No era un asesino cualquiera. Uno de los jefes del hampa romana vuela a Milán para llenar de plomo a un pez gordo del mundo de las finanzas. El delito se decide y planea en Roma. La presencia de un boss del calibre de Nembo Kid tiene la doble función de asegurar el éxito de la empresa a aquellos que la han encargado y, por otra parte, de sellar el pacto de sangre de una alianza entre poderes. Milán y el poder del dinero. Roma y el Palacio. Las cuentas del Banquero estaban en números rojos. Su banco cumplía las órdenes del Vaticano. El río subterráneo que fluía entre Roma y Milán era un río de sangre y dinero. Estudiar, investigar, descifrar, comprender y golpear. Borgia y Scialoja regresaron de Milán cargados de esperanzas y de informaciones.
Durante los días sucesivos Scialoja trabajó en un informe sobre el asesinato de Nembo Kid rodeado del máximo secreto. Incluyó todo en él. La banda. Los espías. El tráfico de droga. A través de la centralita del hotel se descubrió que Nembo se había puesto en contacto desde Milán con un sujeto del que jamás habían oído hablar antes. Lo llamaban «el Maestro». Scialoja hizo algunas averiguaciones. El tal Maestro había nacido como un pequeño delincuente que, de repente, había dado un salto de calidad. Propiedades inmobiliarias. Terrenos. Sociedades financieras. Inversiones en Cerdeña realizadas a través de un pequeño banco que sólo tenía dos ventanillas: una en Milán, claro está, y la otra en Palermo. Scialoja trató de abrir un canal con sus colegas sicilianos. Pidió ayuda a Borgia. Se topó con un muro de desconfianza. Fueron necesarias dos semanas para que llegara la llamada de Palermo. Se disculpaban por el retraso, pero antes habían tenido que «conseguir algunas informaciones».
—Esos cabrones me han hecho el informe antimafia para asegurarse de que estaba limpio —se lamentó Borgia—, en cualquier caso, la información es suculenta: su Maestro es la mano derecha del tío Carlo.
—¿Y quién es ese tío Carlo?
—¿Tío Carlo? En una palabra, la mafia.
Scialoja incluyó el dato en el informe. Por otro lado, al hojear los primeros resultados sobre las armas halladas en el sótano, maldijo a toda la raza de los peritos. Entre una disertación y otra sobre la epistemología de la balística, los profesores habían logrado echarlo todo a rodar. Una materia grasa contaminante y causante del llamado fenómeno de la «tropicalización» había aparecido unida a ciertas huellas identificadoras que había que analizar. La historia del cartucho tropical había causado las carcajadas de los colegas de la Científica: un espíritu alegre colgó en una de las paredes del despacho de Borgia el dibujo de un revólver descansando cómodamente en el atolón mientras saboreaba una bebida. A fin de cuentas, no se podía hacer gran cosa. Estaba escrito con toda claridad: las pistolas buenas jamás habían disparado, por lo que no servían para las confrontaciones. Y las que habían disparado se encontraban en tal estado que era imposible obtener de ellas ninguna información. No obstante, había sido posible hacer un milagro: habían secuestrado algunos cartuchos Winchester que resultaban extraños a causa de una particular alteración. Correspondían a los proyectiles que habían sido encontrados en el cuerpo del Piojo. Scialoja se concentró en esta circunstancia. El Piojo, otro crimen sin resolver a pesar de los ríos de tinta que habían corrido sobre la revista sensacionalista que dirigía, sobre sus relaciones con el poder y, mira tú por dónde, con los «Servicios». Seguro que al Piojo también lo eliminaron ellos. Seguro que él también había sido víctima de un «intercambio de favores». No había ninguna certeza: pero eso no le impidió redactar un volumen de trescientas páginas. El estilo no está nada mal, bromeó Borgia.
—Siempre podrá servir para la posteridad —replicó sombrío Scialoja.
Esta vez se había esmerado para no errar el tiro. Era de esperar una reacción viperina. Una semana después de la entrega del dossier, Scialoja recibió una llamada del Rana. Se encontraron en un aparcamiento del Prenestino, entre caravanas de gitanos y un vaivén de drogadictos, envueltos en un flamígero atardecer. Se dieron la mano.
—Entonces —preguntó Scialoja—, ¿cuáles son esas noticias tan clamorosas?
El Rana le pasó una bolsa de plástico llena de droga.
—Se la envían sus amigos Zeta y Equis.
