II

El Frío explicó a los incondicionales que el Dandi había ocupado por su propia cuenta el lugar del Libanés.

—Tiene contactos y negocios que se niega a compartir, pero como no quiere líos, propone que sigamos juntos con la droga y con la caja común para los encarcelados y sus familias. En todo lo demás, nos disolvemos.

—¿También en lo tocante a las inversiones? —preguntó Ojo Feroz.

—En todo.

—¡A mí, más que al Libanés me recuerda al Sardo! —observó uno de los Bufones.

—No —le corrigió el Frío—. El Sardo pretendía el mando, él se está separando. Es distinto.

—¿Y quién nos asegura que uno de estos días no nos organiza una buena? —preguntó el Esqueleto.

—¿De ésas con las que os divertíais tú, el Tapón y Nembo? —lo fulminó el Frío que sospechaba de él tras la historia del Marrano Feliz.

El Esqueleto agachó la cabeza.

—Qué te puedo decir, Frío… no sé lo qué me pasó… Fue una gilipollez… ¡pero yo estoy contigo!

—¡Y nosotros también! —aseguraron los Bufones.

—¡Ya se ve! —afirmó Ojo Feroz.

—También el Búfalo y Ricotta están con nosotros… ¡el cabreo no se les ha pasado! —añadió el Esqueleto enfervorizado.

—Él cuenta con el Tapón.

—Sólo con él…

—Bueno, tal vez también con Treintamonedas, porque hace circular la droga…

—Y con el Seco, que hace circular el dinero.

—El Seco no pertenece al grupo. Se limita a echar una mano cuando hace falta.

—Pero ¡qué dices! Si lo controla todo.

—¿Y Treintamonedas? ¿Seguro que está de la otra parte?

—A saber con quién está Treintamonedas. Ése es como una peonza.

—Entonces, ¿a qué esperamos? Concertemos una cita y…

El Frío apaciguó los ánimos. A nadie le convenía una guerra. El Dandi no los había desafiado. Y, después de todo, su proposición era razonable. El Esqueleto parecía decepcionado.

—¿Razonable? Pero ¿es que ahora se las vamos a pasar todas a ese pedazo de mierda?

—Yo sólo he dicho que a nadie nos conviene una guerra. Ahora no…

—¿Y cuándo?

Cualquier momento podía ser el adecuado, aunque también era posible que éste no llegase nunca. En otras palabras, precisó el Frío, jamás habían tenido problemas con la droga. El mecanismo funcionaba y el dinero entraba puntualmente. No tenía sentido reñir ahora por eso. También era conveniente mantener la caja común. Hasta la fecha, tanto el Dandi como el Tapón habían ingresado su dinero con regularidad en el fondo para gastos.

—¿Quieres decir entonces que no ha sucedido nada?

No. Había sucedido lo que en su día predijo el Libanés, al que Dios ojalá tuviese en su gloria. Habían embocado caminos diferentes, pero en tanto se respetasen los acuerdos, podían continuar así. Como simples socios de negocios.

—Podemos vender juntos, comprar juntos, disparar juntos, incluso invertir juntos, ¡pero el Evangelio no dice que tengamos que acostarnos juntos!

Ésas habían sido las últimas palabras del Dandi. La lealtad al grupo se estaba convirtiendo en lealtad a los grupos: por una parte al del Dandi, por otra al de ellos. La campaña de adquisiciones estaba abierta, por supuesto. Por el momento ellos eran más numerosos, pero en este mundo no hay nada seguro. Así pues: que traficasen en paz con la mafia y los espías, mientras se comportasen como era debido no había inconveniente. En caso contrario, los eliminarían como al Sardo.

El Búfalo y Ricotta fueron informados en la cárcel, y se adhirieron al nuevo pacto. Treintamonedas les comunicó que prefería quedarse al margen. Era, y sería siempre, amigo de todos. En cuanto al Seco, fue a ver al Frío y le dijo que incluso el Búfalo le había confiado un poco de dinero para invertir.

—Los únicos que seguís sin fiaros de mí sois tú, el Esqueleto, Ojo Feroz y los Bufones… tus amigos no tienen ni una lira, cuanto más dinero les entra, más gastan… pero tú, en cambio, si quisieras…

El Frío lo mandó a freír espárragos, y el Seco juró que se la haría pagar con una sonrisa de sumisión en los labios. Después fue a ver al Dandi y le contó que sus amigos estaban confabulando contra él, pero sus advertencias cayeron en saco roto: «Esos cuatro miserables —le respondió el Dandi—, me importan un carajo».

Al final de la historia, el Frío volvió con Roberta, que estaba demasiado enamorada de él como para perderlo. Cuando ella, después de haber hecho el amor, le preguntó por enésima vez por qué hacía todo aquello, obtuvo una respuesta sincera:

—Porque así me siento libre.