III

Cuando Ricotta llegó a Regina Coeli a mediados de marzo se encontró con una situación terrible. El Esqueleto y Ojo Feroz formaban un tándem, en tanto que el Tapón iba a la suya. El Búfalo hablaba solo con el Niño, y el Frío permanecía siempre encerrado en su celda contando las cucarachas de las paredes. Por doquier caras largas, gruñidos, pullas. Ricotta era un buen chico. Sufría en lo más hondo al verlos tan tristes, cabreados y exhaustos. Habló con el Búfalo, habló con el Frío, volvió a hablar con el Búfalo, luego otra vez con el Tapón y con el Frío, y al final, engatusando a un guardia solícito, consiguió reunirlos a todos alrededor de una mesa.

—Pero bueno ¿qué os pasa, amigos? Los de fuera han recuperado el control. Roma sigue siendo nuestra, como antaño. Recibimos nuestra parte con regularidad y a nosotros dos, Búfalo, que llevamos dentro más tiempo, nos pagan incluso el doble. ¿Se puede saber qué coño es lo que no funciona?

—Quiero ver al Dandi aquí dentro. Como a los demás —rugió el Búfalo.

—¡Y dale! —estalló el Tapón—. ¿Quieres meterte en la cabeza de una vez que el hecho de que el Dandi siga en la calle es como el maná para nosotros? Si lo cogen, ¿quién nos quedará fuera? ¿Treintamonedas? ¿El Negro? Solos no bastan, no tienen huevos…

—Al menos —masculló el Búfalo—, Treintamonedas ha pasado algo de tiempo a la sombra… ¡y Vasta incluso lo sacó!

—¡Cálmate, Búfalo! ¡Estamos ya hasta las narices de esa historia del Dandi!

—¡Háblame como se debe, lameculos!

El Tapón se puso de pie de un salto. El Búfalo escupió al suelo.

—¿Qué pasa, buscas pelea?

Ojo Feroz y el Esqueleto no querían intervenir. Ricotta se interpuso entre los dos y pidió disculpas al Tapón en nombre del Búfalo. A continuación lanzó una mirada desesperada al Frío. El Frío sacudió la cabeza, se levantó, y abandonó la reunión sin decir una palabra. Ricotta se pasaba la vida intentando apaciguarlos. Pero no tardó en comprender que era en vano. Ricotta, que no soportaba la soledad y el silencio, se hizo entonces amigo de Tonchino, un brigadista de la vieja guardia con los ojos almendrados.

Cosa extraña, porque ellos por los terroristas, sobre todo los rojos, sentían lástima a la vez que un cierto desprecio. Pero Tonchino era diferente. Tonchino era un tipo abierto. Tocaba extrañas canciones con la guitarra y leía libros a mansalva. Tenía dos condenas a cadena perpetua sobre sus espaldas y veinte procesos abiertos. Era pobre de solemnidad, hasta tal punto que Ricotta se apiadó de él y, sin que lo supieran los demás, empezó a pasarle una parte de su cuota.

Un día, Ricotta vio que Tonchino copiaba una cosa de un libro.

—¿Qué es? ¿Una nueva proclamación de lucha armada?

—Poesía —respondió el otro a secas.

—¿Poesía?

—¡Sí, Rico, poesía! ¡Hasta Mao escribía versos!

—¿En serio? Ah, ahora lo entiendo: ¡dado que con las metralletas os ha salido el tiro por la culata, ahora la revolución la hacéis con la poesía!

Tonchino se echó a reír y le lanzó el libro.

—¡Ten, un poco de cultura!

Ricotta echó un vistazo al volumen y se iluminó.

—¡Ah, Pasolini! ¿Sabes que lo conocí? ¡Un gran tipo!

—¿Sabes que era comunista?

—Si es por eso, también era homosexual. Pero sobre gustos no hay nada escrito, ¿verdad? Además, ¿qué tiene que ver eso con la revolución?

—La verdad es que yo tampoco lo sé —le respondió Tonchino pensativo—, pero siento que aquí dentro intentan anular mi naturaleza humana. Y la poesía me ayuda a recordar que existo. Que todavía estoy aquí, vaya…

A Ricotta se le escapó una mueca burlona. ¡Mi naturaleza humana! Pues sí… pero, en cualquier caso, el brigadista podía resultarle útil.

—Escucha, tú que sabes poesía… hazme un favor, ¿puedes escribirme una carta?

Tonchino se dulcificó.

—¿Tienes novia?

—¡Ojalá! Pero si me echas una mano, puede que encuentre una…

Hacía tiempo que pensaba en Donatella. Hermosa mujer, ardiente y apasionada. Nembo Kid le había jugado una mala pasada dejando que le llenasen el cuerpo de balas en Milán. Pero, quién sabe, tal vez se hubiese cansado ya de la viudedad. Y a veces, dos palabras bien dichas, en el momento adecuado…

—Está bien, empecemos: ¿qué quieres que escriba?

—Bueno… sí, eso es: que aquí dentro la vida es una mierda, que si pienso en ella, siento una cosa en la entrepierna, como los críos… ¿Qué te parece? ¿Es un poco fuerte para empezar?

—¡Déjame trabajar a mí, delincuente! —dijo Tonchino riéndose.

Donatella se encolerizó cuando leyó la primera carta. ¡Qué se creía ese animal de Ricotta, al que las mujeres rehuían porque, además de dar miedo, apestaba! Pero, ay, Ricotta no era de los que se rinden con facilidad: las cartas llovían sin cesar, y Tonchino tenía alma de poeta. Y dale que dale, erre que erre, hasta que al final Donatella pidió una entrevista en la que Ricotta le pareció menos feo de lo que recordaba, poco menos que cordial, e incluso torpe en la ruda timidez que suele caracterizar los tanteos iniciales. En fin, que entre una carta y un beso robado, pasados dos meses estaban juntos. Ricotta, en un arrebato de sincera devoción, entregó a Tonchino toda su parte del mes. El brigadista le dio las gracias y lo invitó a cenar esa misma noche. A media tarde, sin embargo, y sin previo aviso, Tonchino hizo su bolsa y subió a un camión celular. Destino desconocido. Ricotta se quedó de piedra. Una semana después leyeron en los periódicos que se había arrepentido y que sus declaraciones habían servido para derribar la red de irreductibles de Turín. Seguro, masculló Ricotta, que la buena idea se la di yo. Pero aun así no le guardó rencor: después de todo, estaba con Donatella gracias a él.