III

Después del encuentro en el «despacho-que-no-existe», Scialoja recopiló un poco de información sobre el Viejo. Las fuentes eran discordantes. El Viejo era el interlocutor privilegiado de la diplomacia paralela que unía estrechamente Italia y Estados Unidos. El campeón del anticomunismo visceral. El Viejo era un moderado. Aplacaba las diferencias de los extremistas con su serena sabiduría. También estaba bien visto al otro lado de Telón de Acero. No, el Viejo era un deshecho, un superviviente de otras épocas, un espejuelo, un hombre de paja que tenían aparcado en un miserable despacho de periferia sin fondos ni hombres. Nada más lejos de la realidad. Nunca como en el caso del Viejo el papel formal no se correspondía con el poder efectivo: mediocre y periférico el primero, oscuro e ilimitado el segundo. El Viejo era un espantapájaros que se agitaba en los momentos de crisis. El Viejo era el cruce de la historia secreta del último cuarto de siglo. Gracias a ciertos detalles recurrentes, que una y otra vez eran agigantados y ampliados como en las leyendas populares, Scialoja comprendió que el primer propagador de las habladurías era el Viejo en persona. Era él el que alimentaba las dudas inquietantes, los rumores estrambóticos, el respeto teñido de miedo o la risita irónica que invariablemente soltaba el interlocutor de turno cuando le mencionaban su nombre. El Viejo era un anarquista. El Viejo se divertía. A su modo, el Viejo había propuesto un acuerdo. Te daremos algo, o alguien, que llevarte a la boca, pero el juego déjaselo a los mayores, todavía no eres lo bastante mayor. Las investigaciones abiertas por su informe seguían adelante a duras penas. Nadie tenía ya el valor de truncarlas, los tiempos habían cambiado. Pero entre un interrogatorio inusual, un examen distraído de la documentación y un artículo en los periódicos de izquierda que no tardaba en caer en el olvido, la trama se iba desvaneciendo, dispersa en los mil arroyuelos del perverso juego de las competencias. Sólo cabía la posibilidad de concentrarse, una vez más, en los homicidios y en las armas. El Viejo les había dado a entender que alguien iba a pagar. Aquellos que se obstinaban en permanecer en la calle. O aquellos que no eran lo bastante astutos como para deshacerse del pasamontañas y ponerse la chaqueta cruzada. Pero ¿el viejo sabía respetar los pactos? Zeta y Equis parecían haberse desvanecido en la nada. En alguna parte habían escrito que se encontraban en misión oficial en el extranjero. Al Rana no lo habían vuelto a molestar. Scialoja había ido a recogerlo una noche a las Termas de Diocleciano. Reducido a una larva, seguía prostituyéndose.

—¡Es la ley del deseo, guapo!

Mientras se bebían un whisky en un tugurio que había detrás de la estación, Scialoja se preguntó cómo era posible que en el mundo hubiese alguien con ganas de llevárselo a la cama. El Rana había insistido en invitarlo.

—Patrizia me ha pedido que le salude de su parte.

—¿Eso es todo?

—¿Qué se esperaba? ¿Una declaración formal de amor? Vaya a verla y mire a ver lo que consigue. ¡Dios mío, los hombres son insoportables! Hay que explicarles siempre todo, de la A a la Z. ¡Nunca dejan un resquicio a la imaginación, al misterio!

Así que ella quería verlo. Scialoja, sin embargo, no la buscó. Ni siquiera le preguntó al Rana cómo podía encontrarla. No movió un dedo para localizarla. La herida de Positano seguía abierta, aunque confiaba en que se tratase de un dolor sordo, intermitente, en vías de curación. Cuando ella le llamó a la comisaría, Scialoja estaba interrogando a un desequilibrado de Cinecittà, un majadero que había violado, estrangulado y quemado a una cría de catorce años. El Rana había muerto. Scialoja maldijo al Viejo, removió cielo y tierra para conseguir el informe del médico legal, y tuvo que hacer un esfuerzo para rendirse ante la evidencia, aunque al final no le quedó más remedio que resignarse. No, no había ningún misterio. El Rana había cogido un cinturón y se había colgado de una viga. Había decidido acabar con su vida, eso era todo. Al abrirlo habían encontrado en su cuerpo más enfermedades que en un lazareto. Lo único que se podía decir a modo de réquiem era que había optado por abandonar la escena con elegancia al percatarse de que su abominable cuerpo ni siquiera podía ya realizar las funciones elementales.

Se encontró con Patrizia en el funeral. Bajo el chaparrón, una orquesta de ocho músicos escoltaba al ataúd, que avanzaba sobre un carro con baldaquino, mientras ejecutaba sin gran habilidad algunas piezas de jazz. Scialoja reconoció Oh When The Saints Go Marchin’ In, y después, mientras entraban en el cementerio de Prima Porta, una lánguida y desgarradora Sophisticated Lady. «Tocad esa canción —había escrito el Rana en su última carta a Patrizia—, en el fondo siempre me he sentido una dama sofisticada.» Exceptuando a los músicos, sólo habían acudido ellos dos. Las únicas personas que podían jactarse, por decirlo en algún modo, de haber tenido una relación con él. Aguardaron en silencio a que cerrasen el ataúd. Patrizia pagó a los músicos. La lluvia había cesado. Patrizia lo cogió por el brazo.

—Te encuentro bien.

—Yo no. Has engordado, te has pintado demasiado, no puedes llevar más joyas chabacanas encima… si sigues así, acabarás convirtiéndote en una de esas matronas de mafiosos…

—Qué poco amable eres. Todavía estás enfadado conmigo por la historia de Positano…

—¿Por qué? ¿Pasó algo en Positano?

Llegaron junto al Maserati de ella. Sin soltarse del brazo. Patrizia soltó una de sus risas guturales.

—Al Rana le gustaban las joyas. Decía que con ellas le recordaba a Cleopatra.

—Cleopatra acabó mal.

—A mí no me sucederá.

De repente, Patrizia le cogió la cabeza entre las manos y trató de forzar sus labios. Él sacudió negativamente la cabeza y la rechazó con delicadeza. Ninguna aceleración rítmica del corazón. Ningún deseo incontrolado, ninguna espada lacerante en el bajo vientre. Scialoja se sentía frío como la lluvia que volvía a repiquetear sobre el techo del lujoso Maserati.

—¿Te resulto repugnante? —preguntó ella con coquetería.

—Las cosas cambian.

—Vete a la mierda, quiero follar.

—¿Qué pasa, el Dandi te ha dado el día libre?

Patrizia se rio. Su mirada pasó gradualmente de la languidez a la desesperación, antes de tornarse de nuevo orgullosa y pérfida. Se abalanzó sobre él con furia sin importarle la lluvia. Le clavó los dientes en una oreja.

—El Frío quiere matar al Rata —susurró. Acto seguido se separó de él, subió al coche y se alejó haciendo chirriar los neumáticos.

Más tarde, Scialoja se percató de que Patrizia le había deslizado en el bolsillo un par de llaves.