Las negociaciones con los peritos nombrados por el juez instructor corrieron a cargo de Zeta. Uno de los expertos en balística llevaba ya tiempo recibiendo dinero del Servicio, y no pudo negarse. Además de que, en cualquier caso, salía ganando con ello. El otro, un lombardo de aire franco, era un hueso duro de roer. Demasiado honesto como para que se pudiese hablar con él. O lo eliminaban —cosa que resultaba contraproducente y antieconómica— o encontraban otra solución. Borgia había ordenado un examen pericial comparado consistente en exhumar los casquillos y los proyectiles de los últimos cinco años de tiroteos. El perito aliado convenció a su colega de que se dividiesen la tarea. Mientras el lombardo se concentraba tranquilamente en las armas que no presentaban mayor problema, el otro neutralizaba las comprometedoras a base de ácidos, martillazos y sustancias corrosivas. Las puntas de los proyectiles, las ralladuras, y los cañones fueron nivelados, troquelados, y poco menos que destrozados. Cualquier cotejo con los homicidios precedentes se hizo imposible. Fue un modo brillante de limitar el daño. Sólo costó nueve millones de liras.
Del resto se ocuparon el Tapón y Ojo Feroz. Cuando Brugli obtuvo la libertad condicional en recompensa por sus revelaciones, fueron a buscarlo y le ofrecieron tan sólo dos liras para que se retractase. La alternativa —una bala en la nuca y un chapuzón en el río— no hizo falta mencionarla. Como prueba de su buena voluntad, Brugli les entregó una bolsa con tres semiautomáticas y un fusil ametralladora que, por razones que también el desconocía, había escapado al registro. A primera hora del día siguiente Borgia se lo encontró en el despacho con toda una cohorte de abogados y declaraciones. Ziccone no tenía nada que ver con el asunto y sólo se le podía achacar que le hubiese presentado al Búfalo. Éste, personaje terrible, espantoso y medio loco, iba y venía a voluntad y a veces lo acompañaba un amigo que él, por otra parte, desconocía. Brugli, aterrorizado por el registro y angustiado por las maneras violentas e intimatorias de la Brigada Antiterrorista, poco o nada respetuosa con sus derechos, se había visto obligado a desembuchar un nombre tras de otro.
—Los leí en el periódico, señoría, por eso los acusé. ¡Pero le juro por mis hijos que jamás los he visto!
Cuando el Búfalo se enteró de que había sido elegido como cabeza de turco, hizo añicos el televisor, arrancó la taza del váter, e incluso dobló dos barrotes de la ventana. Para calmar al increíble Hulk en acción fue necesario un equipo especial, y el Búfalo acabó en la enfermería con dos costillas rotas. El Frío fue a visitarlo en compañía del Niño para explicarle que si habían pensado en él, era porque ya tenía sobre sus espaldas lo sucedido en el Fleming.
—¡Mira que si luego sale bien el examen pericial, lo de las armas lo resuelves también con la enfermedad mental!
El Búfalo no atendía a razones, y de no haber sido por las palabras persuasivas del Niño —el chico tenía un poder realmente mágico sobre sus nervios— se habría comido vivo al Frío en ese mismo momento. Al final, consiguieron convencerlo. Pero dentro de él el rencor no hacía sino aumentar.
A pesar de las fanfarronadas de Borgia, Treintamonedas, Nembo Kid, Ziccone y el Esqueleto fueron excarcelados. Cuando el abogado Vasta se presentó para cobrar sus honorarios, faltó poco para que Treintamonedas le diese unas cuantas bofetadas.
—¡Pero si esta vez lo hemos hecho todo nosotros!
—Eso no es exacto —insistió con frialdad el experto jurista—, la idea de dar una dimensión diferente a los hechos ha funcionado… ¡y la idea fue mía!
Al Frío, en cambio, no lo soltaron. Borgia había conseguido hacerse con una nueva orden: esta vez lo acusaban de sobornar y de intimidar a Brugli. Nadie ponía en duda que el asunto se resolvería en un abrir y cerrar de ojos. Pero al quedarse dentro, el Frío se perdió la fiesta en honor del Marrano Feliz.
