Dos simples movimientos de fondos bastaron para que el Dandi y el Tapón se convirtiesen en propietarios oficiales del Climax Seven. Al Seco le correspondía también una cuota. Con el nuevo acuerdo los asuntos estaban tácitamente divididos. El Frío y los suyos controlaban férreamente el tráfico de droga y ponían todo tipo de peros a las cuentas de Treintamonedas. El Dandi había suscrito un contrato con uno de Lecce al que había conocido a través de sus paisanos, vendedores de hachís, lo que le había permitido entrar en el mundillo del videopóker, que amenazaba con convertirse en el negocio del siglo. Después habían incorporado al Esmirriado, un siciliano impulsivo que se estaba imponiendo en la zona de Primavalle. El Esmirriado había entrado con armas y dinero en el ambiente de la heroína y de las partidas de póker y, sin dejar de guardar un cierto respeto por el Frío, se había unido a Treintamonedas: amigo de todos, socio de cualquier tipo de bandera. En el ínterin, pasaron de una orgía por los Mundiales de España a una cena íntima ofrecida por el tío Carlo para celebrar dignamente la pequeña masacre de «ese gran cornudo del general Dalla Chiesa»[34]. Evento que también reconfortó sobremanera al Maestro: hacía un año que las cosas no iban bien en Milán, donde un par de jueces estaban metiendo las narices en ciertas listas que debían permanecer secretas, y en Palermo, donde a esos infames de la Fiscalía se les había metido en la cabeza que había que compartir la información.
Durante una de estas veladas, el abogado Vasta —que ignoraba oficialmente la identidad del siciliano— había afirmado que los magistrados, una banda de rojos fanáticos como era público y notorio, acabarían pagando la loca perversión de arremeter contra las personas relevantes. Con un poco de paciencia los pondrían en su sitio. El tío Carlo había sonreído al oír aquella abierta declaración. Vasta se había apresurado a precisar que hablaba de forma puramente teórica.
—Quiero decir: existen las leyes, la defensa de los derechos… esos tipos no pueden pisotear esos derechos… cosas como ésa…
El tío Carlo, que en cualquier caso estaba siempre de buen humor, había asentido significativamente.
Todos parecían haberse olvidado del pobre Nembo Kid. Sólo Donatella seguía llorándole día y noche. Había adelgazado hasta el punto de quedar reducida a la sombra de la matrona imperial que había sido en su día. Patrizia tuvo la mala idea de invitarla a una velada con unos árabes acaudalados. Donatella le arañó en la cara, rompió dos cuadros de autor, y estalló en sollozos sobre el almohadón.
—¿Se puede saber cuándo piensas parar? —le preguntó Patrizia mientras trataba de taponar el arañazo.
Donatella dio rienda suelta a su pesar. ¡Era mi hombre! ¡Era una bestia, se le había metido en la cabeza que hiciésemos cosas sadomaso, pero era mi hombre! Cuando estábamos juntos, éramos como dos tigres furiosos. ¡Lo echo de menos, todo! ¡Los golpes, los besos, incluso las cuchilladas que me tocaba dar cuando se traía a la cama a alguna furcia! ¡Pero era mi hombre! ¡Jamás habrá otro como él! Patrizia le acariciaba el pelo: estaba encrespado, sucio, mojado. ¡Eso sí que era pasión! ¡Qué cosa tan rara! Recordó el dulce arrebato del policía. Pensó en los toqueteos del Dandi. Hombres entre los hombres, tan parecidos el uno al otro. Y ella, ella debía concederse eternamente. A saber dónde estaba la pasión, en qué parte del cuerpo. Entre las piernas no, en la cabeza no, en el corazón no. En otro lugar, por descontado. Tal vez se tratase de una glándula que sólo tenían algunos.
—Ya encontrarás otro —le dijo para consolarla—. ¡Mejor que él!
En lo más profundo de su corazón la envidiaba. Ella jamás había sentido en su interior aquella glándula.