Cada diez o quince días el Rata acudía a casa de Treintamonedas o del Frío para probar la mercancía. Si era coca, la lamía sobre la punta de los dedos. El caballo en cambio se lo inyectaba en dosis bajísimas, para evitar el riesgo de sobredosis. Como catador era inigualable. Sus juicios sobre el grado de pureza y sobre las sustancias para cortar la droga estaban a la altura de cualquier análisis químico. Según la calidad de la droga se establecía después el modo en que había que estirarla para distribuirla, el precio para los mayoristas y los minoristas, y el previsible beneficio. Jamás había sucedido que la totalidad del cargamento no hubiese sido colocada antes del sucesivo encuentro. La cuota que le correspondía sobre el beneficio neto era miserable, y la reinvertía inevitablemente en más droga. Para carburar, el Rata necesitaba como mínimo un gramo al día. La tentación de aprovecharse de todo aquel don divino era muy fuerte, pero el Rata sabía que su supervivencia dependía de la honestidad comercial. Desde que Vanessa lo había plantado para salir con Treintamonedas su cotización en el grupo se había hundido. La verdad es que ni siquiera podía considerarse uno de ellos. Al margen de la droga, nadie lo buscaba nunca a menos que se tratase de algún asunto insignificante como robar una moto o trucar el motor de un coche. E incluso en estos casos, procuraban no informarle sobre el uso al que ello iba destinado. Se encontraba apenas un escalón por encima del último de los drogatas. No podía permitirse el menor paso en falso. Por eso, apenas se dio cuenta de los movimientos de Aldo Bufones, corrió a contárselo a Treintamonedas. Esa noche lo encontró en compañía de una Vanessa lánguida y zalamera. Pero bajo las carantoñas se veía a las claras el desprecio que sentía por él. Cualquier otro en su lugar, uno de ellos, el asunto de Aldo lo habría resuelto solo, cara a cara, de hombre a hombre; pero él ni siquiera era un hombre. Si lo hubiese sido, no habría perdido a Vanessa. Y no habría corrido a lloriquear en el hombro del mismo hombre que se la había quitado. Pero él era el Rata. Y le contó todo a Treintamonedas, y Treintamonedas lo dejó marchar con una palmadita en la espalda, y se apresuró a referírselo al Frío, y ahora el Frío lo estaba buscando. Al Rata le habría gustado poder huir, lejos, a mil kilómetros de aquella porquería, de aquella vida equivocada. Pero no se llega muy lejos con los bolsillos vacíos y el mono en la cabeza; lo pillarían en cualquier parte. Así que, tras una llamada telefónica destinada a tantear el terreno, un sábado por la tarde acudió a casa del Frío.
El Frío le pidió que hablase en voz baja porque Roberta no se había sentido bien aquella mañana, y en ese momento dormía. El Rata, para darse ánimos, se había pinchado dos veces en una hora: ahora le fallaban las piernas y truncaba las frases. Apestaba, como en los viejos tiempos. El Frío abrió la ventana. El frío invernal le causaba escalofríos. El Rata tenía ganas de vomitar por lo que, más que contarle, le dio a entender lo que quería. El Frío tardó algunos minutos en darse cuenta. Sus preguntas insistían siempre sobre el mismo punto: ¿estaba seguro, seguro al ciento por ciento de lo que decía? Cuando la presión se hizo insostenible, el Rata se echó a llorar. Se asomó Roberta, pálida, en pijama, con el pelo enmarañado. El Frío la tranquilizó, la acompañó a la cama del brazo. El Rata tenía la garganta seca. El Frío regresó y lo estampó contra la pared. Cogió un revólver de un cajón e hizo girar el tambor. Luego se lo plantó en la frente y le ordenó que repitiese de nuevo toda la historia, de cabo a rabo, desde el primer soplo del camello de Torpignattara al momento en el que había repasado las cuentas. Y el Rata se lo repitió con un hilo de voz.
—Aldo obliga a los camellos a que le den la mercancía sin pagar, luego la estira con la manita, la revende por debajo de su coste y se queda con el dinero. La historia empezó hace seis o siete meses. Los camellos le tienen miedo porque ya le ha partido la cabeza a uno de ellos. Con este sistema ha vendido ya al menos un kilo de mercancía.
El Frío apartó el arma y, con repentina amabilidad, le preguntó si quería darse una ducha. El Rata tuvo entonces un ataque de paranoia.
—¡Me quiere matar! ¡Me quiere matar! ¡Mátame enseguida! Hazlo ahora… ¡Dios mío, me mata! ¡Virgen santa, me mata!
