Estos encuentros con Scialoja se están convirtiendo ya en costumbre, pensó el Frío. El madero vestía un suéter de cuello cisne de color rojo. Se esforzaba por dividirlos sin saber que a esas alturas era ya inútil. Porque ellos estaban ya divididos. La banda se había desmembrado sin la ayuda de nadie.
—¿Qué puede decirme de Terenzio Gemito?
¿Y qué le podía decir? Nicolino Gemito tenía un sobrino. Terenzio. Uno que se ocupaba de sus asuntos sin meterse en los de los demás. No estaba implicado en la muerte del Libanés. Para confirmar el hecho, el Dandi y el Frío habían llegado incluso a encontrarse delante de la taberna Agustarello, en el Testaccio. Y no porque de repente volviesen a ser amigos, pero igual que se habían visto se habían despedido: en paz.
—Nada, comisario…
—Esta noche alguien le ha disparado mientras volvía a su casa…
—Lo siento, pero yo…
—Ha muerto. Seis balas calibre 38. Hay un testigo. Nos ha contado que Gemito fue atacado por un solo hombre. El asesino ha sido descrito como un individuo bajo, achaparrado, de cara redonda…
—¿Por qué me dice estas cosas? ¡Yo no soy un chivato!
—Mire aquí…
El Frío se encontró entre las manos un retrato robot realizado con carboncillo, y tuvo que hacer un esfuerzo para no saltar en su silla. Era idéntico al Tapón, o a su hermano gemelo. Y el Tapón era hijo único.
—¿Quién es? —suspiró con aire de hastío mientras le devolvía la hoja.
—Es inútil que se precipite a casa de su amigo el Tapón —susurró el policía con una sonrisa de exasperación—, tarde o temprano lo detendremos. Por éste y por los demás hechos. Les detendremos a todos. No se hagan ilusiones. Yo en su lugar trataría de salvar el pellejo mientras todavía está a tiempo…
Era una invitación, una oferta de delación. El Frío se encendió un cigarrillo y echó el humo en la cara del canalla.
—¿Puedo irme ya? En caso contrario, quisiera llamar a mi abogado…
Lo soltaron sin ulteriores comentarios. En la puerta de la comisaría se topó con el juez Borgia. Pasó de largo fingiendo que no lo había visto. Era evidente que aquello era un montaje. Era evidente que querían ponerlo nervioso.
Por la noche se presentó en el Climax Seven. En el local celebraban la fiesta de cumpleaños de un democristiano liado con una furcia del mundo del espectáculo. El invitado de honor era un famoso cantante. El gorila, uno nuevo, no quería dejarlo pasar alegando que la cazadora y los vaqueros corrían el riesgo de no estar a la altura del ambiente. El Dandi remedió el problema y lo condujo al despacho. El Frío divisó unos caparazones de ostras sobre el escritorio. En el aire flotaba el perfume inconfundible de Patrizia, una mezcolanza exagerada de esencias florales y de sexo en estado puro. Envarados y con el pecho fuera, el Dandi y el Frío, más que dos viejos compañeros de armas recordaban a los árabes y a los judíos en la mesa de negociaciones. El Frío había preparado un sermón sencillo y contundente. El acuerdo se podía mantener siempre y cuando se respetasen los límites. Las acciones comunes debían decidirse de común acuerdo. El asunto de los Gemito afectaba a ambos grupos por lo que, en caso de que tuviesen que actuar contra uno de ellos, debían disponerlo juntos. Por ese motivo, el que había matado a ese desgraciado que, ante todo, jamás había movido un dedo en su contra, había violado las reglas.
—Y que conste, Dandi, que si por el momento hemos dejado al Tapón en paz, ha sido por respeto a ti…
El Dandi resopló, hojeó algo entre los folios que se apilaban sobre el escritorio y le arrojó a la cara un puñado de fotografías. En las mismas aparecían el Tapón y el Maestro, en esmoquin. El Tapón y el Dandi, con una copa en la mano. El Tapón y Patrizia, con vestido largo. El Dandi, el Maestro y un hombre grueso, vestido de gris, con el pelo al rape y ojos astutos e inquietantes.
—¿Quién es?
—Lo llaman el Viejo. Es uno que da órdenes. Pero es un contacto que no forma parte de la causa común.
—Mejor para ti. Ya he visto las fotos, Dandi. ¿Y qué? ¿Qué me dices del Tapón?
—Lo que te digo es esto, Frío. En primer lugar: anoche vino al Climax Seven el embajador americano. ¿Recuerdas las barras y estrellas? Ta-ta-ta-ta-ta-tatta… En segundo lugar: todos estábamos aquí. Desde las siete a las cuatro de la mañana. El Tapón en primera fila. Si hubiese sabido que estaba a punto de suceder algo, te habría invitado también a ti… En tercer lugar: si a Borgia le da por incordiar, trescientas cincuenta personas pueden procurar una coartada al Tapón. Una auténtica coartada, mi querido Frío, y no como en los viejos tiempos. Y por último: ten cuidado, que con tanta sospecha te estás volviendo paranoico…
Estaba claro que el Tapón era inocente. Al igual que el Dandi y los demás. Restaba el hecho de que, gracias a esta bonita idea, tarde o temprano les adjudicarían un homicidio con el que, por una vez, no tenían nada que ver.
Procedieron a hacer averiguaciones. Se enteraron de que Terenzio Gemito debía una partida de cocaína en mal estado a un camello de la zona de Acilia, el Liante. Un tipo taimado, pequeño y rechoncho. Como el Tapón. Treintamonedas, que controlaba la zona, lo invitó risueño a beber algo en el bar del Mercado de Abastos.
—Cuéntame la historia de ese Gemito, anda.
