V

El profesor Cortina les anunció que el examen del Búfalo se presentaba arduo.

—Vuestro amigo se ha hecho el listo durante los tests y mis colegas no se lo han tragado. De forma que han puesto por escrito que se trata de una bonita y genuina «simulación». Necesitamos un golpe de escena. El hecho es que no disponemos de la menor documentación a nuestro favor. ¡Y, por si fuera poco, el muchacho parece gozar de una salud de hierro!

La palabra «salud» le dio una idea a Treintamonedas quien, tras hablar con Vanessa, entregó a Cortina un voluminoso expediente algunos días después.

—¿Cree que podrán servir, profesor?

El profesor lanzó un rápido vistazo a los documentos.

—¿Ahora me decís esto?

—Bah, se nos había olvidado…

—¿También él se había olvidado?

—Él el primero, profesor… ya sabemos que no le rige la cabeza, ¿no?

Intercambiaron una mirada elocuente. El profesor aceptó otros quince millones y se despidió de Treintamonedas con una sonrisa tranquilizadora.

—Con la bomba que les vamos a echar, quedaremos bien protegidos.

Al día siguiente, Cortina mostró a los expertos la documentación. El Búfalo había nacido prematuro y en el momento del parto había sufrido una hipoxia transitoria con el consiguiente trauma neurológico. A consecuencia de ello, la funcionalidad de algunas áreas cerebrales se había visto gravemente comprometida. Cuando, a la edad de quince años, había empezado a presentar comportamientos extraños, había sido alejado del colegio e ingresado en una famosa clínica de la capital para ser sometido a observación. El dossier, que sus colegas habían puesto a disposición con gran diligencia, certificaba la presencia de focos de epilepsia y de una amplia zona de malacia en sede cortical. El Búfalo estaba, sin lugar a dudas, realmente enfermo. Los expertos encajaron el golpe. Cortina era una lumbrera cuya competencia quedaba fuera de toda discusión. La documentación estaba perfectamente en regla, con todos sus sellos, fechas y firmas.

Todo gracias a mi intuición, explicó Treintamonedas a los demás, y a la habilidad de Vanessa, que se había apoderado del dossier de un desgraciado fallecido diez años atrás y lo había unido al del Búfalo con la ayuda de un medicucho de nariz empolvada. El asunto había costado un buen montón de pasta pero, a fin de cuentas, ¡el que pagaba era el Dandi!

Y el Dandi pagaba porque no tenía problemas de dinero. El asunto de los terrenos en Cerdeña iba viento en popa. El Maestro era puntual en los pagos y el capital inicial empezaba a rendir unos buenos extras que Nembo Kid y él habían decidido, de común acuerdo, no compartir con los demás. Como decía el tío Carlo, era cosa de ellos, y de nadie más. El tío Carlo había apreciado su comportamiento durante el homicidio de Nicolino Gemito, y así se lo había hecho saber.

—Veo que el discurso que te hice sobre la pasma sirvió para algo. Tú estás a salvo, libre y en la calle, ¡lo de los demás es una cuestión de riesgo profesional!

