IV

En un primer momento, el Viejo pensó en enterrar aquel asunto. A fin de cuentas, Scialoja era asunto exclusivo de Zeta y Equis. Pero luego lo reconsideró y ordenó que le llevasen al policía. El cambio de idea se debía a la calma que reinaba en aquel período. El Viejo detestaba la tranquilidad, aunque fuese relativa. Los brigadistas se fundían como la nieve al sol. Les había bastado catar la dureza de la cárcel para doblegarse. Una prudencial infiltración había hecho el resto. La rapidez con la que deponían las armas era emblemática. El problema de los rojos siempre había sido el mismo: falta de huevos. Sin contar a Stalin. El único que de verdad los había hecho temblar. El Viejo admiraba a Stalin. A pesar de que sus preferencias se inclinaban más bien por el pequeño y demoníaco Laurenti Beria, mano derecha del líder soviético. En cualquier caso, el terrorismo de izquierda había agotado su función histórica. Los sociólogos de corazón tierno empezaban ya a buscar el modo de «recuperar a la generación de la lucha armada». En pocas palabras: un tedio mortal. El Viejo, sin mesas ya sobre las que desplegar su mágica habilidad de tahúr, se sentía como un Rafael sin paleta, como un Thomas Mann víctima del pánico de la página en blanco. Por eso ordenó que le llevasen al policía a un despacho de cobertura con el escritorio abarrotado de falsos expedientes y de teléfonos mudos, donde le entregó el original del informe que había sido redactado después del asesinato de Nembo Kid. Scialoja recorrió con una mirada irónica el amplio ventanal que enmarcaba la cúpula de San Pedro, la actitud indiferente, pero en realidad vigilante, de Zeta y Equis, y el Viejo, impenetrable y compacto, que lo escrutaba con los párpados entornados mientras sus dedos rechonchos jugueteaban con un minúsculo lapislázuli. Scialoja sacó de un bolsillo la bolsa con la cocaína y la colocó con delicadeza sobre el escritorio. El Viejo frunció el ceño.

—No falta nada. Quizá haya cogido un poco de humedad…

El Viejo movió imperceptiblemente la cabeza en dirección a Zeta. El agente se apresuró a meterse la droga en el bolsillo.

—Es la que pagamos con los fondos reservados, ¿recuerda? —se sintió obligado a precisar Equis.

—Os la dio el Dandi —rio secamente Scialoja.

El Viejo atajó la incipiente protesta de Zeta.

—Dejadnos solos.

Los dos espías salieron dejando a sus espaldas un rastro de malhumor. Scialoja cruzó las piernas.

—Veo que le gusta rodearse de gente de confianza.

El Viejo atrajo hacia sí una caja de madera, extrajo de ella dos puros habanos y ofreció uno de ellos a Scialoja.

—Gracias, prefiero los toscanos.

—En eso se equivoca. Coja uno. Es un auténtico Cohiba. Puede que sea un tópico, que los puros cubanos son los mejores del mundo, pero los tópicos no hay que despreciarlos.

Scialoja aceptó. Encendió el cigarro. Era fuerte y aterciopelado, con aroma a bosque y a coñac añejo.

—Excelente. ¡No me diga que se los manda Fidel en persona!

Touché! —se rio el Viejo con una mueca que, a saber por qué, a Scialoja le hizo recordar al espantoso Rana.

—Esos dos lo han enredado —dijo Scialoja, retomando el hilo de la conversación.

—¡Bah! —gruñó el Viejo—. No me preocupa. Forma parte de las reglas. Detesto a la gente de confianza. La gente de confianza es leal y, por tanto, carece de fantasía. Si me hubiese rodeado de gente de confianza, a esta hora llevaría ya bastante tiempo bajo tierra.

—¿Y dónde está, en cambio? ¿En el tablón de mandos? ¿En la habitación de los botones? ¿En la rama más alta de la Sequoia? ¿Dónde demonios está usted?

El Viejo abrió los brazos.

—En un despacho que no existe, en un edificio que no existe, ocupado con una conversación que no existe… ¿le satisface la respuesta?

Scialoja hojeó el informe. Estaba lleno de subrayados, notas al margen, puntos exclamativos.

—Después de todo, estos documentos existen. ¡Y un día u otro tendrá que rendir cuentas de ellos!

—Tal vez sí, tal vez no… ¿sabe?, esa historia de «un día u otro» me recuerda una vieja poesía de Corneille… La marquise. La marquesa en cuestión es una cortesana… sabe a qué tipo de mujer me refiero, ¿no? Creo que usted las prueba de vez en cuando, ¿no?

Touché!

Al Viejo le gustó el estilo. Empezaba a divertirse.

