Cuando le pidieron que indicase a un experto que estuviese a la altura, el Mazzocchio, que todavía estaba resentido por la historia del profesor Sesudo, experimentó una gran satisfacción. ¡Si le hubiesen hecho caso cuando todavía estaban a tiempo! ¡Si no hubiesen sido tan presuntuosos! ¡Si hubiesen confiado un poco en él! Aun así les daba largas: las condiciones no eran tan buenas como hacía dos años. Perseverando en sus teorías sobre la «coalición de marginados», el profesor había encontrado por fin a alguien que le prestase atención: los jueces. Que lo habían metido en la cárcel con la acusación de ser uno de los artífices ocultos de la estrategia de bombas de la derecha. Al final, de todas formas, y después de unas largas negociaciones y de haberles arrancado la promesa de un par de gramos de coca, el Mazzocchio les dio un nombre.
Así fue como se pusieron en manos del profesor Cortina, un pedazo de hombre de voz atronadora y de modales bruscos que exigió ochenta millones de anticipo en negro.
—El juez ha elegido a dos buenos colegas. Mala gente. No prometo nada.
Haremos, veremos: el Frío no se sentía seguro y encargó a Treintamonedas que probara por otro lado.
El problema más urgente era, no obstante, el Dandi. El Búfalo no se había pronunciado pero Ricotta, desde la cárcel, clamaba a voz en grito un castigo ejemplar.
—Si ese capullo no se hubiese cagado de miedo, no nos habrían detenido. ¡Como dos y dos son cuatro!
Ojo Feroz, el Esqueleto y los Bufones tomaron abiertamente partido. El Dandi se había comportado como un canalla. Por miedo o por lo que fuese, poco importaba. Dos compañeros habían caído en manos de la pasma por su culpa. Había que castigarlo. Las propuestas iban desde la expulsión del grupo a una bala en la nuca. Pero el Dandi no era uno cualquiera. Nembo Kid y el Tapón dejaron bien claro que quien lo tocase se las vería con ellos. El Frío jamás se había sentido tan desesperadamente solo. Ante todo echaba de menos la sabiduría del Libanés y el consuelo del Negro. Ojo Feroz y los Bufones formaban parte de su pasado. El Dandi era el presente. El Dandi se había equivocado. Sin duda. Pero tocarlo significaba desencadenar una guerra.
Treintamonedas organizó una cena de reconciliación. Quedaron en que todos acudirían desarmados. Las voces se agolpaban: secas, contundentes, las de los acusadores; arrogantes, en ocasiones sarcásticas las del Dandi y los suyos.
—¡Te asustaste!
—¡No tuve tiempo de intervenir!
—La acción estaba mal organizada.
—Fue una cuestión de mala suerte.
—¡Era más fácil disparar que escapar!
Incluso en el salón del napolitano, y hasta en la distribución de los sitios en la mesa, se palpaba que se estaban convirtiendo en dos cosas diferentes. Y el Frío se encontraba en medio, llorando por los muertos.
Por fin llegaron a un acuerdo. Treintamonedas intervino como mediador: el Dandi se haría cargo de los gastos legales, informe pericial incluido, y de la cuota de los dos arrestados durante todo el tiempo que durase la detención. Si bien sonaba a reconocimiento de culpa, era la única manera de evitar males mayores. Se despidieron con evidente tirantez: un raudo apretón de manos, fugaces inclinaciones de cabeza, miradas atravesadas.
El Dandi era consciente de que algo se había roto, tal vez para siempre. Pero, a diferencia del Frío, le traía sin cuidado. No había disparado por la espalda a los policías. Ciertas cosas se pueden hacer y otras, en cambio, no. Ésa era la lección de tío Carlo. Incluso el Libanés habría hecho lo mismo. Tratándose de Nicolino Gemito, bueno… ¡pero dos policías! Si les hubiese disparado, dos horas después le habrían saltado encima todos los uniformes de Italia. ¡Peor que las Brigadas Rojas!
¡En lugar de eso, había que pensar en el futuro! ¡En los negocios! El problema del Frío y del resto de los muchachos era que seguían viviendo de recuerdos. Y, además, esa historia de la venganza… ¡empezaba a parecer el cuento de nunca acabar! Pero ¿es que de verdad creían que existía un «más arriba» desde el que el Libanés les miraba y les bendecía? El Libanés… nadie lo había conocido mejor que él. ¡Cuántas cosas habían pasado juntos! Y pensar que ahora había quedado reducido a un trozo de carne podrida. Como el Sardo, como Rizo de Oro, como ese otro… ¿cómo se llamaba? ¡Ah, sí, el Terrible! ¡Qué miedo le habían tenido! A saber cómo lo estaría pasando ahora en compañía de los gusanos… Sí, podía haber disparado, y se había abstenido de hacerlo deliberadamente. Volvería a disparar, pero sólo en el momento oportuno. El tío Carlo tenía razón cuando afirmaba que la venganza es noble, pero los negocios son importantes. A ser posible, había que ir en pos de ambas cosas. En caso contrario, que los muertos descansasen en paz.