IV

Cuando Zeta y Equis le contaron la propuesta del Viejo, el Dandi se mostró receloso.

—A ver si lo entiendo: vuestro jefe necesita ciertos documentos, y dado que los mismos están en un sitio al que él no tiene acceso, organiza un pequeño asalto…

—Llamémoslo más bien recuperación —repuso Zeta picado.

—Disculpa… amigo… en el colegio no se me daba bien lengua… ¿qué estaba diciendo? Ah, sí, la recuperación… en fin, que se reúnen unos cuantos muchachos y se organiza esa recuperación… el acuerdo está claro: «vosotros el dinero y yo la documentación». Sólo que en el momento crucial al jefe de estos recuperadores le da por quedarse con los papeles y por empezar a jugar sucio con vosotros…

—Veo que has centrado el problema —reconoció Zeta.

—¡Sí lo has pillado! —corroboró Equis.

—Y por eso me necesitáis ahora. Para recuperar lo recuperado…

—Precisamente.

—¿Y quién es ese tipo?

—Lo llaman el Larinés.

—¡Vaya por Dios!

—¿Lo conoces?

—Hace años estuvimos juntos en el colegio…

—Entonces, ¿sí o no?

Perplejo, el Dandi se encendió un cigarrillo.

—Lo que me pregunto es: si ese elemento os molesta tanto, ¿por qué no os ocupáis vosotros mismos de él?

—Eso no te concierne.

El Dandi masticó su chicle antes de escupirlo con un gesto absoluto desprecio. Sentía unas ganas inmensas de mandarlos a la mierda. Tal vez con una noble salida del tipo: «el Dandi no traiciona a los viejos amigos». El Larinés, en realidad, le importaba poco menos que un comino. Era un hijo de perra, un delincuente de chicha y nabo. Había tenido una buena ocasión y no había sabido aprovecharla. Lo que más le molestaba era que el Viejo y sus secuaces lo siguiesen tratando como el macarra que había sido en su día y que hoy se negaría a ser. Un peón al que podrían sacrificar el día menos pensado. Ya no quería depender de nadie. Quería salir con las manos limpias tanto de ésta como del resto de las historias. El Viejo era el único que podía ayudarlo.

—Está bien. Hablaremos cuando el trabajo haya sido realizado.

Se había visto obligado a aceptar. Pero lo iba a hacer de mala gana, deseando casi que algo se torciese a última hora. El asunto, en sí, no presentaba grandes dificultades. El Larinés no tomaba particulares precauciones y nunca se separaba del maletín donde, con toda probabilidad, guardaba los documentos que interesaban al Viejo. El Dandi sólo tuvo que desempolvar el viejo pasamontañas, procurarse un hierro limado, robar un coche, esperar a que el Larinés acabase de divertirse con su amiguita, una polaca a la que visitaba todos los viernes por la tarde en Torvajanica, disparar un par de balas al objetivo, y culminar «la recuperación de lo recuperado». Desmontó la pistola y la arrojó al mar. Tal vez el Larinés siguiese con vida. Lo había dejado agonizando. Había disparado sin ton ni son, sin pretensión de matarlo. Entregó el maletín a Zeta con una mueca de desprecio. El suceso no le había alterado particularmente: como mucho un ramalazo de miedo, la angustia de toparse con una barrera, la rabia impotente de haber sido relegado de nuevo al puesto de sicario a sueldo. ¡Él, el Dandi! Por la noche, de vuelta en el refugio de Sabaudia, se enteró por el telediario que el Larinés no se había salvado. Por primera vez en muchos años el Dandi se sintió un miserable, y bebió hasta reventar.

Unos días después, Zeta y Equis le entregaron un opúsculo y una semana más tarde tuvo que acudir a un edificio que daba a Villa Balestra. Lo introdujeron en una estancia oscura y un grupo de encapuchados lo acribilló a preguntas. El Dandi recitó de memoria las fórmulas que había leído en el opúsculo mientras unas risitas educadas recalcaban sus faltas gramaticales más garrafales. Tras jurar por tres veces lealtad a cierto gran arquitecto, las luces se encendieron, los invitados se quitaron las capuchas y celebraron con un alegre aplauso la incorporación del nuevo adepto. El Dandi miró en derredor decepcionado y más bien molesto por aquella payasada. Zeta y Equis le presentaron al resto de sus hermanos: un político, un actor, un profesor universitario, un médico, y Miglianico y Grattantini, dos abogados, caras famosas en el Palacio de Justicia. Vasta los había definido en una ocasión como «parachoques de lujo». El Dandi se preguntó si no habría cometido un trágico error. Zeta le ofreció una bebida en un vaso de papel. El Dandi consideró con disgusto el moscatel de cuatro perras: ¿por una porquería como ésa había eliminado al Larinés? Miglianico lo cogió por el brazo.

—Una ceremonia frugal de acuerdo con el espíritu de la Hermandad…

—¡A mí me ha costado cara!

—Hace tiempo conocí a un amigo tuyo… Nembo Kid… él también era un hermano…

—¡Y acabó como un miserable!

—Bueno, sí, pero a ti te irá mejor, no te preocupes.

El Dandi se rascó. El abogado se echó a reír y le dio una palmadita en el hombro.

—Fíate. ¡Todo se resolverá!

El Dandi comunicó a los de dentro que habían cambiado de abogado. El Búfalo y el Frío permanecieron fieles a Vasta. El resto lo siguió. Diez días después de la ceremonia de los encapuchados, el juez instructor decretó el arresto domiciliario para Treintamonedas. Si bien había que reconocer que la argucia era mérito de Vasta y que el planteamiento del asunto era también obra suya, el Dandi no pudo por menos que considerar una señal del destino aquella particular secuencia temporal. Una señal positiva, por fin. Vanessa hacía todo cuanto podía, y también el Esmirriado se estaba desviviendo, pero recuperar a aquella partida de colgados era una tarea merecedora de desesperación. Con Treintamonedas de nuevo en circulación, las cosas cambiaban. Ahora sí que podrían volver a poner en marcha la venta. El Larinés no tardó en caer en el olvido: como de costumbre, el Dandi había hecho lo que correspondía.