También el Viejo había apreciado su sentido táctico y se lo había hecho saber a través de Zeta y Equis. Los espías se habían ofrecido a organizarle «alguna cosita» al policía. El Dandi, el nuevo Dandi había eludido el tema. Las cosas iban de maravilla. Las investigaciones acababan una tras otra en punto muerto. De nada servía, pues, azuzar al perro. Además, el policía le obligaba a pensar en Patrizia. Y aquél era un tema abierto que había que manejar con gran sensibilidad. El Dandi había dejado de intentar el coloquio que ella se obstinaba en negarle. Patrizia estaba a todas luces enojada y no se lo podía reprochar. Vasta se había resignado a esperar el transcurso de los plazos de reclusión preventiva: lo que suponía unos meses de paciencia. El Dandi estaba descubriendo el valor de la paciencia, el placer de jugar con el tiempo. Las palabras del tío Carlo le habían abierto amplias perspectivas. Había mucho que aprender de los hombres de honor. El Dandi estudiaba. Le giraba regularmente una cuota de los beneficios del negocio de los terreros al Seco, y también aquella vía le procuraba una gran satisfacción. Por eso, cuando Gina lo echó de casa en otoño, el Dandi le pasó treinta millones sin parpadear. Tal vez su mujer había encontrado un amigo, tal vez se pudiese empezar a hablar de divorcio. Tal vez, cuando Patrizia saliera de la cárcel le ofreciese como regalo una bonita boda. Pero una mañana en la que había pasado por su antiguo domicilio conyugal para recoger un cuadro futurista que tenía ganas de colocar en el boudoir de su nueva casa, se encontró cara a cara nada menos que con don Dante. El capellán de la cárcel había hecho carrera; ahora estaba al frente de una parroquia del Corso frecuentada por miembros de la más rancia aristocracia, actores y políticos. Con una gran sonrisa, don Dante le dijo que acababa de dar la comunión a su «Gina, su inestimable mujer, criatura de elevadísima devoción». Y le agradeció su cristianísima generosidad. El Dandi abrió los ojos desmesuradamente. El cura le aseguró que, para cualquier problema, tenía en él y en la sotana que vestía «a su mejor aliado». El Dandi interrogó a Gina. De los treinta millones, diez habían acabado en misas por la recuperación del Papa, herido algunos meses atrás por un delincuente turco. El resto del importe había sido destinado a obras pías para los pobres de la parroquia: señal tangible de júbilo por la milagrosa salvación del Santo Padre y tributo debido a la divinidad por su intervención que, sin duda, había resultado decisiva. El Dandi se encolerizó. ¿Qué modo era aquél de malgastar el dinero? ¿Por qué no se compraba un bonito abrigo de pieles, como hacían todas, o hacía un buen viaje?

—¡Lo hago también por ti, por la salvación de tu alma! —le respondió su mujer con cara de pocos amigos.

El Dandi se dio por vencido: después de todo, si quería hacerse monja… ¡con tal de que ese cadáver de mujer se quitase de en medio!

Por aquel entonces, Treintamonedas pasó unos cuantos días en Nápoles, donde se reunió con el Bigotes. Ambos eran primos. El Bigotes, al igual que él, era de los que no tenía ningún empacho en cambiar de chaqueta a menudo y de buena gana: en un principio fue acólito de Giuliano di Forcella, luego se hizo cutoliano, y después de un breve período con el clan Mariano había vuelto con el Profesor hasta que, a raíz del asesinato de cinco criminaluchos en la zona de Toledo, había huido a Uruguay, país notoriamente acogedor y sin acuerdo de extradición. Ahora vivía como un señor rodeado de chicas en una hacienda de ensueño, y regresaba a Italia dos o tres veces al año con algunos kilos de coca para vender, cuestión de no perder la mano. Treintamonedas le contó las últimas novedades y, al abordar el delicado tema de las pruebas periciales, el Bigotes le aconsejó que no se metiese con el profesor Sesudo y los suyos.

—Ante todo, todos esos profesores son unos espías…

—¿Cómo espías?

—Sí, espías, agentes secretos, ¿cómo los llamáis en Roma? Averiguan sobre asuntos confidenciales y después los venden…

—Pero ¡qué dices!

—Ay, lo que oyes… en segundo lugar, a ese Sesudo, o lo matan en la cárcel o los de la Camorra se lo cepillarán en cuanto salga…

—¿Por qué?

—¡Porque hace el doble juego, por eso!

Por esa razón, una bonita mañana, Treintamonedas llevó al Frío a un despacho situado en las cercanías del Parlamento. Los recibió un cincuentón afectado y elegante que aseguró ser «gran amigo» del juez instructor, el mismo que tenía en sus manos la suerte del Búfalo. Con veinte millones les podía asegurar el resultado del proceso. El Frío lo habría dejado estar de buena gana —todo en aquel hombre, desde el olor a sacristía a la sonrisa empalagosa, denotaba hipocresía— pero Treintamonedas estaba tan seguro de lo que hacía que al final el montón de dinero pasó de unas manos a las otras.