Su voz era estridente, alterada, de animal acorralado. Roberta protestó ahogadamente. El Frío abofeteó al Rata, le echó por la garganta un vaso de whisky y lo condujo con educación hasta la puerta. El Rata permaneció una hora temblando en la calle sin dejar de repetirse: «Estoy vivo, estoy vivo». Aquella noche se volvió a chutar y a medida que se iba calmando juró que acabaría con aquella vida. Juró que aquélla era su última dosis, que pasaría página a la mañana siguiente, juró sobre todo aquello que podía jurar antes de que el sueño lo venciese.
Cuando, pasados tres o cuatro días desde el encuentro con el Rata, Roberta se sintió mejor, el Frío la llevó a un restaurante de pescado del Trastevere, un local perteneciente a unos calabreses endeudados hasta las orejas al que, según se decía, le había echado el ojo el Dandi. Había invitado también a Aldo Bufones, a quien acompañaba una muchacha delgada y medio colgada, vestida con una falda larga y el pelo lleno de abalorios. Se llamaba Dorotea y estudiaba arte aunque, según sus propias palabras, lo hacía tan sólo para seguir su karma. A Roberta le cayó bien, por lo que las dos muchachas no tardaron en entablar una animada conversación. El Frío observaba a Aldo. Estaba nervioso. Apenas tocó sus espaguetis con marisco, apuró media botella de vino blanco y, entre un vaso y otro, fue tres o cuatro veces al baño. Pidieron pez espada a la parrilla. Aldo le montó una escena al camarero porque, aseguraba, éste le había mirado mal. Algunos clientes protestaron desde las mesas cercanas. Dorotea y Roberta, ensimismadas en su charla, parecían ajenas a todo. Cuando Aldo se levantó por enésima vez, el Frío lo siguió hasta el baño.
—Venga, Frío, que nos van a tomar por maricones —dijo Aldo mientras orinaba.
El Frío sonrió, se colocó detrás de él y lo tiró al suelo con un rodillazo en la espalda. A continuación le aferró con fuerza el cuello y le hundió la cabeza en la taza del váter.
—¿Por qué me has hecho esto, Aldo? ¿Por qué precisamen te tú?
Aldo forcejeaba furioso. El Frío lo soltó y lo incorporó.
—Pero bueno ¿qué pasa? ¿Te has vuelto loco?
—¿Por qué me has hecho esto?
—Yo no he hecho nada…
—Mira que lo sé todo. No me cuentes gilipolleces, Aldo, porque si hay alguien que te puede salvar, ése soy yo…
—Estás loco…
El Frío le soltó una bofetada. Aldo perdió el equilibrio. El Frío le cogió la cabeza y empezó a golpearla contra las baldosas.
—Si no haces lo que te digo, estás jodido, ¿comprendes? Jodido…
Llamaron a la puerta. El Frío gritó que su amigo se encontraba mal, y que se estaba ocupando de él. Aldo se había echado a llorar. El Frío mojó una toalla trató de taponar con ella las lágrimas y la herida. Lo ayudó a levantarse y lo acomodó sobre la taza. Aldo empezó a lamentarse.
—No sé qué me pasó… todos hacen lo que les viene en gana… no sé lo que me pasó, Frío…
—Escucha, Aldo. Ahora mismo vas, coges veinte millones y los depositas en la caja común.
—¡Pero si no tengo una lira, Frío!
—¡Te ayudo yo, tranquilo! Dejaremos de ingresarte la cuota por seis meses. Durante todo ese período seguirás con tu vida de siempre: coges la mercancía y la vendes en tu zona, sólo que sin cobrar una lira. Vuelve a entrar en vereda y verás como todo se resuelve…
—¿Y los demás?
—De los demás me ocuparé yo. Pero no hagas más gilipolleces, ¿de acuerdo? Ni una lira de menos, ni un gramo de droga de menos…
El Frío lo sostenía por los hombros cuando salieron del baño. Aldo había dejado de llorar pero las marcas y la palidez de su rostro llamaban la atención. El resto de los clientes los miraba mal. El Frío pagó la cuenta y se llevó a Roberta. Una vez en el coche ella estalló en sollozos. El Frío detuvo el coche y la abrazó.
—He abortado.
—¿Lo has hecho todo sola…?
—¿Por qué? ¿A ti qué te importa? Ni siquiera te has dado cuenta… Sólo se lo he dicho a esa muchacha… a Dorotea… y ella me ha entendido…
El Frío no supo qué responder. En casa ella le dijo que dormirían separados durante algunos días. El Frío se puso a ver una vieja cinta de Mamma Roma. De madrugada, Roberta fue a buscarlo.
—¡No les hagas daño, por favor!
El Frío llamó al Negro al amanecer. Pero nadie contestó.