recuerdo de su origen incierto. Pero todo esto corría el riesgo de venirse abajo si lo acusaban de haber cometido un atentado. En ese caso, poco importaría que su hijo tuviese el cerebro de Einstein, a ojos de los demás se convertiría para siempre en el hijo de un asesino. El Maestro estaba asustado. El tío Carlo no había dejado traslucir nada durante los días precedentes. Ni siquiera la menor señal de inquietud. Le habían ocultado aquella terrible historia. No sabía nada de ella, no había participado mínimamente en ella. ¡Pero a ver quién se lo contaba a los jueces! El tío Carlo se estiró y se encendió un puro.
—¡Esos cabrones nos estaban tocando los huevos! ¡Ahora se lo pensarán dos veces!
El Maestro estaba cada vez más asustado. Por primera vez, y eso que llevaban trabajando juntos una infinidad de años, consideró la posibilidad de que el tío Carlo estuviese loco.
También el Viejo se inquietó al enterarse de la noticia. Era impensable que se pudiese llevar a cabo una acción de ese tipo sin que él fuese informado. La ausencia de reivindicaciones podía significar que la derecha estaba implicada. A diferencia de los rojos, perennemente ocupados en redactar prolijos y aburridísimos documentos, los fascistas predicaban y practicaban la mística del gesto, la idea sin palabras. ¿Se trataba entonces de grupos incontrolados, según la terrible expresión de moda? Poco probable. La bomba era fruto de una tecnología avanzada. Patrimonio de unos cuantos, refinadísimos especialistas cuyas prestaciones estaban reservadas a un estrecho círculo de selectos clientes. Fuera como fuese, aquello indicaba la existencia de un fallo en el sistema de seguridad interior. O los mandantes eran extranjeros y alguno de los suyos le hacía el doble juego. Pero el teléfono del Viejo hervía con las manifestaciones de desprecio que los representantes de los principales Servicios se habían apresurado a hacerle llegar. Los israelíes aseguraban estar espantados con aquel exceso de violencia ciega y gratuita. Los árabes juraban y perjuraban que los acuerdos de no-beligerancia en el interior del territorio nacional eran más válidos que nunca. Los de la Agencia se quedaron pasmados: en Italia la época de las bombas había concluido hacía ya algún tiempo. Y las legiones de banderas rojas que invadían la plaza gritando con impotencia la rabia de una Bolonia nuevamente herida, eran a decir poco un engorro. El resto de los Servicios no contaban.
Zeta resolvió el enigma en unas cuantas horas. Se trataba de un grupo que había surgido para urdir aquella acción. El mismo estaba compuesto por sicilianos y napolitanos. La mafia y algunos francotiradores de la camorra. El Viejo frunció el entrecejo. Según aseguraba Zeta, era una especie de estrategia diversiva: dado que los jueces estaban cavando hondo, algunas cabezas bien pensantes del crimen organizado habían decidido apuntar a lo alto. De esta forma, mientras todos se entretenían persiguiendo al nuevo terrorismo, ellos podrían recuperar sin mayores molestias el control del territorio.
—Error —le corrigió el Viejo—. El objetivo es otro.
—¿Cuál?
—Una negociación. Apuntan a lo alto para doblegar al Estado.
—¿Y qué ganan con eso?
—Protección. Acuerdos. Negocios. Leyes más benévolas.
En cualquier caso, un escenario interesante, una variante inédita, casi colombiana. En pocas palabras, intrigante. Zeta preguntó si debía preparar un informe para los jueces de Bolonia. El Viejo se quedó horrorizado.
—¡De ninguna manera!
—¿Debemos ayudarlos?
—¿A quién?
—A ellos… el grupo…
—Ni hablar.
—¿Entonces?
—Entonces —suspiró el Viejo—, observaremos lo que suceda. ¡Prestando la mayor atención a la evolución del caso, por supuesto!
Zeta esbozó una sonrisa maligna. Había reservado la noticia más apetitosa para el gran final.
—El detonador…
—¿Sí?
—Es obra del Holandés. Le han dado mil millones.
Si lo que pretendía era hacerle perder la calma, Zeta erró el tiro, porque el Viejo se limitó a encogerse de hombros.
—Ya sabéis cuál es el procedimiento. ¡Buen trabajo!