II

Las brigadas de Scialoja se movilizaron a la peor hora, cuando las defensas se han bajado y el lúgubre ruido del golpe de las armas contra la puerta de casa te hace maldecir el momento en el que optaste por la mala vida.

Pillaron a Ojo Feroz —quien después de una vida sexual poco menos que desenfrenada por fin se había comprometido de verdad— abrazado a su novia, una morenaza cubierta de joyas que regentaba un restaurante de Fiumicino.

—¿Dónde te llevan, cariño?

Mientras ella, melodramática, se retorcía los dedos cubiertos de rubíes, su hombre se tapaba el miembro a la par que brincaba desesperado tratando de encontrar su camisa y sus calzoncillos sin dejar de insultar a la bofia. ¡Todo un espectáculo!

El Esqueleto, que dormía con la pistola bajo el almohadón, levantó los brazos cuando tiraron abajo la puerta y se declaró prisionero político. El jefe de la brigada soltó una carcajada y le dio una patada en las espinillas. El Esqueleto bajó los brazos y se encogió de hombros: jamás se había destacado por su sentido del humor.

A Treintamonedas lo encontraron en compañía de una atractiva muchacha de aire ingenuo y asustado. El napolitano dijo que se trataba de su enfermera personal, a la que había llamado urgentemente a causa de un cólico. Los policías la identificaron y la dejaron marcharse. Por otra parte, el Rata nunca había mencionado en las actas a una tal Vanessa. Treintamonedas ofreció una bebida a los policías y éstos la rechazaron. Cuando citó el nombre de Santini, Fabio, los agentes le comunicaron que ya había sido asignado a Forte Boccea. Entonces intentó sobornarles y se ganó un par de bofetadas. Resignado, preparó una maleta llena de certificados médicos y los siguió.

El Tapón, que todavía vivía con su madre, trató de esconderse en un armario pero fue delatado por un estornudo. Carlo Bufones protestó a gritos cuando enrollaron el cierre metálico de la tienda familiar con un pie de cabra. El pobre desgraciado no sólo llevaba varios meses fuera del grupo sino que además consideraba una ofensa que asociasen su nombre al de los canallas que habían asesinado a su hermano gemelo. Declaración que, mirándolo bien, era tan reveladora como peligrosa y que, por otra parte, no fue adecuadamente valorada en ese momento. Los maderos, implacables, sólo tenían una orden: encerrarlos a todos. De forma que se lo llevaron también a él y aquella frase incriminatoria no fue transcrita en ninguna de las actas.

Sólo el Dandi escapó a la redada. Según el Rata, el Dandi contaba con un refugio cercano a la Feria de Roma. Oficialmente se trataba de la casa de Patrizia, pero él entraba y salía de ella cuando quería. Carecía de puerta blindada o de cualquier otro tipo de cierre especial. Desde su estancia en la cárcel, Patrizia odiaba los cerrojos. Por otra parte, en Roma no había nacido todavía un loco que se atreviese a molestar a la mujer del jefe. Scialoja entró gracias a las llaves que ella le había metido en el bolsillo durante el funeral del Rana. A pesar del peligro que implicaba aquella intromisión, el policía no pudo por menos que mirar admirado a su alrededor. Blanco por doquier, y unas cuantas piezas de diseño: tanta esencialidad sólo podía ser obra de un arquitecto, ¿o del tiempo? Scialoja apagó todas las luces, se encendió un cigarrillo, y se acomodó sobre el sofá que había frente a la puerta de entrada. Desde la época de Porta Maggiore, su palomita había recorrido un buen trecho. Y, sin embargo, estaba seguro de que seguía conservando en algún sitio el cofrecito con los objetos que encarnaban sus miserables sueños ordinarios y ávidos: las monedas, los anillos, la foto de Raquel Welch, el catálogo de las joyas de Bulgari, el folleto que prometía unas vacaciones en los mares del Sur… En cualquier caso, mientras sus hombres detenían a los jefes, él había decidido capturar al Dandi por su cuenta. Borgia lo habría definido una estúpida chulería. Y quizá lo fuese. Pero a la vez tenía que ver con la ruptura de cadenas, con el abandono de ciertas herencias, con juegos perversos que, en caso de no interrumpirse, pueden arrastrarnos a abismos desconocidos. Una elección ineludible. Instinto de conservación. Scialoja había descubierto que poseía una buena reserva cuando había comprado a un utilero del circo un frasco de aceite de hachís afgano. Tras la primera esnifada había sentido que se desdoblaba. Con la segunda había tenido la sensación de que el corazón se paseaba por la habitación. La tercera no había llegado a producirse ya que la droga había acabado en el váter. Tenía dieciséis años. Desde entonces no se había vuelto a hacer un canuto como Dios manda. Instinto de conservación. Para justificar su arrebato les había dicho a sus colegas que, dada la peligrosidad del Dandi, era mejor proceder en modo tranquilo, sin escándalos ni premuras. Pero mientras se deslizaba en la torpe inquietud de la espera se sorprendió acariciando con una sensación reconfortante, incluso afectuosa, el mango de la Beretta reglamentaria. Seguro que el Dandi iba armado. ¿Y si oponía resistencia? Quitó el seguro. Tal vez fuese necesario dispararle. Dicha perspectiva, pensó con un estremecimiento, no lo desconcertaba demasiado. Por otra parte, nadie le garantizaba que justo esa noche el Dandi decidiese hacer uso del «buen retiro». En caso de que no fuese así, procedería de manera ordinaria al amanecer. Con ello sólo perderían un poco de tiempo, nada más. ¡Pero qué solución hipócrita! Encendió un cigarrillo, un segundo, otro más. ¿Y si regresaba acompañado de Patrizia? Apartó de su mente aquella idea con el enésimo cigarrillo. Cuando, pasadas las tres, el Dandi apareció por fin, se topó con un Scialoja en estado de alerta, sombrío, que lo apuntaba con su pistola. El Dandi lucía una cazadora negra y botas de piel. Había engordado aún más, y empezaba a perder pelo. Buscó por instinto una vía de escape. Scialoja se limitó a alzar el cañón y a apuntarle a la cabeza. El Dandi abrió los brazos, dándose por vencido.