El Marrano Feliz, un bruto corpulento y peludo, más próximo a un gorila que a un ser humano, había colaborado con el Escoria en tiempos del barón Rosellini. Se decía que era a él a quien había visto el rehén, circunstancia que supuso la condena a muerte del aristócrata. Las cosas no les iban muy bien a los tipos del Escoria: los quinientos millones que habían cobrado por el secuestro los habían despilfarrado de mala manera entre mujeres, viajes, coca y champán. Un par de ellos habían acabado desplomados en el empedrado durante un asalto fallido. Los demás se habían dispersado entre la cárcel y la heroína. El mismo Escoria malvivía a base de chantajes en la zona noroeste y eso era todo a cuanto podía aspirar después del embargo que había sido decidido a raíz del pésimo papel que había hecho con el pobre barón. El Marrano Feliz, tras un período de entradas y salidas del hotel de los barrotes, se había sorbido el seso. En primer lugar se había presentado nada más salir de la cárcel en casa de Treintamonedas y le había dado una tunda sin motivo aparente. A continuación había pedido quince millones a fondo perdido amenazando con denunciarlos por el secuestro si no se los daban. Para el Dandi y los demás, quince millones era una cantidad insignificante. Podían darle perfectamente esa limosna y desembarazarse de él cómodamente, pero el Marrano Feliz se había mostrado demasiado arrogante y por ello lo habían mandado a hacer puñetas después de haberlo molido a golpes. El Marrano Feliz se la había jurado, y dado que estaba aislado, y que era un cobarde y un canalla, la había emprendido con las mujeres. Para empezar se había presentado en la nueva casa de Patrizia, contando con la complicidad involuntaria del idiota de Ojo Feroz al que se le había escapado la dirección. Cuando Patrizia le había dejado bien claro que no había nada que hacer, había tratado de tirársela a la fuerza. Por fortuna Patrizia era una auténtica artista con las uñas y la cosa no había pasado a mayores. El Marrano Feliz había atacado entonces a Barbarella, la viuda de Rizo de Oro. Patrizia se había hecho amiga de ella, pero Barbarella era mucho más débil. El asunto había terminado en una auténtica violación y la pobre todavía llevaba en la cara las marcas de la brutalidad del Marrano Feliz. De haberse quedado ahí la cosa, tampoco habrían tomado represalias: el Marrano Feliz era un ser insignificante, aún más insignificante que el Tigame, que el Arenque, era menos que nada.
Pero Nembo Kid daba la impresión de haber perdido el control desde que lo habían puesto en libertad. A causa de los problemas con Donatella, de los celos absurdos de ella; o de una partida de «boliviana rosa» que había ido a parar directamente a su nariz sin pasar ni por la calle ni por la caja común. O tal vez fuese tan sólo que su breve estancia en la cárcel le había aflojado algún tornillo. El caso es que Nembo iba buscando un enfrentamiento físico, sentía nostalgia de un enemigo, y deseos de oler a sangre.
—¡Yo mato al Marrano Feliz!
El Dandi se retiró del asunto. El Búfalo le hizo saber desde la cárcel que si tenía tantas ganas de encañonar con el fusil, bien podía tratar de ayudarlo a escapar. Estilo Prima Linea: ¿cómo era posible que los rojos consiguiesen hacer ciertas cosas y a ellos, en cambio, les saliese siempre el tiro por la culata? El Frío votó en contra de la ejecución. Si bien podían salir de rositas del hallazgo de las armas, aún quedaba sin zanjar el problema del arsenal. Llenar otro depósito de mitras, pistolas y fusiles era demasiado arriesgado. Cada uno de ellos debería ocuparse ahora de sus propias armas. Por descontado no se podían tener en casa. Había que encontrar escondites seguros y personas de confianza a las que pasar la patata caliente. Y era oportuno evitar los intercambios y la circulación de pistolas. Así como su reciclaje. Lo ideal era deshacerse de los hierros nada más usarlos. Las reservas aseguran la victoria: como el campeonato de fútbol. Por ello necesitaban muchas más armas de las que estaban acostumbrados a tener. Moraleja de la historia: en lugar de pensar en gilipolleces había que dar con las armas y procurar que no las encontrasen. Treintamonedas apoyó esta línea de acción, pero Nembo Kid la rechazó con dureza. Por el prestigio del grupo —porque el Marrano Feliz había ultrajado a sus mujeres y eso era intolerable— y por una cuestión personal.
—¡He decidido que lo mato y lo haré! Si no os parece bien, lo haré yo solo.
Al final dos de ellos, el Esqueleto y el Tapón, decidieron ayudarlo.
Patrizia se negó a prestarles la casa. Recurrieron entonces a Barbarella, quien organizó en un abrir y cerrar de ojos una fiesta con unas amigas e hizo correr la voz de que sí, el Marrano Feliz había sido un poco brutal con ella, ¡pero qué hombre! ¡Qué poderío! Así pues, cuando el Esqueleto le llevó la ramita de olivo, el Marrano no se amilanó ante la perspectiva de una orgía gratis. Cualquier otro, en su lugar, habría tomado el primer vuelo para Río. Pero él se colocaba con speedball, chutes de tres partes de coca y una de heroína, como ese actor americano gordo que había muerto hacía algunos días. Un polvo para saltar a la estratosfera y otro para planear con inmensa dulzura. El flipe le llegaba a tal punto que pensó: ¡me temen! ¡Quieren estar a buenas conmigo!