Scialoja miró perplejo la bolsa. El Rana le indicó con un ademán que le echase una ojeada. Scialoja la abrió, hundió un dedo en la cascada de cristales blancos, y la probó. El Rana esbozó una sonrisa maliciosa.
—Peruana blanca. Un gramo. La calidad no es maravillosa: dado que el suministro era gratis, el Dandi ha exagerado con las anfetaminas.
—¿Qué significa?
—Yo le llamo y usted viene, porque espera tener noticias de Patrizia…
—No digas tonterías, Rana.
—No, escuche. Ellos saben todo. Esos dos saben siempre todo. De verdad…
Scialoja se encendió un cigarrillo. Algo le decía que podía fiarse del Rana.
—Así que Patrizia te ha abierto su corazón, ¿eh?
—Fue ese tipo del hotel, el hombre de Positano… bueno, a decir verdad no era precisamente Ricardo Corazón de León… y ni siquiera un amigo, si es por eso… luego, yo también, modestamente, algo había intuido ¿recuerda?…
El rictus, que pretendía ser sensual y de complicidad a la vez, hacía que resultase, si cabe, aún más repugnante. Era sorprendente que pudiese mantenerse de pie. Y olía a ácido y a perfume.
—¿Qué tiene que ver Patrizia con esta historia?
—No sabe nada. A su modo, Patrizia es leal. O desleal, elija usted…
—¿Dónde está ahora?
—¿De verdad quiere saberlo?
—Sí.
—Ha vuelto con el Dandi… pero no se enoje, comisario. ¿Recuerda a Escarlata O’Hara? Nunca he entendido si prefería a ese merluzo embalsamado de Ashley o a ese hijo de la gran puta de Rhett… Sea como sea, ese par de cabronazos, los espías, tienen un plan. Cosas de la pasma. Nosotros nos encontramos, a mí me da un ataque, usted tiene buen corazón, se ofrece para acompañarme al hospital, me mete en su coche, yo deslizo en el interior del vehículo el sobrecito con la droga, luego me recupero, nos despedimos, muchas gracias, madero, no hay de qué, mi querido mariposón. Usted sigue su camino. Debajo de su casa se encuentra con una patrulla. Un control casual. Usted se ríe: vamos, somos colegas… pero ellos no cejan: lo han acusado… ¿entiende el juego? Oiga, esos dos se la tienen jurada…
Scialoja le pasó el cigarrillo. El Rana se lo agradeció. Dio dos caladas y tuvo un acceso de tos. Apagó el cigarrillo con rabia. Perdió el equilibrio. Scialoja se apresuró a sostenerlo. El Rana le sonrió mostrando unos dientes en franco mal estado.
—Ya ve, ni siquiera hace falta disimular…
—¿A qué debo su ayuda?
—¿Qué quiere que le diga? Lo hago por Patrizia, porque me han tocado los huevos, porque usted es un cachas, porque cada vez que toso escupo un trozo de pulmón, y el doctor dice que hay cosas en mi sangre que no funcionan pero no consigue entender cuáles, porque me gustan las películas de aventuras y en esta fase de mi vida me identifico con la divina Marlene en El Expreso de Shanghai… ¿recuerda? «¿Qué has hecho durante todo este tiempo?», le pregunta él. Y ella, parpadeando bajo el gran sombrero, misteriosa, hecha una puta: «Son largos, cinco años en China»… con la «ese» sibilante de Tina Lattanzi… ¿sabe?, la mujer que la doblaba… hay tantos motivos. ¡Elija usted el que prefiera!
Scialoja trató de aferrar la verdad esquiva de aquella mirada tiñosa. El Rana tenía unos ojos idénticos a los de Patrizia: ojos huidizos, que estaban con uno sin estar.
—¿Está dispuesto a denunciarles?
—Con todo el respeto, que le den por culo, comisario. La ley me produce náuseas.
—Ellos entenderán. Está corriendo un gran riesgo.
—Me importa un carajo. Es demasiado divertido.
Scialoja tuvo una idea. Arriesgada, desde luego, pero, tal y como acababa de decir su salvador, demasiado divertida.
—Devuélvame la bolsa.
—¿Para qué la quiere?
—¡Démela, venga!
Scialoja le explicó su plan.
—Usted los llama, digamos, dentro de una hora y media. Les dice que ha habido un cambio en el programa. Que hemos estado en mi casa. ¿Entiende?
El Rana soltó una carcajada.
—Ahora me puedo morir contento. Por fin he encontrado a uno que está aún más harto que yo. ¡Lástima que no le gusten los hombres, dottore!