Mientras tanto, la profecía del Bigotes se iba cumpliendo. Primero eliminaron a golpe de metralleta a los ayudantes de Sesudo. Radio Cárcel, que atribuía la acción a los napolitanos, posibles miembros tanto de la nueva como de la vieja familia, hizo correr la voz de que el profesor estaba encerrado en su celda, dispuesto a cantar. Probablemente se trataba de una mentira, pero el profesor los había metido ya en demasiados líos. De esta forma, cuando poco tiempo después el tribunal de casación anuló todas las órdenes y fue excarcelado, los de la camorra lo cogieron y lo eliminaron con un buen corte en la garganta.

Patrizia fue puesta en libertad a finales de octubre. Algunos días antes de salir había salvado la vida a Palma, la terrorista. En la cárcel había corrido el rumor de que su compañero estaba a punto de arrepentirse. No quedaba más remedio que castigar aquella delación. Las rojas la aislaron. Palma habría podido pedir que la transfirieran. Pero no lo hizo. Desafió a las demás: estaba dispuesta a someterse al juicio del «tribunal del pueblo». Sus camaradas le tomaron la palabra, se reunieron y la condenaron a muerte: la consideraban sometida a su hombre, y por ello temían una posible traición. La cogieron durante el paseo de la tarde, seis de ellas se abalanzaron sobre ella, dos la sujetaban por los brazos y dos por las piernas, en tanto que las otras dos apretaban al cuello la cuerda pacientemente elaborada con los jirones de unos vaqueros rotos. Patrizia, al percatarse de que algo extraño estaba sucediendo, se había abalanzado gritando sobre el grupo. Palma daba ya las últimas boqueadas. Patrizia se puso a dar puntapiés, arañazos, mordiscos, tiró del pelo a una tipa menuda pero feroz, pellizcó tetas, les dio patadas en las nalgas, hundió los pulgares en los globos oculares de sus adversarias. La barahúnda alertó por fin a las carceleras. Patrizia se había colgado de una de las ejecutoras y le había hundido las uñas en la garganta. En vano, porque la tipa y su amiga seguían apretando la cuerda y Palma se iba poniendo cada vez más morada mientras sus piernas temblaban fuera ya de control. A pesar de los porrazos, ninguna de las dos cejaba. ¡Estaba claro hasta qué punto deseaban acabar con aquella desgraciada! Fueron necesarios seis agentes y dos carabineros de los duros para arrancársela de las manos. La llevaron a reanimación del policlínico. El día en el que le notificaron a Patrizia la orden de excarcelación, Palma regresaba a la enfermería fuera ya de peligro. Patrizia fue a verla. Palma llevaba un collarín ortopédico y cuando la vio le dedicó tan sólo un gélido saludo. Como revolucionaria, consideraba que el juicio había sido justo, y la condena equitativa. Casi estaba enojada con Patrizia por haberle salvado la vida. Patrizia se puso furiosa.

—¡Tienes veinticuatro años! Eres guapa, has estudiado… e insistes en perder tu tiempo con esas cabronas. ¿Te dije o no que eran unas cabronas? ¡Deberías hacer como tu amigo: denunciarlas a todas y mandarlas a tomar por culo, camarada!

—¡A tomar por culo tú, delincuente!

Patrizia se enterneció. Puede que haya matado a dos hombres, esta Palma, pero aquí dentro, entre todos estos lobos, es como una niña.

—He dejado un cartón de tabaco al jefe de la enfermería, y he hecho correr la voz de que estás bajo la protección del Dandi. Tal vez te concedan una celda individual. No puedo hacer más…

Palma exhaló un suspiro, acto seguido, una leve sonrisa frunció sus labios secos.

—Bueno, me voy —concluyó Patrizia—, dado que estoy libre, no quiero entretenerme demasiado. ¡No se vayan a pensar que me gustaría quedarme y me manden la cuenta! ¡Como en un hotel!

Palma se echó a reír. Patrizia casi había alcanzado la puerta cuando su amiga la llamó.

—Patri…

—¡Aahh, veo que has recuperado el habla! ¡Estupendo!

—¡No te eches a perder!

El Dandi la esperaba fuera de la puerta con su nuevo Porsche y una cesta de orquídeas. Patrizia se acercó a él sonriente, lo besó y, sin mediar palabra, le asestó una tremenda bofetada que lo hizo tambalearse. Acto seguido subió a toda prisa al coche, arrancó, y partió rozando al Dandi, que maldecía a todos los santos habidos y por haber.