IV

Si bien el Frío lo intentó varias veces, Giggio se negó a verlo a la salida del hospital. Así pues, lo único que podía hacer era mandar un poco de dinero a su madre y rogarle que convenciese a su hermano para que viajase al extranjero. Al final, Gigio dio su brazo a torcer y se marchó a Londres: a rehacer su vida lejos de toda aquella porquería, esperaba el Frío. Mientras tanto, no conseguían averiguar quién había sido el canalla que le había vendido la dosis. Tanto los llamamientos como la búsqueda habían resultado inútiles, vanas las amenazas y la adulación. Los otros no les prestaban ninguna ayuda. Era un asunto de familia y ni siquiera era difícil adivinar que, en su fuero interno, compartían la opinión del Dandi: cualquier drogata, habitual u ocasional, se la busca. ¿Acaso no era lo mismo que pensaba él antes de que Gigio sufriese la sobredosis? Pero alguien tenía que pagar por lo sucedido.

La madre le había dicho que en el período durante el cual se chutaba, Gigio estaba siempre sin una lira. A la salida de la clínica el hermano ya no tenía la moto que el Frío le había regalado una noche, muchos años atrás. Era de suponer que la había entregado a cambio de la dosis. El Frío hizo correr la voz de que alguien le había robado algo que le pertenecía. No era un asunto se que pudiese tomar a la ligera de forma que, una semana después, se presentó ante el Frío un ladronzuelo de Centocelle. Asustadísimo, el muchacho juró y perjuró que él no lo sabía, que si tan sólo se lo hubiese imaginado, que el vehículo le parecía limpio que, bueno, se lo había vendido al Cojo, un comerciante de objetos robados que gozaba de bastante consideración en el medio. El Frío le dio las gracias al muchacho y le dijo que si su información resultaba ser cierta, podía quedarse con la moto. El Cojo se puso también a su disposición: la moto no era robada y cuando el Rata se la llevó no se le ocurrió que… Gracias, está bien, con aquello tenía más que de sobra.

Así que había sido el Rata. Y ahora debía pagar. ¿Las pruebas? Pero ¿es que acaso necesitaban pruebas? Era todo tan claro, tan lineal…

Cuando lo vio delante del bar de Franco, el Rata entendió de inmediato que el Frío se había enterado. Las piernas le flaquearon, al tiempo que su sonrisa se desvanecía. El local estaba abarrotado de gente y el Frío no tenía ganas de meterse en líos por dispararle delante de tantos testigos.

—Ven conmigo —le dijo.

El Rata lo siguió sin poner reparos, sacudido por un temblor incontrolable. El Frío lo condujo hasta el Golf, le apoyó el arma contra el costado y le espetó:

—Ahora buscaremos un buen lugar para morir.

En aquel momento no era ya un hombre, sino una máquina.

Sólo que allí arriba, en el cielo, debía de haber en ese momento un arcángel ocioso y dispuesto a amparar con sus grandes alas a canallas de la ralea del Rata. El muy tarugo se había salvado ya aquella primera vez, cuando le había robado la bolsa al Libanés. Y el mismo Frío, le había otorgado la gracia en una segunda ocasión por la historia de Aldo Bufones. Al Rata había que cambiarle el apodo, a partir de esa tarde había que llamarlo «el favorito del paraíso». Porque, nada más embocar la autopista para Fiumicino, los detuvo la Fiat Uno de la policía.

El Rata, sin apenas poder dar crédito a lo que veían sus ojos, se puso a gritar: «¡Cuidado! ¡Va armado!». Los agentes de la bofia empuñaron las Beretta reglamentarias. El Frío, que sabía perder, entregó la calibre 9 con una leve sonrisa. Arma clandestina con el número de licencia limado. De esta forma, el aspirante a asesino y su afortunada víctima fueron a parar a Regina Coeli, a meditar sobre el poder de las fuerzas celestiales.

Ni el Frío ni el Rata sabían que el arcángel se llamaba Scialoja. Éste había necesitado algún tiempo para reparar en el Rata, un pez pequeño que todos desconocían, pero lo había hecho seguir por dos de sus muchachos de confianza y al final aquella incitativa había dado sus frutos. Scialoja se frotaba las manos. Además de lo que suponía ya de por sí el arresto, si conseguía trabajarse bien a ese Rata…