Scialoja volvió a casa. Por el camino compró un kilo de sal gorda en la tienda de la plaza Bologna. Se preparó un bocadillo con la media lata de atún que se estaba poniendo rancia en la nevera, abrió la última cerveza y se concentró en el tenis que retransmitían en la televisión. El tenis era el deporte más estúpido del mundo. El televisor era el electrodoméstico más estúpido del mundo. Unidos, constituían el antídoto más eficaz contra la ansiedad. Zeta y Equis echaron abajo la puerta unos minutos antes de la medianoche. Los acompañaba una brigada de forzudos en uniforme de asalto. Scialoja los recibió con una sonrisa sarcástica y les manifestó su disgusto por no poder ofrecerles otra cosa que no fuese el agua del grifo. Zeta lo informó de su derecho a contar con la asistencia de un abogado. Scialoja se encogió de hombros. El registro duró apenas unos instantes: Equis se dirigió de inmediato al dormitorio, cogió la bolsa y gritó: «¡Bingo!». Zeta fingió examinar con aire crítico el hallazgo. Fingió un estupor exagerado. Parecía una escena de Las calles de San Francisco.
—Michael Douglas tiene más estilo —le provocó Scialoja.
—¿Sabe cuál es la cosa más repugnante del mundo, comisario? —silbó Zeta con falsa indignación—. ¡Un policía corrupto!
—Santas y venerables palabras —corroboró Scialoja, mirándolo fijamente a los ojos.
Cualquier otro quizá habría entendido. Pero esos dos eran demasiado presuntuosos como para permitirse el lujo de pensar. Lo empaquetaron y se lo llevaron al Departamento Operativo donde les esperaba un suboficial del Grupo de Investigaciones Científicas que cogió la droga en depósito. Zeta llamó al fiscal adjunto de turno. Scialoja rechazó el abogado y se encendió un cigarrillo. Zeta lo hizo volar de sus manos. El fiscal adjunto se presentó con Borgia. Lo había despertado en plena noche: cortesía entre colegas, después de todo, Scialoja era su policía. Borgia montó una escena a los espías, que ni siquiera pestañearon.
—¿Y usted no dice nada? —gritó a Scialoja, quien por fin había conseguido encenderse en paz su cigarrillo.
—Me acojo a mi derecho a no responder… prefiero esperar los resultados del Narcotest.
Borgia captó la mirada irónica de su compañero y entendió. Al igual que Zeta. El fiscal y el espía abandonaron a toda prisa la estancia. En ese momento, el suboficial salía del laboratorio vestido con una bata blanca, y con aire visiblemente molesto. No reconoció, o fingió que no reconocía a Borgia, y apuntó con el dedo a Zeta.
—¡Buena, la droga! Me sacas de la cama, me obligas a encender las máquinas y todo por un miserable gramo de cloruro de sodio… molido en la batidora, para más inri… ¡Menuda broma!
Zeta lo aferró por un brazo y lo empujó hasta el laboratorio. Cerró la puerta a sus espaldas sin hacer el menor caso de las protestas de Borgia.
—¿Has mirado bien?
—¡Bromeas!
—¿No se puede realizar un contra-análisis?
—¡Lo que podemos hacer con esa sal es una pasta a la amatriciana!
—¿De verdad no se puede hacer nada?
El suboficial escrutó al espía. Observó su indumentaria de policía en noche de gala, el chaleco de firma pija, los resplandecientes mocasines de moda, los vaqueros marcando paquete. Aspiró el olor a colonia, consideró con disgusto el pelo cortado al rape. Soltó una carcajada y le dio una palmadita en la espalda.
—Ay, amigo, ¿cuánto os dan a vosotros, los espías, de prima especial? ¿Tres millones extra al mes? ¿Sabes lo que te daría yo? ¡Tres millones de patadas en salva sea la parte!
Scialoja fue puesto en libertad con mil disculpas. Borgia le preguntó por qué no había aclarado de inmediato el equívoco.
—No quería perderme la cara de Zeta en el momento de la revelación.
—¿Me redacta un pequeño informe?
—Cualquiera se puede equivocar.
Borgia maldijo. A veces sentía la tentación de estamparlo contra la pared.
—Me gustaría saber quién le ha sacado las castañas del fuego esta vez. ¿La consabida Vallesi, Cinzia?
—Negativo, señor juez. ¡Digamos que estoy en deuda con la comunidad gay!