El Frío se había llevado a Aldo Bufones a Castelporziano. Al mismo sitio donde había hablado una noche con el Libanés, el mismo donde había ido a penar con el Negro por la muerte del amigo. Lo había elegido porque lo consideraba un lugar sagrado. Aldo, que en esos momentos salía con una pequeña cantante de revista brasileña, iba todo engominado y elegante. «Un paseo —le había dicho el Frío para convencerlo de que lo acompañase—, charlaremos como en los viejos tiempos.»
El Frío aparcó al amparo de las dunas y se encaminó hacia el mar. En la palidez del atardecer se entreveía un cuarto de luna nueva. El Tirreno era una extensión llana en cuyo horizonte se divisaban algunas barcas de pescadores.
—Bueno, Frío, ¿qué tenías que decirme?
Aldo no veía la hora de regresar a Roma, donde tenía prevista una velada picante con su Filly. El Frío encendió un canuto y se lo pasó después de darle dos caladas. Aldo lo rechazó con una mueca de disgusto.
—¡Prueba esto y verás cómo recuperas el color!
Del bolsillo del chaleco Aldo extrajo una tabaquera llena de coca y una cucharita de plata. Echó un poco de polvo en ella y esnifó con voluptuosidad.
—¡Cosa fina, Frío! Si te digo lo que me ha costado en Bulgari una chuchería como ésta…
La tabaquera y la cucharita pasaron a manos del Frío.
—¿Dónde has comprado la coca, Aldo?
—¡Y a ti qué coño te importa, Frío! La mercancía es nuestra, ¿no? Toda la mercancía de Roma es nuestra… ¿es que no lo sabías?
El Frío levantó la tapa, observó por un instante los gránulos de intenso color rosa y a continuación, con un ademán seco, lo volcó todo en la arena.
—Pero ¿te has vuelto loco?
El Frío suspiró y lo miró apenado.
—He hablado con el Rata…
—¡Ese capullo!
—Me ha contado todo…
—¡Gilipolleces!
—¿Te refieres al kilo que mangaste la semana pasada, Aldo? ¿O al embolado que les has metido a los calabreses?
Aldo empezaba a entender. Miró a su alrededor, desesperado. El coche estaba cerca, pero las llaves las tenía el Frío. Y él estaba desarmado. Levantó las manos, en señal de rendición.
—Ahora te explico, Frío.
El Frío lo atajó con un ademán sereno.
—¿Qué se te ha metido en la cabeza, Aldo? Ya te he salvado una vez…
—Te lo devolveré todo… hasta la última lira, te lo juro.
—El problema… el problema es que esta vez lo saben todos… el Dandi…
—¡Ése es un vil gusano, no te fíes de él!
—¿Y de quién me tengo que fiar, Aldo? ¿De los amigos como tú?
Lo dijo dulcemente, manifestando todo el dolor que lo embargaba. Aldo se arrojó a la arena, se arrastró hasta sus pies. ¿Recordaba cuando eran niños? Cuando robaban los talonarios de tiques del derbi y los vendían en las mismas narices de los tipos de la reventa oficial, y se guardaban dos para ellos e iban a apoyar al Roma bajo las banderas de la curva… ¿eh? ¿Recordaba a Cudicini y al otro, cómo se llamaba, el español, ese menudo y tiñoso…? ah sí, Del Sol… cuando habían ido por la noche a la timba de maestro Pepe que estaba detrás del parque Ramazzini, y no los querían dejar entrar porque eran demasiado pequeños y ellos, y Carlo, su Carletto, lo llamaba, organizaban tal barullo que al final acababan por dejarlos entrar en aquel templo del juego de azar, y ellos se lo agradecían y se lo pagaban robando las monedas que caían bajo las mesas de sacanete, y los adultos los miraban y no les decían nada, y por la noche en casa recibían una buena tunda, claro que ya entonces eran unos hijos de la gran perra, eh, Frío, ¿no te acuerdas, Frío?
El Frío escuchaba sin oír, le habría gustado estar a mil kilómetros y a la vez quería estar allí, y cumplir con su resolución, con lo que era justo hacer, con lo que había quedado decidido hacía ya mucho tiempo, antes de que cualquiera de ellos pudiese afirmar: he elegido… Mientras tanto Aldo había empezado a rememorar la expulsión en Vitinia, eh, Frío… ¿Frío, recuerdas cuando robábamos las meriendas? Eh sí, en secundaria, donde todavía no entiendo cómo pudimos llegar… oh, cuando estábamos a punto de acabar el colegio… cuando a la entrada obligábamos a los pequeños a que nos diesen sus meriendas y a continuación las revendíamos con el portero… ¿Cómo se llamaba? Cotecchia, Catecchia… ayúdame, Frío…
—Esta vez no te puedo ayudar, Aldo.
Aldo lloraba ya. ¡Pero claro que había un modo! Se le acababa de ocurrir la idea, la idea que salvaba todo, una vida humana, coño, la valiosa vida humana de un amigo, y la situación, sí, la situación a la que se enfrentaba el Frío, que era un líder y claro, él, Aldo, lo entendía de sobra que había motivos, de lo contrario…
—Llévame a casa, Frío, tengo mis ahorros. Recojo a Filly y esta misma noche compramos los billetes para Brasil. Nos marchamos y nadie volverá a oír hablar de nosotros.
—Nadie te volverá a ver por ahí, amigo.
—Gracias, Frío, gracias, eres más que un hermano para mí, gracias… ¡dame un abrazo, hermano!
Se abrazaron. El Frío le disparó a través del bolsillo de la gabardina, con la 357 con silenciador que había preparado antes del encuentro. Aferrado a su espalda, Aldo se agitó. El Frío cometió el error de mirarlo a la cara. Tenía los ojos llenos de lágrimas y de estupor. Vio de nuevo el rostro del cordero, arrojó lejos el arma, que se la llevase el mar, maldita pistola, y maldita vida. Se sentía más sucio que un traidor.
La caja común pagó los gastos del funeral. Entre ellos era mejor no mencionar lo sucedido. Al Dandi y al Tapón les daba igual. Treintamonedas, como siempre, no tomaba partido, aunque, dado lo sucedido, dejó de retocar las cuentas durante un tiempo. El Búfalo y Ricotta, por su parte, habían dejado claro que lo último que les preocupaba era que hubiese un socio de más o de menos. El Esqueleto y Ojo Feroz, miembros de la banda desde un principio, se presentaron con una botella de whisky y una sonrisa forzada. Entendían lo duro que debía de haber sido para el Frío: pero a fin de cuentas había sido él el que había salido garante por Aldo, suya la confianza traicionada, de forma que la ejecución era de su incumbencia. Quedaba por resolver el tema de Carlo Bufones. Uno que siempre había sido leal, pero al que no se le podía pedir que siguiese haciendo negocios con los asesinos de su hermano gemelo. El Frío fue a visitarlo dos días después del funeral y le soltó un discurso palmario.
—El Dandi está ya cabreado contigo. Coge tu parte y desaparece. Si quieres, mañana mismo te doy el dinero…
Carlo le escupió en la cara y lo llamó judas. El Frío se contuvo. Dos días después, Carlo retiró lo que le correspondía y compró a su mujer y a la viuda de su hermano dos permisos de peluqueras en Giardinetti.