Roberta lo esperaba en el portal. El Frío, a contra sol, dio algunos pasos vacilantes. Se besaron lentamente. Olía a fruta, a benévola calidez. El Frío tragó algo húmedo y trató de introducirle la lengua entre los dientes.
—Ahora no.
Era la primera vez que Roberta se resistía. El Frío la siguió hasta el coche sin hablar. Roberta se sentó al volante de su viejo Mini y embocó la calle con cautela.
—Estoy cansada.
—Bueno, ya pasó.
—¿Hasta cuándo? ¿Hasta la próxima vez que te cojan?
El Frío manipuló la radio. No se hablaba de otra cosa que de los «delitos clave» de los últimos días. Todas las emisoras execraban a Nembo y deploraban la muerte del camarada Pio La Torre[33], fusilado en Palermo. De haber tenido un teléfono a mano, los habría llamado. Para desahogarse. Pero ¿a qué vienen tantas lamentaciones, capullos, acaso no sabéis que el mundo es así?
—¿Has oído lo que estoy diciendo?
Roberta estaba muy seria. El Frío se había esperado otro recibimiento. Se encerró en su caparazón.
—Has ahorrado bastante como para retirarte. Vámonos. Marchémonos de aquí. ¡Ya no soporto esta vida!
El Frío tuvo la tentación de confesarle que él también se sentía cansado. Tarde o temprano le caería una condena definitiva. Si se circunscribían a las menudencias, cuatro o cinco años como mucho. Pero si abandonaba todo, ¿cuánto podía durar? Ellos dos, quizá en un país extranjero, sin una lira… sin la calle… sin los amigos…
—Déjame aquí. Iré a casa más tarde.
Ella frenó en seco. El Frío trató de esbozar una sonrisa, pero le salió una especie de rictus torcido. Roberta se alejó a toda velocidad. Los próximos días se anunciaban duros.
—¡Frío, amigo mío!
El Dandi estaba en casa en compañía de su decorador: un maricón de unos sesenta años con el pelo teñido que lucía unos collares de estilo hippy.
—Le aconsejo vivamente que no coloque juntos un Mafai y un Vespignani… aquí quedaría bien un Masson. ¿Qué le parece?
—Ah, sí, de acuerdo… hablamos otro día, maestro. Acaba de llegar un amigo que hace tiempo que no veía…
El decorador recibió el cheque de seis ceros con la firma a vuelapluma del Dandi y se despidió con una cortés reverencia.
—¿Qué te parece, Frío?
—Has engordado.
—¡Me refería a la casa!
¡Ah, el museo! Con todas aquellas piezas bien alineadas, las paredes cubiertas de cuadros, un aroma a incienso y a cera, los altavoces escondidos tras las cortinas con melodías semejantes a las que flotaban en el picadero de Treintamonedas…
—Abajo he instalado una sala de billar… ¿quieres que juguemos una partida?
«Abajo» hacía referencia a un sótano dispuesto como taberna para organizar cenas, fiestas y todo tipo de farras. El Frío pasó la tiza sobre el taco y notó la jaula vacía y triste.
—¿Y ésa?
—¿Ésa? Ah, ésa… ¡pobre Alonzo! Se hizo demasiado grande, empezaba a dar guerra… en fin, que tuve que eliminarlo.
Aquel réquiem reflejaba a la perfección el carácter del Dandi, en el que se conjugaban hipocresía y violencia. El Frío efectuó una jugada de mala gana y se encendió un cigarrillo. Observó al amigo. Su aspecto era idéntico al que tenía durante la última cena con el Libanés. Sólo que ya no les unía el afecto de antaño. Le debía una justificación.
—Bueno, vaya, las cosas van bien. Ahora tú también estás fuera, así que…
Se hacía el loco, pero era evidente el remordimiento que sentía. El Frío apagó la colilla en un cenicero con un gallito azul. El Dandi frunció el ceño.
—Ten cuidado, perdona. Es una pieza firmada… cerámica de Grottaglie… me lo regaló el Pugliese… ¡aquí, querido, todo es de la mejor clase!
—Ah, ¿y es ésta la clase?
—¿Por qué, te parece mal? ¡En la vida hay que ascender!
—¿Y cuándo fue la última vez que ascendiste? ¿Cuándo acuchillasteis al Marrano Feliz? ¿O cuándo liquidasteis a Satanás sin ni siquiera preguntarle dónde había conseguido la mercancía? ¿Sabes lo que dice Radio Cárcel? Que una noche en la que estabais de mala leche quemasteis a un mendigo…
—¡Menuda gilipollez! —explotó el Dandi—. ¡Yo no sé nada!
—¡Claro, faltaría mas! Tú no te ensucias las manos, tú…
El Frío estaba fuera de sí. El Dandi probó con las maneras dulces.
—Está bien, Frío. Reconozco que los chicos han exagerado. Piensa en Nembo Kid: se nos fue de las manos, el pobre. Y era él el que los arrastraba. ¿Qué podía hacer yo? En cualquier caso, acabó como acabó.
—Supongo que de eso tampoco sabrás nada, ¿no?
—Si te digo…
—¡Nada de nada! ¡Se marcha, va a Milán, se aloja en un hotel de cinco estrellas con pasaporte diplomático, por poco se carga a un pez gordo de las finanzas y tú no sabes nada!
La cosa se ponía fea. Estaba claro que al Frío la cárcel se le había quedado atravesada. Imposible esquivar el tema. El Dandi decidió poner las cartas sobre la mesa.