—No os habréis cabreado, ¿verdad?
—¡Noooo! ¡Quienquiera que lo haya matado nos ha hecho un favor!
—¡Fui yo! ¡No pagaba! ¡Os perjudicaba! ¡Había que darle su merecido! No me gusta farolear pero la verdad es que, cuando me empeño…
Con aquella ufana reivindicación, el Liante sentaba las bases para su afiliación al grupo y firmaba su condena de muerte. Nadie podía cometer la osadía de administrar justicia en nombre y por cuenta del grupo sin su permiso.
Con la excusa de que los jefes querían agradecerle en persona el interés demostrado, Treintamonedas invitó al condenado a reunirse con ellos. Se encontraron fuera del bar de Franco. El Liante, que se había puesto su mejor traje para la ocasión, fue invitado a subir a un Alfetta robado. Al volante iba el Frío. Detrás, el Esqueleto y Treintamonedas. El napolitano había insistido en acompañarlos. Cualquiera con menos perspicacia que él se habría percatado de que se estaba cociendo un arreglo de cuentas con todas las de la ley. Y las cuentas eran precisamente su problema. Las que le había enviado al Frío habían sido hábilmente maquilladas por un contable amigo de Santini, Fabio. Pero un examen más detenido sacaría sin duda a la luz la sisa sistemática que se operaba sobre las compraventas de droga. Treintamonedas consideraba que aquellas apropiaciones eran una compensación más que justa por la valiosa labor que desempeñaba en la gestión de las ventas y de la caja común. Pero los demás podían no compartir su opinión. Valía, pues, la pena mostrarse diligentes y enérgicos, desviar la menor sospecha.
Se dirigían hacia el norte, hacia la Mujer Muerta, un camino campestre al norte de Roma, una carretera poco transitada, absolutamente segura gracias a la gélida tarde invernal. Al Liante le habían dicho que se habían quedado tan impresionados con su hazaña que habían decidido presentárselo a un clandestino. El idiota hablaba por los codos, demostrando una envergadura como criminal que no iba a tardar en reducirlo a miasma. De repente, un Panda que circulaba en dirección contraria les hizo una señal con los faros.
—¡Vaya, es el Tapón! —comentó Treintamonedas.
—¡El Tapón! —exclamó el Liante—. Dime una cosa, Frío, ¿es verdad que nos parecemos como dos gotas de agua? ¿Eh? ¡Imagínate!
El Frío aparcó en el borde de la calzada. El Tapón les preguntó dónde iban. El Frío se encogió de hombros. El Tapón decidió seguirlos.
—Aquí va bien —dijo Treintamonedas algunos kilómetros después.
—¿Bien para qué? —preguntó receloso el Liante.
Treintamonedas, como un rayo, le rodeó el cuello con una cuerda. El Liante empezó a patalear, con un codazo hizo añicos la ventanilla, la lluvia de cristales hirió al Esqueleto, que perdió los estribos.
—¡Deja que me ocupe yo, inútil!
Se abalanzó sobre el Liante, que forcejeaba jadeando, y le cortó la garganta a la manera de los árabes. El Liante se aflojó con un borboteo. Para mayor seguridad, el Esqueleto le hundió dos o tres veces la hoja antes de retirarla.
—¡Qué asco! ¡Estoy todo manchado de sangre!
El Frío comentó que habría sido más rápido levantarle la tapa de los sesos. El Esqueleto repuso que cuando un canalla debe morir, cualquier modo es válido. El Tapón llegó cuando todo había concluido, contempló la masacre, y les hizo notar su increíble parecido con el muerto.
—¿Has visto? Vaya suerte has tenido.
El Esqueleto hizo un aparte con el Frío.
—Liquidémoslo.
—¿A quién?
—Al Tapón.
—¿Ahora?
—Ahora, mañana, ¿qué cuernos importa? Tanto, has entendido ya cómo va a acabar la cosa…
El Frío lo asió por los hombros. El Esqueleto estaba empapado de sudor, y sus ojos habían quedado reducidos a dos cabezas de alfiler. Emanaba un hedor ácido y dulzón. Una pequeña bestia indomable. Mantener la situación bajo control resultaba cada día más difícil.
—¿Cuánta te has metido, eh? ¿Cuánta mierda te has metido?
—¡Vete al infierno, Frío! ¡Quitémoslo de en medio antes de que nos maten a todos, él y esa víbora del Dandi!
—No.
—¿Por qué?
—Porque cuando decidamos hacerlo tendremos que eliminar a los dos a la vez. Al Tapón y al Dandi. ¡De otra forma no sirve de nada!
El Esqueleto agachó la cabeza. Dado que la carnicería había dejado al Alfetta fuera de uso, regresaron a Roma con el Tapón.
Poco tiempo después, un explosivo de fabricación anónima hizo saltar por los aires el supermercado que el Seco tenía en la calle Oderisi da Gubbio. El Seco, aterrorizado, pidió protección al Dandi. Se supo entonces que desde hacía varias semanas lo bombardeaban con llamadas amenazadoras. El Dandi puso a su disposición un ático con la máxima vigilancia y cuatro especialistas en degüello elegidos entre los camellos del Laurentino. El Frío le hizo saber que sería oportuno averiguar la procedencia de aquella bomba. Si había uno del que era mejor no fiarse, ése era el Seco.
—A saber en qué líos anda metido y con quién. Al loro, Dandi. El Seco es una anguila.
El Dandi se encogió de hombros.
—Ya te lo he dicho, Frío. Te estás volviendo paranoico. Ves enemigos por todas partes y, sin embargo, no te das cuenta cuando un amigo te la gasta…
—¿Qué quieres decir?
—Que uno de estos días deberías mantener una conversación con el Rata.