IV

No, el Rata no lo había contado todo. No mencionó al barón Rosellini porque le convenía ya que, aunque sólo fuese por las dos llamadas telefónicas que había efectuado desde Florencia, se arriesgaba a que lo acusasen de complicidad en un secuestro y en un homicidio. No mencionó a Vanessa: por el antiguo amor que, en el último momento, había prevalecido sobre el instinto de venganza. No mencionó al Esmirriado, no mencionó al tío Carlo y al Maestro, no mencionó al Seco y tampoco al Negro: porque una nulidad como él desconocía estas cosas y, pensándolo bien, había sido una bendición mantener al margen a aquel infame.

El Dandi se escondía en el Circeo. Un amigo del Seco, un constructor napolitano relacionado con los Casalesi, alquilaba durante todo el año una residencia de dos pisos en el paseo marítimo de Sabaudia. El Seco y el Esmirriado lo mantenían constantemente al día sobre la andadura de la investigación. Pero el aislamiento le pesaba. Desde la cristalera de la terraza se divisaban las villas de los intelectuales de izquierdas. Desiertas durante toda la semana, durante el fin de semana se llenaban de caras conocidas. Una noche en la que celebraban una fiesta por un premio cualquiera, el Dandi se presentó con una botella de dos litros de champán. Dijo que era un industrial. Los admiraba muchísimo. La cultura era todo. Superada la timidez inicial, sacaron unas copas y lo invitaron a unirse al brindis. El Dandi hizo un aparte con un famoso director y le confesó que el cine había sido siempre su sueño. El director observó con vago desdén a aquella especie de advenedizo y le preguntó con educación sobre los papeles que prefería.

—No soy un actor. Lo que quiero es producir películas.

—Se necesitan miles de millones, querido.

—El dinero no es un problema.

—¿Y qué película tiene pensada?

—Una historia sobre el hampa.

—Eso son americanadas —le interrumpió con brusquedad el director.

Entonces, pensó el Dandi mientras regresaba furibundo a casa del napolitano, ¡iré a América y me compraré todo Hollywood! Se había comportado como un fanfarrón, de acuerdo, pero le costaba soportar toda aquella soledad. Cuando acudió a entregarle ciertos documentos seguros, Zeta le aconsejó que se expatriase. ¡Mira tú por donde! ¡Para acabar como el Negro! No, el Dandi no pensaba mínimamente en escapar. Pasado un mes, se presentó una mañana en casa de Patrizia.

—Pero ¿estás loco? Mira que te están buscando… aquí salimos a registro diario…

—¡Cierra los ojos!

Patrizia obedeció. El Dandi se colocó detrás de ella y Patrizia sintió que algo frío resbalaba alrededor de su cuello.

—Ahora puedes mirar.

—¡Qué bonito! —reconoció ella mientras admiraba el collar de perlas—, pero ¿cómo lo has conseguido?

El Dandi esbozó la sonrisa de las grandes ocasiones.

—Un detalle. Desnúdate. Estoy a punto de reventar.

—Antes la ducha.

—Como la primera vez, ¿recuerdas?

A Patrizia se le escapó una sonrisa de ternura. Mal que le pesase, tenía que reconocer que lo había echado de menos. El Dandi regresó del baño mojado, desnudo, y preparado. Patrizia se tendió sobre las sábanas negras, abrió las piernas y cerró los ojos. El Dandi se arrojó gimiendo sobre ella. Permanecieron tres horas en la cama. Al final, el Dandi se separó de ella con un larguísimo beso. No sabía si volvería, ni tampoco cuándo, pero después de aquel encuentro se sentía como Superman después de deshacerse de la ropa de Clark Kent.

Por la tarde pasó por el bufete de Vasta y firmó el nombramiento. A las siete llegaba a la villa del Maestro. El tío Carlo lo bendijo desde lo alto de sus catorce años de prófugo.

—Sigue escondido, no te fíes de nadie y si algo te huele mal, recuerda: mejor una reclusión honesta que una bala repentina.

El Dandi le preguntó por el pequeño Danilo. El Maestro se iluminó.

—¡Todavía no ha cumplido cinco años y ya está aprendiendo a leer! He contratado una institutriz americana porque hoy en día sin el inglés no se llega a ninguna parte. ¡Mi hijo es un niño prodigio, lo siento!

El tío Carlo tosió discretamente. Había llegado el momento de pasar a temas más serios. El negocio de los terrenos en Cerdeña había procurado ya un beneficio de doscientos millones.

—¿Los quieres o los reinvertimos, Dandi?

—Mitad y mitad. Necesito un poco de dinero para los abogados.

—No sabes cómo te comprendo —suspiró el tío Carlo—, los abogados son como las putas. ¡Te chupan la polla y la sangre!

El Maestro les comunicó que había dos kilos de mercancía para distribuir. El Dandi pidió una semana para reorganizar el sector, que había quedado desmantelado tras los arrestos. El Maestro se ofreció para hacer llegar diez tipos de Palermo. El Dandi no parecía convencido.

—¿Y qué pueden saber ésos de cómo funcionan las cosas en Roma? Apenas pongan el pie en la calle los cogerán.