—Date la vuelta y levanta las manos.

El Dandi lo obedeció. Scialoja lo registró con el arma apoyada en la nuca. El Dandi olía a colonia y ligeramente a sudor. E iba desarmado. Su tono era burlón.

—¿Qué te crees, que todavía voy por ahí con la artillería?

Scialoja le informó de que estaba arrestado. Tenía derecho a informar a su abogado. Tenía derecho a llamar a su familia. Cuando se disponía a notificarle la orden de arresto, el Dandi soltó una carcajada.

—¿Y para eso necesitas todo este montaje? Ah, ahora lo entiendo… es por Patrizia, ¿no?

Scialoja retrocedió un paso, como turbado por la evidencia. El Dandi aprovechó aquel momento para bajar los brazos. Scialoja lo volvió a apuntar con la pistola. El Dandi sonrió.

—No pretenderás disparar a un hombre desarmado, ¿eh?

—¡Me sorprende que digas una cosa así!

—¡Y qué tiene que ver! ¡Tú representas a la ley, coño! No puedes hacer ciertas cosas… ni tampoco las puedes pensar… como, por ejemplo, mato al Dandi y luego me tiro a su novia… porque es eso lo que quieres, ¿no?

—¡No te muevas!

—¿Y quién se mueve? Sólo quería decirte, antes de que te cabrees… que hay modos y modos de resolver las cosas… ¿quieres a Patrizia? ¡Pues cógela guapo! ¡Yo desaparezco y Patrizia es toda tuya! Y estamos en paz, ¿qué te parece?

—¡Eres un animal, Dandi!

—¿Y tú te crees mejor que yo? ¡Estás loco, amigo mío!

El Dandi avanzaba, paso a paso, sin dejar de hablar. Y el comisario retrocedía, paso a paso también. Hasta que tropezó con el sofá, perdió el equilibrio, trató de sostenerse con la mano izquierda y el Dandi se abalanzó sobre él. Un rodillazo seco, en el bajo vientre, y Scialoja se dobló en dos por el dolor. Un uppercut a la barbilla, la cabeza se le fue hacia detrás y la pistola le cayó de la mano. Scialoja intentó reaccionar, pero era como si la voluntad le fallase. A causa de los golpes, por descontado, o, quien sabe, tal vez se tratase de un sortilegio más sutil, un tirón de aquella cadena que no había logrado romper. El Dandi se abalanzó de inmediato sobre él, hurgó en sus bolsillos, encontró las esposas, se las puso en las muñecas. Mientras se levantaba, imperturbable, le asestó una patada en las costillas. A modo de afectuosa caricia. El Dandi recuperó la pistola.

—¿Sabes? —dijo mientras le apoyaba el cañón en la sien—, ¿sabes que sería muy sencillo dispararte ahora? Pues sí, dottore, me lo encontré en casa, le disparé… legítima defensa, ¿no? Cómo podía saber que se trataba de un policía… y por una orden, además, cuando, a decir poco, cuando hay una orden que concierne al Dandi, sale la mismísima guardia a caballo con toda su fanfarria… y ése va y se mete solo solito en la boca del lobo… pues sí, no estaría nada mal… ¡pero no se puede!

El Dandi se levantó, puso el seguro, retiró el cargador de la culata de la semiautomática. Su tono era sinceramente lastimero.

—¡No se puede! Tiene razón mi amigo… disparar a la pasma sólo acarrea problemas… pero yo, en cambio, saldré de esta historia tan impoluto como un monaguillo… ¡y con Patrizia a mi lado! Bueno, cretino: el Dandi coge su sombrero y se despide. Pero antes, sin embargo… un pequeño capricho…

La patada lo pilló de lado, a la altura de la carótida. Scialoja sintió el gusto amargo del vómito y de la sangre, giró los ojos, llegó a tiempo de vislumbrar la sonrisa de su adversario, después todo se oscureció.

Lo despertó un aroma afrutado, con un fondo agridulce de canela. Patrizia estaba sobre él. Scialoja divisó la luz de la mañana que se filtraba a través de las ventanas. ¿Cuánto había dormido?

—Quítame las esposas…

Trató de desasirse, pero una terrible punzada en el costado lo arrojó de nuevo al suelo. Scialoja cerró los ojos. Le dolía la cabeza.

—Patrizia…

—Después.

Abrió de nuevo los ojos. Patrizia le levantó con delicadeza los brazos e hizo pasar la camisa por encima de sus manos esposadas. Cálidos y premurosos, los dedos de ella recorrían los músculos de su espalda. Se demoraban en el hueco de las axilas.

—Has adelgazado.

—Tú también.

—He seguido tu consejo. No me gusta jugar a la muñequita del gánster.

—Eres la muñequita del gánster. Y deberías de volver a teñirte el pelo de oscuro. El rubio te hace parecer más vulgar.

—Vale, no exageres. Tengo las llaves de las esposas.