Barbarella había tirado la casa por la ventana. Chicas, las mejores; droga, la más fina; champán, el más frío. Al Marrano Feliz se le concedió la posibilidad de llegar a las puertas del mejor orgasmo de su vida, cuando éste estaba apunto de producirse, el Esqueleto lo separó a la fuerza de su pelirroja y le dijo que lo necesitaba para un trabajito especial.
El Marrano Feliz lo siguió confiado y aún medio desnudo. Subieron a un Panda. El Tapón estaba sentado detrás y bromeaba, como si fueran dos amigotes. Nembo Kid los esperaba en Fregene. El Marrano Feliz se acercó a él con la mano tendida. Nembo efectuó el primer disparo desde el bolsillo de la gabardina, y el Marrano Feliz se desplomó con una rótula destrozada. Sin perder tiempo, el Tapón le ató las muñecas y los tobillos con un hilo de hierro. El Esqueleto disparó en la otra rótula. En tanto que el gusano se arrastraba tosiendo e implorando piedad, se hicieron dos o tres rayas a la par que comentaban la última hazaña de Falcao. El Marrano Feliz casi había alcanzado el Panda. Pero ¿dónde creía que iba, ese pobre desgraciado? Lo pusieron de pie, por decir algo, procurando no mancharse de sangre, y lo ataron a un tronco. El Esqueleto encendió la radio y metió una cinta de música disco. Nembo Kid tenía ganas de divertirse un poco con la navaja. Cada corte debía tener su motivo.
—Éste por Patrizia, por haberla ofendido. Éste por Donatella, a la que todavía le dura el susto. Éste por Barbarella, por la paliza que le diste, Marrano. Éste porque me caes mal. Y éste porque me da la gana.
El arma pasó después a manos del Esqueleto, que al final se la cedió al Tapón. Pero éste se negó: alguien debía vigilar por si se producía alguna llegada inesperada. No tardaron en hartarse. Era difícil saber si el Marrano Feliz, con la cabeza colgando y chorreando sangre, seguía con vida o no. Para mayor seguridad le dispararon tres tiros cada uno, luego metieron el cadáver en el coche y encendieron una buena hoguera. El Tapón los llevó de vuelta a casa en el Audi de Nembo. Conducía con mucha prudencia, y se sentía un poco molesto.
El cadáver semicarbonizado fue encontrado el día después. Scialoja convocó al Frío con el pretexto de un coloquio informal. Sin abogado.
—¡Vaya porquería le habéis hecho a ese desgraciado!
—Esta vez tengo una coartada a prueba de bomba.
—Hay quien ordena y quien ejecuta.
—Si lo dice usted…
—Sin embargo, hay algo extraño, ¿sabe? A lo largo de estos años creía haber aprendido un montón de cosas sobre ustedes. Usted, por ejemplo, es una persona… no diré que honesta… tal vez, si hubiese hecho otras elecciones en la vida, a esta hora… no lo veo torturando durante tres horas a un pobre desgraciado drogado hasta las orejas.
—¡Yo estaba aquí dentro!
—¡Ahí es precisamente adonde quiero llegar! Usted está aquí dentro, pero los demás están fuera. Usted es un líder…
—Pero ¡qué dice!
—¡Venga, vamos! Usted es un líder, igual que lo era el Libanés. En tiempos del Libanés una cosa tan… absurda jamás habría sucedido.
—¡Venga ya! ¡Ese rollo ya me lo has contado, madero! Si se trata de una acusación, quiero un abogado —protestó el Frío. Scialoja sonrió.
—Ahí fuera están perdiendo la cabeza. Sucede, ¿sabe? Es como una borrachera… tarde o temprano se acabarán matándoos unos a otros…
—¡Guardia! —gritó el Frío mientras se ponía de pie de un salto—. ¡Guardia! ¡Quiero salir! ¡Quiero volver a mi celda!
El carcelero entró apresuradamente en la sala de visitas. Scialoja lo detuvo con un gesto brusco.
—Recuerde que manda quien está en la calle. ¡Y a quien está dentro… no tardan en olvidarlo!
