El examen pericial del Búfalo duraba ya dos años y las cosas seguían sin resolverse. A Treintamonedas, que buscaba certezas, el profesor Cortina le suministró una buena dosis de pánico.
—Uno de los peritos es nuestro, pero con el otro no puedo hacer nada.
—¿Eso qué quiere decir?
—Si todo va bien, obtendremos la irresponsabilidad parcial.
—¿Y qué supondría eso?
—Veinte años de cárcel y unos cinco de manicomio… como mínimo.
—¡El Búfalo nos matará a todos, profesor!
—¿Y yo qué puedo hacer? El colega no cede…
—¿Hace falta pagar?
—¡Por el amor de Dios! ¡Es insobornable!
—¿Entonces? ¿Cuál es el problema?
—¡Tiene miedo!
—¿De qué?
—¡De acabar como el Sesudo!
—¡Pero eso es agua pasada! Nosotros somos gente diferente…
—¿Se lo explica usted a mi colega?
Se encontraban en un callejón sin salida. Treintamonedas y el Frío hicieron una breve visita a «su gran amigo» el juez, el mismo que había cobrado ya dos millones y se negaba a ponerse al teléfono. Para obtener audiencia, tiraron abajo la puerta del despacho; y para dejar bien claro lo cabreados que estaban lo colgaron del perchero de la pared y durante un cuarto de hora lo acariciaron a turnos con bofetadas y escupitajos. Después descubrieron que el tipo era sólo un intermediario. Si querían asegurar el resultado, tenían que hablar con el directo interesado: un «poderosísimo funcionario del tribunal» del cual «dependía todo». Dicho y hecho: el Frío y Treintamonedas metieron en el coche al «gran amigo» y lo escoltaron hasta la plaza Clodio. A las puertas del tribunal se toparon con el juez Borgia y su escolta, y todos, incluido el correo muerto de miedo, fueron obligados a presentar su documentación.
El «poderosísimo funcionario» resultó ser un antiguo secretario judicial. Al contemplar los cuadros de autor y las alfombras que decoraban el amplio y lujoso despacho en el cual habían sido recibidos, el Frío no pudo dejar de pensar en la pobreza monacal de la oficina de Borgia. Si la influencia y el poder se medían por la ostentación, se encontraban a buen recaudo. Pensamientos cuando menos extraños, dado el momento y la ocasión, pero el Frío se dejaba mecer por ellos mientras permanecía ajeno a las negociaciones que estaba conduciendo Treintamonedas entre sonrisas y apretones de manos. Salieron del despacho con una lista de peticiones que enviaron directamente al Dandi. Éste se lo tomó a mal.
—Un Rolex… un busto romano antiguo de mármol… dos o tres abrigos de pieles… un escritorio de piel… un espejo de anticuario… pero ¿qué se le ha metido a éste en la cabeza? ¿Y quién nos asegura que no es un pufo?
Pero por el momento no se podía hacer nada más. En tanto siguiese vigente el acuerdo tenía que pagar.
Además, por aquel entonces estaba ocupadísimo con la historia del atentado al Seco. Habían sabido que la bomba había sido fabricada con un explosivo a base de polvo de mina y de dinamita. A petición de Treintamonedas, Santini, Fabio, quien a todas luces sabía ganarse el pan, había conseguido echar mano a unas actas de las que resultaba que el polvo podía pertenecer a una partida robada hacía algunas semanas en una cantera. Dicha cantera se encontraba en la zona donde el Esmirriado controlaba el tráfico de mercancía. El Dandi pidió al Esmirriado que efectuase algunas verificaciones. El Esmirriado lo llamó pasado un tiempo. Al Dandi le gustaba el Esmirriado. Era más joven que él, enérgico y parco en palabras. Como el Frío al principio, antes de que empezase a hervirle la cabeza con sus ideas paranoicas. El Esmirriado le dijo que la denuncia de robo era falsa y que el gerente de la cantera vendía el explosivo en el mercado negro. Todos habían echado mano del mismo: los rojos, los fachas, los peces gordos y la morralla. La denuncia coincidía con una compra efectuada por los hermanos Bordini. El Seco se quedó patidifuso al saberlo. Hasta entonces, su relación con los Bordoni no había superado el mero saludo. Era inconcebible pensar en una agresión, menos aún en una represalia, ambas absolutamente carentes de motivo. O los Bordoni se habían sorbido el seso, o el soplo del Esmirriado era mentira. El Dandi, que conocía bien al Seco y que no podía dar crédito a tanto estupor, puso al corriente a los demás. La reaparición en escena de dos viejos conocidos como los Bordini, de quienes habían sospechado ya en tiempos del asesinato del cuñado del Puma, aquel Angelito cuya muerte seguía envuelta en el misterio, convertía el asunto en una cuestión que afectaba a todo el grupo. Decidieron buscar a los Bordini: ¡cuando les echaran el guante iban a tener que darles más de una explicación! Enviaron mensajes a los camellos, registraron garitos, restaurantes y tabernas, pero los dos hermanos parecían haberse evaporado. Hasta que, una noche, una patrulla de la Brigada Criminal los encontró. Estaban bajo el «Árbol de la nieve», un gran roble frecuentado por cocainómanos y putas en el campo del acueducto Felice. Ambos muertos y empuñando un revólver. La escena hacía pensar en un duelo, y a pesar de que la idea hacía sonreír a más de una cabeza pensante de la pasma, el asunto fue archivado sin más.