Scialoja dormía abrazado al almohadón. Patrizia lo velaba. Seguía con al mirada la curva de su nariz, acariciaba su pecho amplio y musculoso, descendía por las piernas recorriendo el contorno de un brazo marcado por las pequeñas heridas de sus juegos amorosos. ¡Amor! Patrizia se deslizó fuera de la cama, lo tapó y se dirigió al baño a encenderse un cigarrillo. La luz del espejo resaltaba su palidez. Se vio abatida, inquieta, volvió a sentirse fuera de lugar. Aunque, a decir verdad, ¿cuándo se había sentido de otro modo? Tal vez en la cárcel. En la cárcel no debes rendir cuentas a nadie de tu tiempo. Sólo a ti misma. Tal vez sea sólo esto lo que busco, pensó. Tal vez sea sólo aburrimiento. Patrizia se puso una gruesa bata, se metió en el bolsillo la cajetilla y el encendedor, y se dirigió a la puerta de cristal que daba a la terraza de la suite del Marina Grande. Al pasar por delante de la cama, lo vio aún dormido. Una vaga sonrisa flotaba en sus labios. Patrizia abrió y volvió a cerrar quedamente la puerta de cristal. Una ráfaga helada la hizo estremecerse. Un gajo de luna colgaba de lo alto del cielo. El mar arreciaba contra la frágil barrera rocosa. En el centro de la vasta extensión negra se intuían las luces de Capri. Le había dicho: «Siempre he querido ver Capri». Él se había apresurado a reservar un barco. En el último momento había anulado la excursión con un pretexto. Había estado ya una infinidad de veces en Capri. Con hombres, con mujeres, con mujeres y hombres cuyo rostro había olvidado. Pero recordaba sus risas. Sus bromas pesadas. El escarnio continuo. El dinero pasando de mano en mano. Por aquel entonces no se sentía desgraciada, pero tampoco feliz. Aunque, bien mirado, ahora tampoco experimentaba ni una cosa ni otra. Patrizia se encendió el segundo cigarrillo con la colilla del primero, que arrojó a lo lejos. Le habría gustado seguir su estela hasta la arena de la playa, más abajo. Pero el fuego murió a mitad camino. Después oyó el ruido que hacía la puerta de cristal al abrirse, y él apareció a sus espaldas. Instintivamente dejó caer la cabeza sobre su pecho. Scialoja la rodeó por los hombros y la besó en el cuello.
—¡Entra, aquí hace un frío terrible!
El macho tenía el torso desnudo. Patrizia se dejó llevar sonriendo.
—¿Estás preocupada? —le preguntó él mientras sacaba dos botellines de champán del minibar.
—No.
—¿Quieres que hablemos?
—Después —susurró ella.
Era la palabra que pronunciaba más a menudo aquellos días. Después. Lo había abordado a la puerta de la comisaría, cerrándole el paso con el Porsche del Dandi.
—Vamos a tu casa —le había dicho—, quiero ver dónde vives.
Al ver el apartamento cercano a la universidad había arrugado la nariz. La nevera semivacía la había entristecido. Le había impedido que se diese una ducha.
—Quiero que estés tan sucio como yo. Quiero que sientas el sabor de la cárcel.
Habían hecho el amor como un hombre y una mujer. Él le había dado largos besos en el cuello y los senos. Se habían tomado con furor.
—Háblame de ti —le había pedido él.
—Después.
—¿Estaremos juntos… al menos un poco?
—Después.
—Tengo muchas cosas que decirte…
—Después.
Por la mañana lo había llevado a Positano. Él había palidecido al ver el Porsche. Pero la había seguido. Se había deshecho de todo y de todos con una llamada telefónica. Ahora estaba con ella. Y era feliz.
—Por los amores imposibles —propuso ella.
Patrizia apuró de un sorbo su copa.
—Ven aquí —le ordenó.
Él se arrojó a sus pies. Ella le arañó la mejilla. Él gimió de placer. Ella se aferró a su cuello y apretó. Él la tendió como si fuese una niña, una cestita de plumas. Patrizia, con los ojos abiertos, contemplaba el techo. No había vuelto a soñar desde aquella noche en la cárcel. Palma decía: no te eches a perder. El Rana decía: jódelos a todos. Patrizia estaba intentando ser una mujer, su mujer. Patrizia cerró los ojos. Él le susurraba palabras dulces, insultos. Patrizia abrió los ojos. Vio un rostro deformado por la tensión del placer, con las venas en relieve, con las gotas de sudor resplandeciendo sobre los músculos tensos por el esfuerzo de retrasar el orgasmo. Lo apartó con un estremecimiento de horror. Él no lo entendió. ¿Y cómo habría podido? Ella había visto a otro hombre. A uno de tantos.
—Hagámoslo por detrás —lo tranquilizó con un susurro ronco.
Scialoja la aferró por los senos. Se deslizó dentro de ella. Patrizia cerró de nuevo los ojos.
—Ven —suspiró—, lleguemos juntos… amor mío…
Poco antes del amanecer, Patrizia escribió una breve nota de adiós, recuperó la bolsa que había preparado la noche precedente, pagó la cuenta y le rogó al gestor, un viejo amigo del Rana, que mantuviese la boca cerrada. En el garaje le esperaba el Porsche del Dandi.
Cuando se despertó, Scialoja lo comprendió todo. Para sofocar el llanto se metió bajo una ducha helada. La nota la encontró mientras metía sus cosas desordenadamente en la maleta. En la misma figuraba escrita una palabra, «armas», y una dirección.