El Frío regresó a la celda furibundo. Sí, aquel hijo de puta tenía vista. Y siempre había tratado de dividirlos. ¡Como si fuese necesario! La historia del Marrano Feliz era una gilipollez. Peor aún. Se habían comportado como unos críos que se divierten metiendo petardos en el culo del gato. Una chiquillada. Una trágica chiquillada. ¿Querían eliminar al Marrano Feliz? ¡Una bala en la cabeza habría bastado! ¿Qué necesidad había de encarnizarse con él?
Al tío Carlo, en cambio, aquella ejecución le recordó los buenos tiempos de la campaña contra los palermitanos. Viddani, los llamaba, campesinos rudos, carne de cañón. Al verse excluidos de forma sistemática de las decisiones más relevantes, los viddani habían decidido reaccionar. Limitarse a disparar a los palermitanos no era suficiente. Servía, pero no bastaba. Había que arrancar uñas, quemar pezones, meter los testículos en la boca, como se hace con los animales. Sembrar el terror. Hacerlo serpentear incluso en los salones barrocos de sus discretos y refinados círculos. Era el único lenguaje posible.
El Maestro estaba estupefacto.
—¡Son una potencia y aún se dedican a esas pequeñas carnicerías!
—No se olvide de una cosa, Maestro. Nosotros decimos: «quien nace redondo no puede morir cuadrado». La sangre es sangre, no sé si me explico. Y es bueno que la gente tenga miedo. ¡Satisface y procura alivio a la verga!
Una semana antes de Carnaval, en cuarenta y ocho horas encontraron en el Tufello a tres drogadictos con la baba en la boca y la jeringuilla en la vena. Dos de ellos pasaron a mejor vida, el tercero se salvó por milagro de la sobredosis. La prensa organizó un escándalo sobre la heroína letal. La policía se puso la máscara de los represores honestos, y cinco o seis camellos fueron a parar de golpe a Rebibbia. Convocaron al responsable de la zona, Bonalana, y el tipo se quedó de piedra. ¿Las tres víctimas? Viejos conocidos, pero hacía ya tiempo que no compraban. Se rumoreaba que habían acabado en manos de uno de esos curas que se ganan el paraíso salvando el alma de los colgados. Pero, a todas luces, el asunto no tenía nada que ver con aquello. Alguien estaba tratando de introducirse en el mercado. El Bonalana parecía estar al margen. Decidieron hacer algunas averiguaciones. Treintamonedas, que tenía en mano las riendas del negocio, se ocupó de ellas. Gracias al soplo del drogata superviviente, en dos días desenmascararon al canalla.
—A ver si adivináis quién es ese miserable. ¡Satanás! ¡Y la vende a un treinta por ciento menos que nosotros!
Si el Frío no hubiese estado dentro, las cosas habrían sido distintas. No tardarían en arrepentirse. Que Satanás debía pagar por ello, quedaba fuera de toda discusión. Pero éste no era el principal problema: tarde o temprano lo eliminarían. Por eso debían hacer funcionar el cerebro antes de dar cualquier paso. El hecho más grave era la muerte de los drogadictos. Sólo un idiota puede desentenderse de la muerte de un drogadicto. Y no por piedad, sino por una cuestión de mercado. Cada drogadicto muerto supone una fuente de ganancias menos. Aquel par de desgraciados la habían palmado por cambiar de proveedor. Así revientan esos colgados: pasando de un tipo de droga a otra sin preocuparse por la cantidad. Sucede porque no piensan. Son animales. Alguien tiene que cavilar por ellos. El Rata, el catador oficial, les había dicho que la heroína de Satanás tenía un grado de pureza excepcional. Era evidente que había canales que escapaban a su control. Antes de matar a Satanás había que encontrar al proveedor. Descubrir si tenía socios, conocidos o desconocidos. Obligarlo a cantar. Eso habría impuesto el Frío de no haber tenido las manos atadas en la cárcel. Y, en cambio, fuera hervían de excitación por el olor a sangre. Nembo Kid los arrastraba, y el Dandi le dejaba hacer. ¿Tenían a Satanás? ¡Había que liquidarlo! Entre otras cosas, todavía tenían pendiente aquella vieja cuenta de tiempos del Libanés. Satanás debería haberse quedado en Rieti, o donde demonios estuviese. Sabían que frecuentaba un garito de la zona de Tufello. El jueves de carnaval se presentaron allí y lo dejaron tieso a golpes de mitra y de revólver. Los tres que integraban el comando, Nembo, el Esqueleto y Ojo Feroz iban enmascarados: un toque de clase sugerido por el mismo Nembo. Así, los testigos sólo pudieron decir que Goofy, Pluto y el Pato Donald habían bajado de un coche y que acto seguido habían rematado a Satanás. Amén.