—Está bien —accedió—, volvamos a lo nuestro. Así pues, la marquesa es joven y hermosa y Corneille, en el ápice de su gloria, se muere por poseerla… ¡pero es tan feo, arrugado y viejo! En pocas palabras, la marquesa se ríe en su cara. El poeta decide vengarse. Escribe una canción: atenta, marquesa, hoy te mofas de mí porque eres hermosa y lozana, pero no olvides que un día tú también envejecerás y tu linda cara se cubrirá con las mismas arrugas que hoy me reprochas, que si patatín, que si patatán… en fin, casi una amenaza, ¿no le parece? Pero escuche. Tres siglos más tarde… o cuatro, no soy muy bueno con las fechas, ¿sabe?… tres siglos después un espíritu iluminado llamado Tristan Bernard retoma la canción de Corneille y escribe la respuesta de la marquesa: de acuerdo, mi viejo Corneille, es posible que suceda lo que dices, ¡pero mientras tanto yo tengo veintisiete años y te desprecio! De una claridad meridiana, ¿no cree?

Scialoja lo había entendido a la perfección, pero decidió dar cuerda al Viejo.

—No. Se me escapa el sentido —susurró, volviendo a encender su cigarro.

El Viejo se enojó.

—¡Venga! Todo gira alrededor de la expresión «mientras tanto», que en francés se dice cependant… cabe la posibilidad de que un día un tribunal decida ocuparse en serio de ciertas cosas, es posible que se llegue a un proceso, incluso a unas cuantas condenas, pero mientras tanto… cependant… yo por descontado ya no viviré… y, mientras tanto… cependant… lo que había que hacer ha sido hecho…

—¿Y qué es lo que había que hacer? ¿Asesinatos? ¿Bombas? ¿Pequeñas masacres?

El Viejo se ensombreció.

—Añoraréis esta época que ahora os parece tan oscura.

—¿Añorar lo de Moro? ¿Al Piojo? ¿Bolonia?

—Ya verá. Usted tiene la suerte de vivir en estrecho contacto con los últimos hombres de verdad. Hombres que tienen pasiones e identidad. Pero, por desgracia, a todo esto le queda muy poco de vida. Se está cerrando una época y la que está por venir será del dominio exclusivo de los banqueros y de los tecnócratas. ¡Ah, y, cómo no, de esos chicos medio imbéciles de la televisión!

Scialoja apagó su cigarro.

—¿Para qué me ha hecho venir? No me está contando nada nuevo.

—Puede ser. Pero el problema es suyo, no mío. Usted se obstina en buscar una trama donde no la hay. Abandone esa absurda pretensión. El violín y el calendario reposan juntos sobre la mesa del anatomopatólogo y nada los relaciona más allá de la mera casualidad. Éste ya no es el siglo de Hegel. ¡Éste es el siglo de Magritte!

Scialoja se estaba hartando. El Viejo se dejó caer sobre el respaldo de su amplio sillón, y cerró los ojos. Su voz se convirtió en un murmullo casi inaudible.

—Le doy mi palabra de honor de que el aparato al que pertenezco no tiene nada que ver con la masacre de Bolonia.

—¿Palabra de honor?

—Entiendo que la cosa le pueda dejar perplejo, pero es así. ¡Se lo aseguro! Y le aseguro también que un día u otro… como dice usted… un día u otro la justicia le echará el guante al que colocó esa maldita bomba.

—¿Y los que ordenaron hacerlo?

—A menudo son los mismos que los ejecutores materiales.

—¿Está dispuesto a jurar también esto por su honor?

—¡Ahora me pide demasiado! —se rio el Viejo, dando una manotada sobre el escritorio.

Scialoja había alcanzado ya la puerta cuando el Viejo lo llamó. Su tono delataba premura.

—¿Quiere que le acompañen Zeta y Equis?

—¡Faltaría más! Como dice el proverbio: más vale sólo…

—Le entiendo. Pero le garantizo que no volverá a ser molestado por esa parte. Y… me gustaría volver a charlar con usted, comisario.

—¡Dado que este despacho no existe, tendrá que buscarme usted!

—¡Lo haré, puede estar seguro!

—¿Debo entenderlo como una propuesta de reclutamiento?

—¡Por el amor de Dios! ¡No sabría qué hacer con uno como usted!

—Gracias.

—No hay de qué.

Scialoja cerró la puerta a sus espaldas. Cuando se encontraba a mitad del pasillo desierto, al que daban toda una serie de puertas cerradas recién pintadas, recordó que todavía tenía que decirle una cosa al Viejo. Volvió sobre sus pasos. Entró sin llamar. El Viejo estaba haciendo sonar un carillón, un antiguo juguete en el que dos damiselas bailaban delicadamente. La irrupción lo pilló por sorpresa: Scialoja lo vio lanzar una mirada aterrorizada y cerrar de golpe la cajita mecánica como un niño al que acaban de sorprender entreteniéndose con un pasatiempo prohibido.

—Lamentaría que al pobre Rana le sucediese algún… accidente.

El Viejo se relajó.

—Vaya tranquilo —le atajó con una sonrisa maligna.