El tío Carlo se mostró de acuerdo y le concedió una semana. Pero ni un día más: dejar el mercado sin suministro durante demasiado tiempo podía generar apetitos indeseados.

—Lo conseguiré —prometió el Dandi.

—Estoy seguro —dijo el tío Carlo.

El Seco, el Negro, el Esmirriado y Vanessa lo esperaban en Villa Candy. La adquisición de la mansión del Corbatero después de que éste pasase a mejor vida había sido un toque de clase del Seco. El Negro les informó sobre los sectores del juego y del videopóker: todo en orden, las timbas funcionaban con normalidad y los recaudadores pagaban puntualmente. El Seco ilustró la situación general. Las revelaciones del Rata habían acabado con toda la red de tráfico de las zonas Centro-Sur, Trastevere-Testaccio en Palocco, Infernetto, Ardeatino, hasta Ostia. Pero el área Roma Norte-Flaminio había quedado prácticamente intacta.

—En teoría, sí —repuso Vanessa—, pero los clientes tienen miedo y la mercancía está enmoheciendo.

—Hay que convencerlos de que vuelvan a la venta —comentó el Dandi.

—De eso me encargo yo —aseguró el Esmirriado.

—¿Crees que lo lograrás?

—Garantizado. Primero lo intentaremos por las buenas, y en caso de que no funcione pasaremos a las violentas.

—Y doblaremos el precio —sugirió el Seco—, hace cuarenta días que en Roma no se ha vuelto a ver una dosis. En la calle están enloqueciendo.

El Dandi pensó en los viejos tiempos. En la sabiduría del Libanés.

—De eso nada. Haremos circular mucha y a mitad precio. Jugaremos con ellos durante una semana. Hemos de conseguir que todos vuelvan con nosotros. Todos juntos. Después iremos aumentando el precio poco a poco.

—Así perderemos dinero —protestó el Seco.

—No, si la mercancía es abundante y el flujo ininterrumpido.

—¿Y quién dispone de tanta mercancía? Los canales se han secado…

—Eso es asunto mío —le respondió con dureza el Dandi, mirándolo a los ojos. El Esmirriado sonrió.

—Estoy contigo, Dandi.

—Yo también —corroboró el Negro.

El Seco no daba su brazo a torcer.

—Pero ¿por qué? De esa forma inundaremos el mercado… ¿qué prisa hay?

—Necesitamos liquidez, Seco —le explicó con calma el Negro, que había captado la onda—, los de dentro están cabreados.

—¡Ah, los de dentro! —comentó el Seco con desdén.

—Treintamonedas todavía no ha visto una lira —intervino Vanessa.

El Dandi miró al Negro. El Negro le indicó con un gesto de la cabeza al Seco. Éste, interesado por la contabilidad, extrajo una calculadora del bolsillo y se puso a teclear furibundo.

—Déjanos solos, Vanessa —ordenó el Dandi sin perder la compostura.

La muchacha salió contoneándose. El Dandi arrancó la calculadora de manos del Seco y la estampó contra la pared.

—No me digas que no has pagado los gastos a los de dentro.

—Ha habido ciertas dificultades, Dandi…

—No me digas que no has pasado su parte a las familias.

—Vamos, Dandi…

El Dandi le dio una bofetada. El Seco se tambaleó tratando de mantener el equilibrio. El Dandi le dio otra. El Seco cayó al suelo.

—¡Dandi, basta! —dijo el Negro.

El Dandi hizo un esfuerzo para controlarse.

—Cuando uno de nosotros acaba entre rejas, se generan ciertas obligaciones, Seco. Obligaciones que hay que respetar. Mañana por la mañana envías los cheques y distribuyes su parte a las familias. ¿Queda claro?

El Seco se levantó ayudado por el Negro y el Esmirriado. El odio hizo brillar sus ojos. Pero la prudencia se impuso. Mejor no insistir. El Seco se achicó, se tornó humilde, solícito.

—Tienes razón, he cometido un error. Pensé que era mejor dejar las cosas como estaban hasta que regresases… por una cuestión de respeto, Dandi, créeme…

El Negro sofocó una carcajada mezcla de desdén y admiración. ¡Menudo era el Seco! ¡El magnífico rector del Ateneo de las serpientes!

—¡Eso es una gilipollez! Ahora te digo yo lo que pensaste: ésos están dentro y nosotros fuera. ¡Que se jodan! Se te ha ocurrido declarar la guerra en el peor de los momentos, Seco. En los periodos más débiles hay que permanecer unidos… ¿y si el Búfalo se mosquea y empieza a largar? ¿Y si el Frío se arrepiente? ¿A que no has pensado en esas cosas? Y en el Tapón, que es de los nuestros, ¿has pensado en él?

—Está bien, Dandi, he aprendido la lección. —El Seco se arrodilló tendiéndole la mano—. ¿Amigos como antes?

El Dandi ignoró el gesto.

—Yo vuelvo a la playa —anunció, dirigiéndose a los otros dos—. Cuento con vosotros.

Antes de marcharse escupió en el suelo. El Seco cerró los ojos: apostaba su casa, sus cuentas bancarias, sus tienda, sus locales, todo aquello que había acumulado, a que un día u otro se la haría pagar.