La RAI retransmitía en directo los funerales de Enrico Berlinguer. Al jefe de los comunistas se le había reventado una vena durante un mitin. Una vida al servicio de la democracia, decían los comentaristas. Muerte causada por el estrés. Un ataque y todo había terminado. Como la bala que te acecha al otro extremo de la calle donde vives. A fin de cuentas, la historia se repite. El final es ineludible. El Frío seguía la retransmisión en la sala común y se preguntaba qué era lo que podía empujar a cien mil personas a arrancarse el pelo por un trozo de carne muerta. Incluso Giorgio Almirante, el fascista, había rendido homenaje a su irreductible adversario de siempre. ¿Quién había sido aquel hombre? ¿Qué había hecho? ¿Por qué su ataúd se veía ahora rodeado de tanto amor, de tanto pesar? Si pensaba en su funeral le venían a la mente el rostro austero de su padre, las lágrimas de su madre, y se preguntaba si Gigio acudiría a él… ¿desde cuándo no había vuelto a tener noticias suyas? ¿Desde cuándo había empezado a sentirse tan desesperadamente solo? ¿Qué es lo que convierte a un hombre en un ser amado y feliz, y qué es lo que, en cambio, hace de él un canalla? El carcelero le dio unos leves golpecitos en el hombro.
—Al locutorio. Tiene visita.
—¿El abogado?
—Una visita, no sé nada más.
El Frío lo siguió de mala gana. Cuando la vio, sin embargo, las rodillas la flaquearon, y tuvo que apoyarse en los hombros del guardián.
—¿Se encuentra bien?
—Todo bien, jefe —dijo, recuperando el control. Pero su tono jactancioso delataba una cierta inseguridad: deseo, tal vez esperanza, por descontado miedo.
Roberta estaba sentada, pálida y circunspecta, al otro lado del cristal divisorio.
—¿Cómo estás? —le preguntó. Iba vestida de blanco.
El Frío apoyó las manos sobre el cristal. Y no poder tocarla. No poder tocar aquellos ojos que ardían de cansancio, aflicción, desilusión.
—Tirando —suspiró al final, dejándose caer sobre la silla—. ¿Y tú?
—Así.
—¿Estás con alguien?
Roberta se crispó.
—¿Crees que en Roma hay alguien dispuesto a salir con la mujer del Frío?
Un desprecio velado, un reproche. Y, sin embargo, jamás había habido violencia entre ellos. Ella sabía que nunca la habría.
—Pero a ti te gustaría… otro, quiero decir…
—No. Pero no quiero seguir siendo la mujer del Frío.
—Me lo imaginaba. Todo este tiempo…
—He encontrado un trabajo.
—¿Qué trabajo?
—¡No tiene nada que ver con lo que hacen tus amigas! Un auténtico trabajo… y he empezado a estudiar otra vez…
—Muy bien. Te deseo mucha suerte.
Roberta se arrojó sobre el cristal con un arranque de rabia.
—Pero ¿no entiendes que para ti… para nosotros… mientras sigas aquí dentro… no hay… no hay…?
Apenas podía contener las lágrimas. Unas feas arrugas de amargura deformaban las comisuras de sus labios, antaño tan frescos. El Frío notó los granos, que una leve capa de maquillaje disimulaba a duras penas.
—Futuro. No hay futuro —dijo completando la frase—. Pero es mi vida, Roberta.
El Frío llamó al carcelero e hizo que lo condujera de nuevo a su celda. Mejor dejarse así, sin malgastar más palabras. No podía soportar el desgarro.
El Búfalo les cerró el paso en el corredor del ala número tres.
—Sólo dos minutos, guardia…
El vigilante se apartó con discreción. El Frío extendió las manos hacia delante.
—No es el momento, Búfalo.
El Búfalo sacudió la cabeza.
—Lo sé, lo sé. Roberta ha venido y ahora estás destrozado. Sólo quería decirte que te entiendo… y que lo siento…
—Gracias.
El Búfalo encendió un canuto y se lo pasó. El carcelero abrió los brazos, en un ademán de resignación. El Búfalo le indicó con un gesto que no se alterase: teniendo en cuenta el dinero que recibía cada mes, lo menos que podía hacer era entender cuándo era el momento de cerrar los ojos.
—Yo no te guardo rencor, Frío. Quería decírtelo.
El Frío asintió con la cabeza. En su fuero interno, se sofocaba.
—En tu opinión, el Dandi no se está comportando mal, ¿eh?
—No. No se está comportando mal.
—Pues bien, habrá que llegar a un acuerdo, ¿no?
—El acuerdo ya existe, Búfalo. Nosotros somos el acuerdo.
—Puede que tengas razón, Frío. En cualquier caso…
El guardia se acercó a ellos, nerviosísimo.
—Mirad que de un momento a otro pasará la inspección…
El Búfalo apagó el canuto y resopló. Luego, de repente, se abalanzó sobre el Frío y lo abrazó. El Frío venció el impulso de estamparlo contra la pared y le devolvió el abrazo sin demasiada convicción. El carcelero consiguió llevárselo por fin. Astucia, paciencia, veneno, el Búfalo se rio en su fuero interno mientras extraía otro canuto del bolsillo. Esto no ha hecho más que empezar. El muro no se derriba a cornadas.
Aquella noche, el Frío hizo acudir a su celda a Ricotta.
—Dile a Donatella que tengo que hablar con Vanessa. Cuanto antes.
Ricotta le aseguró que le transmitiría el mensaje durante la visita del viernes.