II

A principios de verano el Búfalo fue repentinamente asignado al manicomio de Montelupo Fiorentino. Los expertos habían decidido someterlo a una observación psiquiátrica suplementaria «en terapia asistida mediante fármacos». La misma noche de su llegada, el conde Ugolino, un coloso de Viareggio del que se murmuraba que casi había desangrado vivo a un competidor en el tráfico de coca, le explicó el sentido de aquella oscura locución.

—¡Te atontan con pastillas y observan el efecto que produce!

—¿Y luego?

—Si sigues siendo el de siempre, te libras. Pero si te calmas demasiado… ¡dirán que estás «en tus cabales» y te la meterán por el culo!

—¡Pues yo esas pastillas no me las tomo!

—¡Como si fuera tan fácil! Ésos te las pueden meter en la comida, en el agua, y tú no te darás ni cuenta…

—¡Entonces estoy jodido!

—Pero ¡qué dices, romano! ¡Ración doble, dos dedos en la garganta y la jugada se la haces tú!

Al principio el Búfalo se tomó a mal su traslado. Una cosa era simular la enfermedad mental para librarse de la cadena perpetua y otra acabar entre locos de verdad. Pero no tardó en darse cuenta de que los locos de verdad eran muy pocos y que la mayor parte de los internos se encontraban allí por haber perpetrado unos delitos de risa: un ex guardia napolitano que tenía el vicio de masturbarse sobre las tumbas más recientes porque se lo habían ordenado las voces; un borracho que llevaba pagando seis años por el hurto de una caja de Branca añejo y que no saldría jamás porque no tenía familia; un drogata que había desplumado a un amigo y el día después le había devuelto el botín, por lo que era posible que el motivo de su encierro fuese precisamente esta extravagancia. El resto de los huéspedes del viejo y austero edificio estaban más o menos tan locos como él y esperaban la declaración de enfermedad mental como el aprobado en los exámenes. Pero estaban mal aconsejados. La locura que fingían era de manual: muecas, rugidos y penes al aire para escandalizar a los enfermeros a los que todo aquello les importaba un bledo. Hasta un novato se habría dado cuenta a primera vista de la simulación. Mejor permanecer al margen y no mezclarse con la masa. Sólo que entonces, ¿con quién iba a pasar el tiempo, hecho que, a fin de cuentas, constituía el problema principal?

Quitando al conde Ugolino, un buen tipo a menos que uno lo cabrease —era capaz de levantar al Búfalo con un sólo brazo—, el único que parecía tener la cabeza en su sitio era Turi Funciazza. El siciliano, un muchacho despierto y taciturno, especialista en el ramo de las extorsiones, era uno de los mejores guardianes del orden de las bandas mafiosas de la plaza del Gesù. Arrestado tras una pequeña masacre ordenada por los aliados del clan Corleone, tras haber sido traicionado por un canalla al que le habían liquidado ya, en sentido literal, dos primos y tres sobrinos con ácido muriático, Turi era cortés pero reservado, hermético y, según el Búfalo, algo arrogante. Antes del encarcelamiento nunca había salido de Sicilia o, mejor dicho, de la provincia de Palermo y bajo su apariencia afable era posible adivinar lo que pensaba: todo aquello que no es Cosa Nostra, o es Estado o no es nada. El Búfalo, que en su casa estaba acostumbrado al respeto y al terror de los subordinados, se esforzaba por exagerar, pero el siciliano se limitaba a encogerse de hombros con una sonrisa de suficiencia.

—Para estar a nuestra altura necesitáis quinientos años, amigo.

Quinientos años porque, según explicaba Turi, ése era precisamente el tiempo que existía Cosa Nostra. Desde que tres hermanos aristócratas, Osso, Mastosso y Carcagnosso[35] mataron en un duelo en toda regla al hermano del rey de España que les había ofendido.

—Pero ese miserable con la corona les condenó a muerte y Osso, Mastosso y Carcagnosso se vieron obligados a fugarse. Osso desembarcó en Favignana y fundó esa que vosotros denomináis la mafia… Mastosso en Nápoles y creó esa que vosotros llamáis la camorra; Carcagnosso organizó la primera ‘ndrina de Calabria… ¡así que mira si ha pasado agua bajo el puente! Por eso habla, habla cuanto quieras, romano, porque a ti y a los tuyos todavía os quedan muchos mendrugos por comer… No obstante, al oír el nombre del Dandi Turi tuvo una curiosa reacción, y dos días después se acercó a él con una amplia sonrisa y le estrechó calurosamente la mano. Había recibido información de la «familia». El Búfalo podía ser considerado una persona de confianza.

—¿Por qué no me dijiste antes que estabas en la banda del Dandi, amigo? ¡El tío Carlo lo lleva en palmas!

De esta forma, el Búfalo se granjeó su respeto y consideración por ser amigo del Dandi. ¡Y pensar que a él le gustaría regalar al Dandi un encontronazo con el conde Ugolino durante uno de sus arrebatos de rabia para ver si al toscano le gustaba tanto la carne humana como decían! ¡El Dandi, el canalla que le había arruinado la vida!

La revelación de Turi Funciazza obligó al Búfalo a liberar el cerebro de la inercia en la que lo había precipitado el prolongado esfuerzo de fingirse loco. El Dandi está fuera y comparte sus negocios con la mafia mientras el Búfalo se pudre en el manicomio. El Dandi sube mientras el Búfalo se hunde. El Dandi gana y el Búfalo pierde. El Búfalo venga al Libanés y paga. Al Dandi le importa un carajo la venganza y no paga por nada. Sólo quedaba una posible consideración: el Dandi era un gran lameculos y el Búfalo un pobre gilipollas. El Dandi había hecho bien al mirar hacia delante, el Búfalo se había equivocado al pensar demasiado en el pasado.

Las vacaciones en Montelupo duraron unos quince días. Sobornando a un suboficial de la secretaría, el Búfalo se enteró de que el informe final «confirmaba los datos del estudio precedente». Así que todo había sido inútil. La noche antes de su regreso a Roma preguntó a Turi cómo se comportaría un hombre de honor con un rival demasiado entrometido pero a la vez demasiado poderoso como para enfrentarse a él empuñando un arma.

—Con astucia y humildad, amigo. Con la sonrisa y el veneno —fue la respuesta.