II

Desaparecer. Eso les aconsejaba Zeta. Después de la bomba de Bolonia, saltaba a la vista que iban apretar las clavijas a la derecha. Y algunos jueces metomentodos empezaban a hacer extrañas preguntas sobre el misterioso final del Piojo. El Negro había metido en el Audi una maleta de dinero y una bolsa con armas. Zeta había procurado los documentos. Habían previsto una estancia de seis o siete meses en el Cantón Ticino. Mientras se acercaban al puesto fronterizo, el Negro canturreaba Addio Lugano bella[27]. Sentía simpatía por los anarquistas, especialmente por aquellos que se construían día a día un destino de rechazo y derrotas. Guerreros, a su modo. A sus espaldas no dejaba gran cosa: sólo su mundo. Pero era un alejamiento provisional. Escribiría al Frío. Tal vez lo invitara a visitarlo durante aquel exilio provisional. Sentía lástima por el Búfalo, un luchador de raza. Pero honestamente había que reconocer que, desde un punto de vista militar, la acción había sido un desastre. Demasiadas emboscadas improvisadas: la calidad había salido perdiendo. Se habían enamorado de la sangre y habían dejado de reflexionar. Los sioux nunca abatían demasiados bisontes: el exterminio en masa era cosa de los estalinistas. O de los hombres blancos.

¿Y ahora qué? ¿Una barrera? El carabinero les dio el alto. Sin perder el aplomo, el Negro aparcó al margen de la calzada y le tendió el pasaporte recién estrenado.

—Oliver Benson, ¿eh?

—Sí.

—Tengo que registrar el vehículo. Lo siento, monsieur Benson… O prefiere que lo llame…

Cuando oyó pronunciar su verdadero nombre, el Negro entendió que lo habían traicionado. Zeta, ese bastardo sin honor. Tenía razón el Frío: no debía de haberse fiado. Su intención era levantar los brazos, pero el guardia debió de interpretar mal el gesto o tal vez había recibido órdenes. De la metralleta partió una ráfaga de disparos. El Negro sintió el dolor del plomo en las piernas y se acurrucó gritando:

—¡No dispare! ¡Estoy desarmado!

El carabinero siguió disparando. En el fondo cumple con su deber, pensó el Negro mientras perdía el conocimiento: las órdenes no se discuten.

Cuando se enteró de que el Negro había sobrevivido, el Viejo se encolerizó tanto que arrancó sin querer un brazo a la Bailarina de Düsseldorf, un modelo inspirado en la Coppelia de Hoffman. Y cuando se percató del punto al que lo había arrastrado la ira incontrolada, además de un lacerante remordimiento experimentó el violento deseo de arrojar a Zeta a los cerdos.

—Se da cuenta de las consecuencias que podría sufrir si ese hombre…

Zeta tomó aliento. El Viejo empezaba a exagerar. En lugar de insultarlo debería preocuparse por las consecuencias que aquel contratiempo podían tener para él. A pesar de ello, decidió tranquilizarlo.

—El Negro no hablará. Es un hombre leal. Tal vez este… desagradable incidente nos cueste tan sólo una buena cifra.

—¡Opinión procedente de reconocidas cimas de sabiduría! —ironizó el Viejo.

Zeta estaba harto. Se despidió de él con un saludo militar y giró sobre sus talones.

¿Qué hacer? El Viejo ordenó a su secretario que le encontrase al mejor restaurador de madera de Roma, mejor dicho, de Italia, más aún, pensándolo bien se dirigiría a los comunistas checoslovacos ya que, a fin de cuentas, la Bailarina había sido concebida y elaborada en Bohemia. Y si bien era cierto que en ciento veinticinco años las cosas tienden a cambiar… e inclusive que las variaciones propenden más bien al deterioro… era imposible que no quedase ni sombra del viejo talento… ¿qué hacer? ¿Desembarazarse de Zeta? ¿Y soportar el ímprobo esfuerzo de tener que adiestrar a otro idiota del que servirse? Sólo tenía dos opciones: una acción rápida en el interior de la cárcel donde habían encerrado al Negro, o confiar en ese nietecito degenerado de Nietzsche. Lo pensaría. Pero ¿por qué tardaba tanto su secretario? La mirada triste de la Bailarina manca era una visión que desgarraba el corazón.