La captura del Frío no sólo apesadumbró al Esqueleto y a Ojo Feroz, que eran y que siempre serían sus sinceros amigos, sino también a Treintamonedas: en cuyo caso poco tenía que ver la amistad, lo que sentía era más bien pesar por la pérdida temporal del Rata. ¡A ver quién encontraba ahora un catador de su envergadura! El Dandi, por su parte, comprendió que había dado en el clavo al optar por alejarse de la banda. Si hasta el Frío, el único que por hígados y cerebro podía constituir una molestia, se enredaba con los problemas del flipado de su hermano, bueno, era evidente que él y los demás se encontraban ya en dos planetas diferentes. Ahora que el acuerdo con el Seco le garantizaba hombres y canales alternativos, había que deshacerse del lastre. Y para ello había que aprovechar el momento más propicio. No obstante, el Dandi no estaba muy seguro de querer desencadenar una guerra. Si lo que querían era asestarles un buen golpe, debían hacerlo de manera científica y definitiva. Sólo que con el Frío, el Búfalo y Ricotta entre rejas corrían el riesgo de dejar a sus espaldas unos peligrosos secuaces. El Frío era un adversario digno de todo respeto. El Búfalo era uno al que no había que perder de vista… además, Treintamonedas controlaba la red de vendedores. Con el napolitano se podía razonar. Quizá se pudiese evitar que la última palabra la tuviesen las balas: no sería ni el primer ni el último caso de disolución consensual de una banda criminal. No obstante, las cosas debían seguir su curso por el momento. El canal chino era ahora de todos, a pesar de que el Dandi se había reservado el control exclusivo de los suministros. Adquiría, por ejemplo, tres kilos y declaraba dos a los compañeros. Su contribución a la caja se calculaba en base a ellos y el resto se lo repartía con el Seco.

Éste se había convertido en toda una potencia: no sólo era inigualable a la hora de hacer circular el dinero, cosa que ya se sabía, sino que además era muy hábil para adquirir y conservar los contactos justos. A medida que el acuerdo iba tomando cuerpo, el Dandi se sorprendía al constatar con sus propios ojos el número de gente que el Seco era capaz de controlar: funcionarios, policías, constructores, directores de banca, incluso dos o tres jueces. Muchos de ellos recibían sus correspondientes sobornos, otros eran víctimas de chantaje debido a sus costumbres sexuales, o pagaban en especie los altísimos intereses usurarios del Seco. ¡Los políticos, además! El Seco los untaba generosamente, salía a cenar con ellos, les procuraba muchachitas complacientes, y mientras tanto iba tejiendo una especie de red de intereses y complicidades de la que, como pescador experimentado que era, pensaba tirar cuando llegase el momento oportuno. Hasta un viejo zorro como el tío Carlo conocía al Seco. El Dandi lo había acompañado a ver unos terrenos en la costa de Sabaudia que interesaban a los socios milaneses del tío. Los acompañaba el Maestro. El tío Carlo había criticado el Ferrari color amarillo azafrán que el Dandi había recogido del concesionario tres días atrás.

—Es demasiado llamativo.

—Pero tío Carlo, perdone, el dinero sirve también para disfrutar de la vida, ¿no?

—Ten cuidado, hijo, que no se te suba a la cabeza.

Al Dandi le habría gustado replicarle, pero el tío Carlo cambió rápidamente de tema. Aquella mañana estaba de un humor espléndido: en Palermo acababan de hacer saltar por los aires a otro maldito magistrado que se había empeñado en organizar el trabajo de los fiscales con métodos modernos. Pool, llamaban a aquel grupo de gilipollas. Y el tío Carlo les había servido una buena ración de modernidad. Abordaron el tema del Seco al final del día.

—Un elemento interesante —le había advertido el Maestro—, pero no le des demasiada cuerda.

—¡La situación está totalmente controlada!

—Ya veremos.

¿De qué se preocupaba el Maestro? El Dandi sabía de sobra que el Seco tenía dos caras, que no era de fiar, que era un traidor vocacional. La época del Libanés y del Frío estaba tocando a su fin. Por decirlo en algún modo, ahora la lealtad era objeto de intercambios, y había que adquirirla a diario.

Para seguir manipulando los hilos del juego, el Dandi contaba con su capacidad de manipular a los hombres. A pesar de su dinero y de su diabólica habilidad para tratar con los poderosos, el Seco no sabía cómo se razonaba en la calle. Sus mismos secuaces, aquellos que engordaban gracias a sus ideas, lo respetaban como mucho, pero no lo amarían jamás. El Dandi tenía pensado agenciárselos poco a poco. Sin que el Seco se percatase. El Seco era un hombre solo. El Seco podía ordenar un homicidio, pero nunca tendría el valor suficiente para enfrentarse cara a cara con un enemigo. El Seco carecía del físico y del estómago de un líder. Y si un día empezaba a dar la lata, la bala que aquella noche había vuelto al cargador seguía esperándolo…