II

El Dandi estaba negro. Los recursos habían sido rechazados. Todos debían permanecer en la cárcel.

—¡Y luego lo llaman el Tribunal de la Libertad! ¡Pues vaya mierda de libertad! ¡Eso es un pelotón de ejecución!

Vasta trató de calmarlo.

—Ya conoce el dicho: los perros no se muerden entre ellos… es gente de Roma, hay que entenderlos… no han querido enfrentarse a la Fiscalía… ya tengo preparada la documentación para el tribunal de casación. ¡Verá como ahí otro gallo nos canta!

—Puede ser. Pero mientras tanto nosotros te seguimos pagando. ¡Así que mientras paguemos trata de ganarte el pan!

Pero esta vez Borgia debía de haber ido hasta el fondo, porque en el tribunal de casación las cosas no cambiaron demasiado. Al contrario, si uno leía la orden —catorce páginas repletas de comentarios sarcásticos y bofetadas dirigidas a Vasta, a los abogados y a todos ellos—, daba la impresión de que habían perdido toda esperanza. «Declaraciones de la mayor fiabilidad». «Colaboración obtenida gracias a un profundo trabajo interior». «Altísimo grado probatorio de los indicios…» «Verificaciones extrínsecas a la citación por complicidad…»

El Dandi estaba fuera de sí.

—Pero bueno, ¿es que ahora santifican a los canallas?

Una vez más, Vasta trató de calmarlo. Se encontraban ante un inesperado y desgraciado giro de la jurisprudencia. Era muy probable que los recientes sucesos terroristas y la renovada inquietud sobre la mafia siciliana hubiesen endurecido los espíritus. La orden era sencillamente reprobable: estaban pagando por la exasperación del clima político. Esos jueces habían prestado un mal servicio a la justicia, pero se trataba sólo de una fase transitoria. Había que tener paciencia. Los plazos se alargaban y al final todo volvería al razonable cauce de la lógica jurídica. Y una vez en ese terreno, Borgia sufriría la enésima amarga derrota.

El Dandi no atendía a razones. El mero hecho de que Vasta se expresase como un leguleyo significaba que las cosas no podían ir peor. Había que buscar nuevas vías. Toda aquella verborrea tenía un único sentido: la hora de Vasta tocaba a su fin. El abogado lo escrutaba a través de los gruesos cristales de sus gafas con unos ojitos gélidos y gelatinosos.

—¿Queréis cambiar? Hacedlo. Hay más abogados en Roma que magistrados en toda Italia…

El Dandi se dirigió a Zeta y Equis. Los agentes se tomaron su tiempo y pidieron instrucciones al Viejo.

El Viejo se mostró por una vez indeciso. Si uno razonaba con lucidez, la conclusión era que la situación general se estaba normalizando. Los comunistas habían sido enviados a la oposición y aunque seguían armando mucha bulla, su influencia se iba reduciendo poco a poco. El inevitable declive era ya imparable: unos cuantos años más y las banderas con la hoz y el martillo acabarían en el mercadillo de Porta Portese. El terrorismo rojo y negro había entrado en un remolino autodestructor del que nunca iba a poder salir. Entre los arrepentimientos, las delaciones, las defecciones y los arrestos, la generación de 1970 había sido cancelada. En cuanto a la mafia, ésta nunca había supuesto un auténtico problema. La mafia era algo más que una mera institución: era una necesidad histórica. Al final siempre era posible llegar a un acuerdo con ella. Italia navegaba tranquila hacia los años noventa suavemente mecida por el ritmo de comedia de la antigua cuadrilla de poderes en eterno conflicto. Sí, la nave va: y si la nave va, ¿quién necesita a los piratas? Si uno razonaba con lucidez, había que librarse de una vez por todas de aquella vulgar banda de gánsteres rehabilitados. Pero éste era tan sólo un aspecto del dilema: el más aparente, el más banal. Al Viejo le repugnaban los razonamientos lúcidos. La espiral de la serpiente en un campo ensangrentado era su logo heráldico preferido. Ouroboros, la serpiente que se muerde la cola, el símbolo con el que soñaba. El coro del Falstaff de Verdi —todo es burla, todo hombre es víctima del engaño— la más alta definición de sabiduría jamás concebida. Sí, todo es burla. Todo hombre es víctima del engaño. Sujetar los hilos del juego. Hacer bailar a los aliados, incluso a los más incómodos. Porque nunca se sabe lo que puede suceder mañana, y unos cuantos piratas de recambio siempre pueden resultar útiles. Pero también, por decirlo de algún modo, por amor al arte: para preservar de cara a las futuras generaciones ese viento irracional e imparcial que constituía la base más sólida de su poder. Un poder único, sin origen y sin salida. La forma más perfecta y conseguida de anarquía. Una invención suya, pero sin legado para la posteridad. Una vez muerto el Viejo, moriría también el sistema. La eternidad era el único enemigo que nunca conseguiría derrotar. Las arrugas se multiplicaban sobre su rostro. Su final se asemejaría al de la Bella Elena de los diálogos de Luciano: un cráneo vacío, que hasta los gusanos menospreciarían. Mientras tanto había que seguir jugando. Mientras tanto había que ayudar y proteger al Dandi. Sin perder de vista su propio interés. En el mercado del coleccionismo los autómatas habían alcanzado precios hiperbólicos. Acababa de adquirir un modelo que todavía funcionaba de la Máquina de Lectura que Agostino Ramelli había proyectado en 1598 y que un sorprendente artista polaco había realizado cuatro siglos después. No era un original y, considerándolo bien, no tenía mucho que ver con el resto de piezas de su colección. ¡Pero aquel artefacto de madera y tornillos que, mediante una sencilla presión en los pedales, hojeaba doscientos tomos antiguos era de una belleza extraordinaria! Había sido un capricho, de acuerdo. ¡Pero sin caprichos la vida es algo, como mínimo, mezquino! En cualquier caso, sus fondos estaban agotados. De forma que si el Dandi quería ayuda, iba a tener que pagar.